Dijo Epiménides, cretense: «Todos los cretenses mienten».

*

1. CONSTITUCIÓN DE LA MODERNIDAD
NICOLÁS MAQUIAVELO (1469-1527)
Debéis pues saber que existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera es propia del hombre, la segunda de las bestias; pero, como la primera muchas veces no basta, conviene recurrir a la segunda. Por tanto, es necesario a un príncipe saber utilizar correctamente la bestia y el hombre.

[…]

Estando, por tanto, un príncipe obligado a saber utilizar correctamente a la bestia, debe elegir entre ellas la zorra y el león, porque el león no se protege de las trampas ni la zorra de los lobos. Es necesario, por tanto, ser zorra para conocer las trampas y león para amedrentar a los lobos. Los que solamente hacen de león no saben lo que se llevan entre manos. No puede, por tanto, un señor prudente —ni debe— guardar fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero —puesto que son malos y no te guardarían a ti su palabra— tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya. Además, jamás faltaron a un príncipe razones legítimas con las que disfrazar la violación de sus promesas. Se podría dar de esto infinitos ejemplos modernos y mostrar cuántas paces, cuántas promesas han permanecido sin ratificar y estériles por la infidelidad de los príncipes; y quien ha sabido hacer mejor la zorra ha salido mejor librado. Pero es necesario saber colorear bien esta naturaleza y ser un gran simulador y disimulador: y los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes que el que engaña encontrará siempre a quien se deje engañar.

El príncipe, XVIII, trad. Miguel Ángel Granada,
Alianza Editorial, 1992, pp. 90 y 91

 

MICHEL DE MONTAIGNE (1533-1592)
De todos modos acontece que, como la mentira es un cuerpo vano y sin fundamento, escapa fácilmente a la memoria, si ésta no es fuerte y bien templada. De lo cual he tenido experiencia frecuente en casos graciosos ocurridos a expensas de los que forman constantemente el propósito de ser de la misma opinión de la persona a quien hablan, bien en los puntos que negocian, bien por dar satisfacción a los grandes; pues estas circunstancias en las cuales quieren prescindir de su fe y de su conciencia, estando sujetas a cambios frecuentes, preciso es que sus palabras se diversifiquen a medida que aquéllas cambian, de donde resulta que, tratándose de la misma cosa, una veces dicen gris, otras amarillo; a una persona de un modo, a otra de manera distinta. Y si por fortuna esta clase de hombres acomodan opiniones tan contrarias, ¿en qué se convierte tan hermoso arte? ¡A más que imprudentemente ellos mismos se desconciertan con tanta frecuencia! Porque ¿de qué memoria no habrían menester para acordarse de tantas formas diversas como forjaron de un mismo asunto? En mi tiempo he visto envidiar a algunos esta clase de habilidad, los cuales no ven que, si la reputación la acompaña, ésta carece de todo fundamento.

Es a la verdad la mentira un vicio maldito. No somos hombres ni estamos ligados los unos a los otros más que por la palabra. Si conociéramos todo su horror y trascendencia, la perseguiríamos a sangre y fuego, con mucho mayor motivo que otros pecados. Yo creo que con frecuencia se castiga a los muchachos sin causa justificada, por errores inocentes, y que se les atormenta por acciones irreflexivas que carecen de importancia y consecuencia. La mentira sola, y algo menos la testarudez, parécenme las faltas que debiera a todo trance combatirse: ambas cosas crecen con ellos, y desde que la lengua tomó esa falsa dirección, es peregrino el trabajo que cuesta y lo imposible que es llevarla a buen camino; por donde acontece que comúnmente vemos mentir a personas que por otros respectos son excelentes, las cuales no tienen inconveniente en incurrir en este vicio. Trabaja en mi casa un buen muchacho, sastre, a quien jamás oí decir la verdad más que cuando le conviene. Si como la verdad la mentira no tuviera más que una cara, estaríamos mejor dispuestos para conocer aquélla, pues tomaríamos por cierto lo opuesto a lo que dijera el embustero, mas el reverso de la verdad reviste cien mil figuras y se extiende por un campo indefinido. Los pitagóricos creen que el bien es cierto y limitado, el mal infinito e incierto. Mil caminos desvían del fin, uno solo conduce a él. No me determino a asegurar que yo fuera capaz para salir de un duro aprieto o de un peligro evidente y extremo, de emplear una descarada y solemne mentira.

El lenguaje falso es, en efecto, mucho menos sociable que el silencio.

Ensayos, I, cap. ix, trad. Constantino Román y Salamero, Aguilar,
1962, pp. 101 y 102

 

FRANCIS BACON (1561-1626)
49.— El espíritu humano no recibe con sinceridad la luz de las cosas, sino que mezcla a ellas su voluntad y sus pasiones; así es como se hace una ciencia a su gusto, pues la verdad que más fácilmente admite el hombre es la que desea. Rechaza las verdades difíciles de alcanzar, a causa de su impaciencia por llegar al resultado; los principios que lo restringen porque ponen freno a su esperanza; las más altas leyes de la naturaleza, porque contrarían sus supersticiones; la luz de la experiencia por soberbia, arrogancia, porque no aparezca su inteligencia ocupándose de objetos despreciables y fugitivos; las ideas extraordinarias porque hieren las opiniones vulgares; en fin, innumerables y secretas pasiones llegan al espíritu por todas partes y corrompen su juicio.
52.— He ahí los ídolos que nosotros llamamos «de la tribu», que tienen su origen o en la regularidad inherente a la esencia del humano espíritu, en sus prejuicios, en su limitado alcance, en su continua inestabilidad, en su comercio con las pasiones, en la imbecilidad de los sentidos; o en el modo de impresión que recibimos de las cosas.
53.— Los «ídolos de la caverna» provienen de la constitución de espíritu y de cuerpo particular de cada uno, y también de la educación y de la costumbre, de las circunstancias.
59.— Los más peligrosos de todos los ídolos son los «del foro», que llegan al espíritu por su alianza con el lenguaje. Los hombres creen que su razón manda en las palabras; pero las palabras ejercen a menudo a su vez una influencia poderosa sobre la inteligencia, lo que hace [a] la filosofía y las ciencias sofisticadas y ociosas.
61.— En cuanto a los «ídolos del teatro», no son innatos en nosotros, ni furtivamente introducidos en el espíritu, sino que son las fábulas de los sistemas y los malos métodos de demostración los que nos los imponen.

Novum organum, trad. Cristóbal Litrán,
Orbis, 1984, pp. 34-38

 

RENÉ DESCARTES (1596-1650)
Y, sin embargo, hace tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, según la cual hay un Dios que todo lo puede, por quien he sido creado tal como soy. Pues bien: ¿quién me asegura que tal Dios no haya procedido de manera que no exista tierra, ni cielo, ni cuerpos extensos, ni figura ni magnitud, ni lugar, pero a la vez, de modo que yo, no obstante, sí tenga la impresión de que todo eso existe tal y como lo veo? Y más aún: así como yo pienso, a veces, que los demás se engañan, hasta en las cosas que creen saber con más certeza, podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres o cuando enumero los lados de un cuadrado, o cuando juzgo de cosas aún más fáciles que éstas, si es que son siquiera imaginables. Es posible que Dios no haya querido que yo sea burlado así, pues se dice de él que es la suprema bondad.

[…]

Así pues, supondré que hay no un verdadero Dios —que es fuente de suprema verdad—, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso [astuto y burlador, en la traducción de García Morente], el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores no son sino ilusiones y ensueños de los que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, sin sangre, sin sentido alguno y creyendo falsamente que tengo todo esto. Permaneceré obstinadamente fijo en este pensamiento, y si, por dicho medio, no me es posible llegar a conocimiento de alguna verdad, al menos está en mi mano suspender el juicio. Por ello tendré sumo cuidado en no dar crédito a ninguna falsedad, y dispondré tan bien mi espíritu contra las malas artes de ese gran engañador que, por muy poderoso que sea, nunca podrá imponerme nada.

Meditaciones metafísicas, trad. Vidal Peña,
Alfaguara, 1977, pp. 19 y 20

2. MEDIODÍA DE LA MODERNIDAD
IMMANUEL KANT (1724-1804)
[…] para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima —salir de apuros por medio de una promesa mentirosa— debiera valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento, o si, por precipitación lo hicieran, me pagarían con la misma moneda; por tanto, mi máxima, tan pronto como se formase ley universal se destruiría a sí misma.