POR ENRIC BOU
Tengo dos recuerdos que resumen algunas características de la personalidad artística de Carlos Saura. Grabados en la memoria, siempre me han parecido un buen punto de partida para reflexionar sobre el arte de este cineasta e incluso ir más allá. En los primeros minutos de un documental, Retrato de Carlos Saura, éste repasa con atención su imponente colección de cámaras fotográficas. Destacan las que ha inventado, en un ejercicio de reconstrucción al estilo del doctor Frankenstein, dando nueva vida a viejos aparatos que dejaron de funcionar. Gracias a la sabiduría técnica del cineasta, han pasado del cementerio de lo mecánico, el desguace, la chatarrería a un proceso de reparación, y han adquirido, así, nueva vida, funcionalidad. Son aparatos fotográficos que fragmentados y reconstruidos vuelven a ser activos.

El segundo no es uno, sino que son muchos. Se refiere a ese momento mágico en tantas películas de Saura en el que la acción se detiene brevemente y alguien toma una foto de grupo, realizando una instantánea potente que concentra muchos de los sentidos del filme. Véase como ejemplo la instantánea de grupo en La caza, un selfie (o autoscatto) avant la lettre. O la fotografía de los participantes en el matrimonio de Bodas de sangre. O la de familia de Ana y los lobos. En otras ocasiones, como en Cría cuervos o Elisa, vida mía, el visionado de álbumes de fotos de familia introduce otras asociaciones que insinúan conexiones afectivas subterráneas, que atraviesan tiempo y espacio. O en Peppermint frappé, en la que el personaje de Julián, en genial interpretación de José Luis López Vázquez, sirve para un remake parcial de Vértigo: se dedica a recortar fotografías de modelos —vestidas— en un ejercicio de obsesiones que gira entorno a la música pop, las medias rojas, la falda verde, la peluca, la cámara de fotos, Antonio Saura, los museos, el arte contemporáneo. Son fragmentos de anuncios en revistas de moda que contrastan con los recuerdos de infancia que le evocan imágenes de mujeres poco atractivas. Julián recurre a la fotografía como método de posesión de la mujer joven y exótica del amigo de infancia mediante una sesión de fotos. Casi es una cita del asesinato de la novia en Ensayo de un crimen, de Buñuel, precisamente, en la confusión entre disparos, de la pistola y de la cámara fotográfica, cuando sitúa en paralelo el disparo letal con bala y el disparo más inofensivo con el obturador.

Es obvio que la fotografía precede al cine. La foto fija es un instrumento poderoso para concentrar la mirada del espectador en algún momento crucial de la acción. Cuántas películas no están resumidas en una imagen, una frase que a veces luego se nos hace difícil reconocer en el film, sumergida en un río de imágenes que nos arrastra, nos inunda. Hasta cierto punto, este gesto habitual se puede relacionar con los inicios del cineasta Carlos Saura. La primera incursión en el mundo de la imagen fue el intento frustrado de realizar un libro de fotografías sobre la España de posguerra. Sólo se pudo ver hace dos años en la exposición y libro «Carlos Saura, fotógrafo. España, años cincuenta». Declaraba: «Mis imágenes de tema rural eran mi reacción al oficialismo del franquismo». Corroborado por un autoanálisis en versión currículum: «Mi evolución es bastante lógica: de la fotografía fija a la fotografía en movimiento pasando al documentalismo, al cine de ficción, a contar historias donde hace falta más imaginación y trabajar de otra manera».

En una emotiva carta de Carlos Saura a Luis Buñuel, el primero justificaba la importancia que había tenido la fotografía y la asociaba al paso del tiempo, a la destrucción en sus manos:

Nos comemos el tiempo, Luis. Lo devoramos insaciablemente; tan veloz pasa todo que cuando nos damos cuenta ya no estamos aquí. Procuramos sorprender el instante, conservar el recuerdo, una imagen soñada, tránsfuga de no se sabe qué aquelarre…

La frase bíblica que dice que nuestra vida es un relámpago, una centella, un flash, diría un fotógrafo, no deja de ser eminentemente cinematográfica. Un flash y otro flash y otro flash… Y otra pregunta tonta, inútil seguramente: ¿puede ese relámpago de lucidez, que a veces es la vida, transmitirse? ¿Puede la vida, una historia que se cuenta, transmitirse en una síntesis de imágenes vertiginosas que de alguna manera conforman nuestro más completo álbum familiar?

 

En estas frases concentra Saura una notable sabiduría vital, el homenaje a uno de sus maestros y la importancia que tiene la fotografía en su obra, el tiempo reducido a flashes y el reconocimiento de la imposibilidad de transmitir la sabiduría. La mirada del fotógrafo parte de la de documentar, enfocar, parcializar y seleccionar para dar cuenta de una realidad (parcialmente) escondida, que revela y desvela a través de ese momento mágico del paso del ojo del fotógrafo al ojo de la cámara, el objetivo, el clic del obturador, la impresión en el negativo para abrir paso al otro proceso, menos físico y más químico, del revelado, las operaciones necesarias para revelar una imagen fotográfica.

Precisamente, fue Octavio Paz (y su exégeta Pere Gimferrer) quien destacó ese paralelismo entre imagen-imagen e imagen poética, poema e imagen (fotográfica o fílmica), al asociarlas con el instante. Como escribiera Pere Gimferrer en su Dietario (1979-1980):

Como el poema, la fotografía es un arte del instante. ¿O quizá, más bien, un arte de la intemporalidad? Es un arte de retener el instante, de convertirlo en intemporal. Lo vemos bien claro, por ejemplo, en los poemas chinos de la época Tang. Hay un poema que en el silencio, verde de hojas, de un claro del bosque nos habla de la presencia nunca vista de dos monjes, sólo por el sonido leve y conciso que, tras los matojos, indica, de tanto en tanto, que han movido, lentos, una pieza en una partida de ajedrez. También lo vemos en los poemas japoneses: hay un haiku que, por ejemplo, ilumina, cegador, el instante de unas tijeras a punto de cortar un crisantemo.

 

Existe un aspecto de la relación entre fotografía y cine que nos acerca a la literatura, en concreto, a la poesía. Ha dicho Carlos Saura: «Lo que más me impresiona al hacer una fotografía es que la realidad se transforma instantáneamente en pasado. Eso me da terror. Es una reflexión que cualquier fotógrafo se hace de inmediato. Quizá por ello siempre me han fascinado esas fotografías donde hay un grupo completo y una persona —no se sabe bien por qué— aparece movida». Recuerda lo que Pere Gimferrer escribió leyendo a Octavio Paz, cuando deducía: «Fijamos un instante; este instante es el del tránsito del blanco al blanco; en este instante nos vemos a nosotros mismos como sombra o reflejo, ya que lo que vemos es la autoconciencia de nuestro ser propiciada por la suspensión, entre blanco y blanco, de la palabra poética, que es así un pasar en claro, un sacar a la luz lo que somos, apresado al apresar el instante en el poema. Itinerario hacia la claridad: lo claro en blanco». O fijémonos aun en esta asociación entre pintura, poema e instante:

La pintura es un arte del instante; el poema es un arte del instante. Los álamos de Monet, ahora, están en Nueva York. En esta entrada del verano, después de mirarlos un momento, un poeta —Octavio Paz— ha fijado en el verso el momento que Monet fijó en la tela. Palabras, colores, espejismos de lo que se desliza y huye. No: luz quieta de lo que vive en la conciencia, como el recuerdo de la claridad del crepúsculo cuando ya se ha hecho noche.

 

La fotografía ha tenido en Saura una importancia profesional y artística, ligada a un aspecto íntimo, a una verdad, documental y poética. La paradoja inherente a la dificultad de apresar el instante y constatar que ese tiempo, captado en la fotografía, ya nunca volverá.

Según explicó María Zambrano, podemos considerar la revelación como lo sustancial de cualquier indagación sobre literatura y pintura: «Esa revelación, ese lugar privilegiado que se da en la pintura, no sólo depende de los pintores, sino también de la predisposición de quien mira y aporta la revelación sólo a determinadas miradas». En efecto, literatura y pintura, la palabra y la imagen son dos artes hermanas que se acercan y se aúnan, para explotar mutuamente y conseguir un progreso en el conocimiento. El pintor, sin espectador que «lea» o «diga» su cuadro, resta mudo, encerrado en una isla de silencio. Se cumple así, de manera certera, el enunciado de María Zambrano: la pintura nos presenta una revelación privilegiada, que es pluridimensional y efectiva gracias a la intervención de algunos escritores. Con mirada sensible y apasionada éstos aportan su revelación. Los cuadros que hace suyos el escritor o los textos del pintor adquieren una dimensión nueva y se iluminan de manera recíproca en su agudo contraste.

André-Marie Rousseau sugirió un posible rumbo para el estudio de la interrelación entre literatura y arte: «En lugar de apegarse a la idea tradicional de una multiplicidad de sistemas autónomos de creación y comunicación, sensoriales y lingüísticos, casi autocontenidos y que se comunican sólo marginalmente entre ellos, preferimos postular un universo global de signos, apelando tanto a la sensación como a su significado, manifestados por varios medios que se superponen en parte por la forma, el contenido y el propósito». Fue, siguiendo la lección de Rousseau, como Claudio Guillén apuntó un camino muy concreto: «Su propósito [el del estudio comparativo de arte y literatura] no es hallar unas fuentes […] o elucidar unos efectos temáticos, sino iniciar una reflexión general sobre las transformaciones estructurales que se verifican cuando un sistema de representación narrativo-verbal cede el paso a otro sistema de representación que tiende a ser —gracias al uso de planos, vacíos y grupos de figuras— narrativo-pictórico».