Siempre en el marco de esta compleja dialéctica tripartita mundo-conciencia-palabra, ciertas exploraciones temáticas son discernibles desde sus primeros poemarios: la rememoración de la infancia y sus «lugares», la evocación de los encuentros amorosos, la palpabilización de las sensaciones en/de lo corporal, la búsqueda de la re-suscitación de lo vivido; todas ellas, como indiqué hace un momento, sometidas a una lúcida actitud de sospecha respecto a la capacidad presentificadora del lenguaje. El resultado es lo que me gustaría llamar la pasión de una conciencia en vilo que intenta explorar las condiciones de posibilidad necesarias para establecer un diálogo auténtico, por más tenue que sea, con el mundo. Así, su poesía oscila entre la necesidad de recrear las sensaciones, de evocar y representar los paisajes de lo vivido, lo experimentado, lo sentido, y el insobornable reconocimiento de que dicha representación es altamente problemática, cuando no imposible. De allí el doble carácter de su escritura que se debate, en tensión permanente, entre insistir en recuperar lo vivido a través de la palabra y aceptar que es precisamente la palabra la que impide que eso vivido se reactualice ante/en la conciencia. Quiero decir que esta poesía adquiere, por esa tensión fundamental, el doble signo de la sensorialidad y de la reflexión verbal; doble signo paradójico, en este caso, en el que ambos aspectos, lejos de reforzarse mutuamente, se socavan, se deconstruyen.
En sus dos primeros libros puede percibirse la influencia de Saint-John Perse (a quien tradujo en el contexto del grupo Sardio y cuyo libro, Pájaros, traduciría años más tarde) y la de Octavio Paz (a quien dedicará insistentes reflexiones de poética en La máscara, la transparencia). De Perse, Sucre adopta una cierta suntuosidad del lenguaje y el tono celebratorio de la existencia, la infancia y el amor; de Paz, la exploración del erotismo como forma de conocimiento, el deslumbramiento ante la evidencia del mundo y la insistente reflexión sobre el lenguaje. Sin embargo, a pesar de esas deudas, ya desde su primer libro, Mientras suceden los días (1961), se patentizan diferencias no menos importantes. No hay allí vestigios del impulso épico de Perse; tampoco de los desarrollos de Paz que apuntan a una visión de la historia; y la vena celebratoria, tan importante en ambos y presente aquí en tanto pasión y erotismo, se atempera por la insistencia en la condición y la experiencia del exilio. Y, por supuesto, hay escasas huellas en esta poesía de la confianza que Paz exhibe respecto a los poderes nominadores/creadores del lenguaje: «Las palabras: ¡oh, redes vacías» (13), dirá en un poema.
En este su primer libro encontramos ya exploraciones que marcarán toda su poesía posterior, tales como la de la sensorialidad: «y luego ese martirio de la luz devorándose a sí misma» (27) y la rememoración: «no olvido la inocencia de la otra estación» (29). Pero la temática que definirá más marcadamente este libro es la del exilio: «la ciudad austral recogió mis pasos: la ceremonia / de la altivez en la pobreza» (28), dirá en uno de sus textos; concluirá, en otro: «así construí la ciudad donde todo sería la ausencia / el exilio» (27). No obstante, el último texto del libro —como una sonda que anunciara el cierre, para este momento, de su poesía— expone una clara apuesta por el encuentro amoroso, por el erotismo —un tema que, como su posible correlato objetivo, el río, atraviesa toda la escritura de Sucre:
Y digo que nada sucede, que nada
se levanta o derriba,
se apaga o se ilumina
bajo la mirada del hombre,
sin que la amorosa ráfaga del sexo
se desencadene sobre el mundo (56).
Con un lenguaje más propio, aunque aún puedan rastrearse en él las influencias antes mencionadas, La mirada (1970) es una clara puesta en escena de la tensión que describí al comienzo. El título, por supuesto, ya anuncia la exploración de la sensorialidad, pero desde su posicionamiento subjetivo: «la mirada que soy», dirá en uno de los textos. Pero sólo para matizar, unos versos después:
Y lo que digo es cosa de empezar
a decirlo de nuevo.
Sufro la hipnosis, la refracción,
la dilatación
de otra mirada que ya no soy.
Y de este espejismo surge acaso
mi lenguaje, el que nadie
sabe al menos que construyo
con desdén (52).
Este curioso posicionamiento discursivo, en el que, como diría Jorge Guillén, el lenguaje se sabe de entrada «insuficiente», va reforzándose en este libro a través del recurso a vocablos que en cierta forma apuntan al doble carácter de la luminosidad: iluminación y enceguecimiento; efectos éstos que, además, cualifican tanto la experiencia sensorial como la verbal: fulgor, esplendor, resplandor, transparencia, claridad, deslumbramiento, mediodía; vocablos que podrían concentrarse en la experiencia que en el texto se denomina «numen solar». Éstos, sin embargo, conforman el contrapunto necesario a otros vocablos que van tejiendo la trama de una poesía que a la vez se confía a y desconfía de sus poderes verbales: cuerpo, piel, mar, infancia, memoria, inocencia. Así, ambas vertientes, la celebratoria, que se regodea en la sensorialidad, la presencia, la luz y el erotismo, y la restitutiva, que explora los efectos de la memoria, los espacios vividos y la infancia, se problematizan a través del impulso de poner en evidencia el carácter inestablemente verbal de la poesía, esto es, su frágil vinculación con (la verdad de) lo enunciado. Y si en algunos momentos, el poema alcanza casi el tono de un himno:
La luz nos persigue pero sobrevivimos
luce intacto el día
ojo cenital paisaje de tu cuerpo
el mundo es más real
cambiamos las palabras por las cosas
es otro sueño (67).
O:
La tierra nos cubre silenciosos
y ya sólo solos nos contemplamos
con evidencia sin próximos
ni lejanos destellos (76).
En otros momentos irrumpe «la inminencia la lucidez» a matizar los alcances de lo enunciado, como en el poema «La palabra se mira en su único espejo»:
Cree que es la conciencia es
un hilo tortuoso la memoria
se pierde en un territorio sin nostalgia
un párpado se abre el espejo la aurora
cuerpo floreciente del día
otro ayer que ya no es mañana
voy a darte la palabra final delirio silencioso
lenguaje de mil follajes
único árbol en el cielo
cuya copa raya la exhalación el exilio (79-80).
Como las estaciones, se transforman los enunciados y dejan de ser evidencias para convertirse en acercamientos, iluminaciones transitorias:
Sin embargo,
en el árbol también por devorar del lenguaje,
resplandecieron, antes de abatirse —hojas, escamas del
tiempo— nuestras palabras (48).