POR JOSÉ MARÍA HERRERA

EL JURAMENTO
El cine nos ha familiarizado con la escena. Juez, fiscal, abogado, testigos… «¿Jura decir toda la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad?». El alguacil, que lleva en sus manos la Biblia, introduce a veces la coletilla «Con la ayuda de Dios», pero se trata manifiestamente de un añadido superfluo, una redundancia: lo que la ceremonia da por supuesto, al margen de cualquier creencia, es la existencia de una verdad por encima de la verdad, una verdad que tarde o temprano acabará imponiéndose y a la que es mejor no faltar porque se arriesga con ello… el alma.

La práctica del juramento, asociada con momentos particularmente graves de la vida —la declaración ante un tribunal, la toma de posesión de un cargo, el compromiso del médico con sus pacientes, el pacto entre contratantes— se remonta a tiempos de los que ignoramos más de lo que sabemos. Desde entonces, ha existido sin interrupción. Nuestra época es la primera de la historia que no la toma demasiado en serio. La confianza en una instancia superior ha menguado con el declive de la religión. Del primitivo ritual por el que alguien apostaba la salvación o condenación eterna a que iba a decir la verdad o a obrar de acuerdo con la palabra dada, apenas queda el hueso. De hecho, ya no se jura, se promete. En vez de arriesgar el alma, solemos limitarnos a poner en juego nuestro buen nombre, y esto, a menudo, bajo condiciones, por imperativo legal o mientras concurran ciertas circunstancias, que es como no prometer nada. El paripé resulta un poco bochornoso, si bien nadie lo discute, quizás porque no sabemos con qué reemplazarlo o porque todos, en el fondo, somos conscientes de que existe una verdad por encima de nuestras verdades particulares.

Al situar la verdad por encima de la palabra dada, reconocemos, por un lado, su trascendencia y, por otro, la desconfianza que nos produce, en general, cualquier discurso. Aunque el lenguaje sirva para describir las cosas que ocurren y uno de los preceptos de la razón, según dijo Kant, sea ser veraces, nuestros intereses personales prevalecen en la mayoría de los casos. A fin de alcanzarlos, los hombres no dudamos, si es preciso, en contar las cosas de otra manera. Claro que ésta no es una característica exclusiva de la especie humana. La mentira, en cualquiera de sus variantes, desde el disimulo a la impostura, es un recurso común a todos los seres que luchan por afirmarse en el devenir. Da igual que esa lucha tenga lugar en el mundo humano o en la naturaleza. Fingir cualidades de las que se carece, disimular carencias, adornar la realidad para que parezca mejor de lo que es, amagar un movimiento en una dirección para después elegir la contraria son operaciones corrientes allí donde hay vida. Quien miente —y engañarse con esto es una necedad— suele hacerlo a conciencia, sabiendo que lo hace, o sea, sabiendo que presenta las cosas como no son, aunque la eficacia de la mentira depende de que no lo parezca, algo de lo que también somos conscientes, tanto como para que en el pasado se amedrentara a los mentirosos con la amenaza del castigo divino.

CONSTELACIONES DE SENTIDO
Si para mentir hay que saber o creer que se sabe la verdad y ocultarla o deformarla intencionadamente, para que haya engaño, es decir, para que la mentira sea efectiva, es indispensable que alguien la tome por verdadera. En la tradición teológica, esta dimensión estuvo siempre supeditada a la primera. Puesto que se contaba de antemano con un juez imparcial, un ser omnisciente que no puede ser engañado, lo esencial de la mentira era la intención del mentiroso. Hoy, privados de esa referencia absoluta, parece igual de importante el fenómeno del engaño, que presupone la existencia de un horizonte compartido entre quien miente y quien es engañado. Dicho horizonte puede ser natural, la lucha por la supervivencia que concierne a todos los seres vivos; o cultural, un terreno en el que las cosas son más complejas porque en él importa tanto la realidad como sus interpretaciones.

Considerando la cuestión por el lado del engaño y no de la voluntad, podría afirmarse que la mentira opera en el campo de las creencias antes que en el de las ideas. Marx lo vio claramente al escribir que la ideología, el conjunto de supuestos que sirven a una clase de hombres alienados para concebir la realidad en la forma en que desean los poderosos, es la mentira por antonomasia. Donde no hay posibilidad de mentira es donde no existe tal horizonte compartido. El intercambio de oro por cristales entre indígenas y castellanos cuando Colón llegó a América, ejemplo clásico del engaño de que son víctimas las culturas «atrasadas» al contactar con las más «avanzadas», fue menos un fraude que una transacción satisfactoria para ambas partes. En cambio, la argucia que inmortalizó a Ulises constituye un engaño en toda regla. Ulises embaucó a los troyanos aprovechando que compartían con él la creencia en los dioses y el papel ritual de las ofrendas. En otro contexto, tras diez años de guerra, un gran caballo de madera abandonado en la playa por el enemigo hubiera sido considerado inevitablemente una trampa. El único troyano suspicaz, Laocoonte —¿quién mejor que un sacerdote para olerse una triquiñuela a costa de la piedad?—, tuvo la mala suerte de ser atacado junto a sus hijos por unas serpientes marinas cuando alertaba del peligro. Para sus compatriotas aquello fue la prueba fehaciente de que estaba equivocado. Había sido castigado a causa de su incapacidad para distinguir una ofrenda sagrada de una acción bélica.

Lo que ocurre con la mentira ocurre con la verdad. Una afirmación es verdadera si lo que decimos en ella concuerda con lo que hay, pero «lo que hay», o sea, la realidad, no es un absoluto independiente de nuestra posición en la historia o en el mundo. Verdadero y falso son términos que adquieren significado dentro de un horizonte dado. Por horizonte hay que entender un límite del que no se tiene conciencia y del que depende la inteligibilidad de lo que sucede en su interior. Las crisis y los momentos de transición, cuando el límite se hace visible y empieza a ser cuestionado, son muy ilustrativos, precisamente, por ese motivo. Recordemos el famoso juicio a Galileo. La cuestión que se planteó en él fue si la Tierra se mueve o permanece quieta, pero el problema de fondo, tan grave como para intervenir el Santo Oficio, era si estas cuestiones deben verificarse contrastándolas con la Biblia o con la naturaleza. Desde la perspectiva de los jueces, el error de Galileo consistió en describir el cosmos sin contar con las Sagradas Escrituras. Su empeño en hallar para sus hipótesis demostraciones lógicas (lógicas en sentido griego, esto es, sustentadas en la realidad), no míticas (basadas en la tradición o la fe), resultaba inaceptable para la Iglesia, pues habría significado renunciar al concepto de revelación sobre el que reposaba su imagen del mundo y al poder hegemónico que ejercía en él. Entre ambas posturas no había ni podía haber término medio. Como dijo Chesterton, aunque con intención distinta a la nuestra: «Nadie abandona mediante razones una creencia a la que no ha llegado mediante razones».

La existencia histórica es siempre existencia en un contexto espiritual. No es igual vivir en una circunstancia que en otra. Idénticos hechos son interpretados de distinta manera. Hoy sería ridículo que un barco evitara ciertas islas por temor a las sirenas; en tiempos de Homero hubiera parecido una medida prudente. La gente creía en ellas como en las ballenas o los elefantes. Esto no quita que el marinero que aseguraba haberlas visto estuviera mintiendo o engañándose. El peso de las creencias puede ser tan fuerte que se imponga a la propia realidad, aunque la realidad, de la que no deberíamos olvidar nunca que forma parte la muerte, acaba asomando por alguna parte y dictando su sentencia inapelable. «Se puede engañar a todo el mundo alguna vez y a algunas personas todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo», dijo Franklin. El mecanismo por el que el marinero griego tomaba en serio los relatos sobre sirenas y otras criaturas fantásticas es el mismo que llevaba al soldado medieval a creer en la intervención de Santiago apóstol en las batallas contra los infieles. Nadie lo había visto y seguro que muchos recelaban de tales fábulas, si bien no estaba en el espíritu de la época cuestionarlas. Si Dios quiso hacerse carne para salvar al hombre del pecado, puede en cualquier momento enviar sus legiones celestiales en auxilio de quienes combaten por él. Hoy asombra la credulidad de nuestros antepasados, aunque la sorpresa que suscita su fe en la existencia de criaturas imaginarias no es, en verdad, muy diferente de la que nos produce la confianza ciega que se ha profesado en el siglo xx a caudillos iluminados («Yo no pienso, Stalin lo hace por mí», ironizaba Koestler cuando la discusión con algún miembro del partido lo conducía a posiciones peligrosas para la salud) y la que provocará posiblemente también en el futuro el apego que todavía sentimos hacia otro tipo de entelequias políticas de las que no hemos conseguido distanciarnos, pese a los avances de la globalización: nación, pueblo, etcétera. Probablemente, bastará con que esta clase de categorías pierdan utilidad social y dejen de ser efectivas para que corran el mismo destino que otras equivalentes antaño tomadas en serio: hidalguía, limpieza de sangre, raza…

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