POR TOM BURNS-MARAÑÓN

Hugh Thomas murió la víspera de la victoria liberal sobre el extremismo en el país que amaba más que ningún otro después del suyo y de España. Sé muy bien cómo hubiera celebrado el triunfo de Emmanuel Macron sobre Marine Le Pen. Hubiera descorchado lo mejor de su bodega y hubiera convidado a sus mil y pico íntimos amigos a brindar por la Francia ilustrada con Vanessa y con él en su amplio y tan acogedor caserón de Ladbroke Grove.

A pesar de la alegría, creo que en este particular festín Hugh estaría diciendo: «Cuidado, porque la antipolítica no ha sido vencida». Seis meses después, en estos días cruciales que vive la España constitucional, necesitamos escucharlo. Hugh nos hablaría de la complejidad y de la fragilidad de la sociedad humana y de sus sistemas políticos. Y nosotros gozaríamos con sus reflexiones sobre el pensamiento liberal. Intentaríamos aprovechar su cosecha intelectual. De esto les quería hablar.

Como historiador, Hugh explicaría que las causas de nuestros tsunamis sociales e institucionales siguen ahí. La historia no termina nunca. En el fondo, lo que le preocupaba era ese afán por simplificar las cosas que nos llevan a afirmar que un determinado problema ha dejado de serlo. Y esto nunca es así. De hecho, toda solución crea un nuevo malaise inconveniente que, generalmente, no es anticipado. Hoy, y desde hace bastante tiempo, el flanco débil de la sociedad occidental es que el pasado ya no se estudia con la atención que merece. No se valora lo que cuenta la historia.

Hugh, como sabemos, nació en 1931 y, como también sabemos, la fecha de nacimiento es un dato fundamental en toda biografía intelectual. Vino al mundo en la entreguerra y perteneció a la generación anterior a la de los baby boomers que nacieron a partir de 1945. Con esta generación de la posguerra el pensamiento desordenado hizo su agosto. Quienes comenzaron a ser adultos hacia finales de la década de los sesenta se salieron de los márgenes, de los amplios márgenes, del canon que la historia se encarga de cuidar. Con esta generación tan consentida, que creció en paz y prosperidad, se quebró esa transmisión de generación a generación, que es lineal, inteligente y placentera, de saberes y de sensibilidades.

La quiebra, el abandono del canon, ocurrió, sobre todo, en una Europa cuya historia Hugh conoció tan bien y cuyo refinamiento tanto admiró. Para remediar en lo posible la ignorancia, en 1979 Hugh publicó en el Reino Unido un erudito y entretenido libro titulado An Unfinished History of the World. Es de los que más me gustan de su extensa obra.

En Estados Unidos y en España aquel intento suyo de comprender los logros y fracasos del pasado y de entender los retos del presente apareció con el título de Una historia del mundo. Supongo que las editoriales pensaban que una tesis que se autoproclama como «inacabada» no vendería. Pero ése, precisamente, es el hilo conductor de una narrativa que arranca con el hombre cazador cuando comenzaba a domesticar animales y a sembrar la tierra, a emplear ritos para enterrar a sus difuntos, a organizar actos devocionales y a ordenarse en comunidades que se reconocían como tal.

Casi seiscientas páginas después, y habiendo desmenuzado la edad de la agricultura, la de la transformación intelectual, la de la Revolución Industrial y el terrorífico antes de ayer de los desastres, las dos guerras mundiales y la tercera que fue la Fría, los campos de concentración y los gulags, Hugh anotó que la «más curiosa innovación» del siglo xx era que gran parte del mundo podía «vivir y morir sin religión».

Su sentencia era deliberadamente provocadora y, consciente de ello, la cualificó. Lo cierto es que en este entorno laico los astrólogos, por ejemplo, viven estupendamente y la idolatría está a la orden del día. Pero Hugh reafirmó la validez de su dictamen y admitió que el juicio lo descolocaba. ¿Cuál es el siguiente paso? Exactamente lo mismo le había inquietado a Alexis de Tocqueville, unos de sus sabios preferidos.

En el siglo anterior, el incisivo paisano de Macron y de Le Pen se preguntaba en su célebre La democracia en América si el hombre podía, a la vez, apoyar la completa independencia de la religión, que fue abolida por la Revolución francesa, y fortalecer una total libertad política. El gran Tocqueville, impresionado por la religiosidad de la joven república americana, pensaba que no: «Si carece de fe, [el hombre] será un sujeto y si va a ser libre, ha de creer». Esto, que suena raro e incorrecto a oídos contemporáneos, lo incorporó Hugh al esquema humanista y liberal-conservador que fue construyendo a lo largo de su vida y que recorre su Unfinished History of the World.

Hugh nos estaría repitiendo hoy que la historia del populismo, de la eclosión del nacionalismo en Europa y de los movimientos antisistema no ha acabado porque Macron haya tomado posesión del Palacio del Elíseo a mediados del mes de mayo. A Macron le aguardan importantes retos a la hora de flexibilizar el mercado laboral en Francia, de equilibrar las cuentas públicas en un país que gasta mucho y mal y, sobre todo, de espolear la integración de Europa.

Hugh diría que las convulsiones continentales seguirán en la cartelera europea mientras no remonte la productividad, no haya empleo para los jóvenes excluidos de trabajos dignos y no se resuelvan los retos de seguridad que plantean los flujos inmigratorios y el terrorismo islámico. Y nos hablaría mucho, y muy bien, de la irracionalidad del independentismo catalán, de ese gran ejemplo de pensamiento desordenado. Otra manera de decirlo es que seguirán las convulsiones mientras no se aprendan las lecciones de la historia.

En medio de tantas tensiones explicables, Hugh aconseja reflexionar en torno al argumento que Tocqueville planteó sobre la fe y la libertad y que él calificó de «moralmente correcto». Desde los tiempos de aquel ilustrado francés, hay numerosos ejemplos de naciones y de pueblos que mantuvieron sus creencias, varias o una dominante, y que siguieron siendo nominalmente «sujetos», y también de sociedades recelosas e incrédulas ante la religión, o la superstición, que pasaron a ser nominalmente libres. Hugh, sin embargo, consideró que la afirmación de Tocqueville era honrada y acertada porque «solamente las sociedades que tienen fe en sí mismas sobreviven y merecen sobrevivir».

En su Una historia inacaba del mundo, Hugh citó con aprobación a otro francés, el filósofo de la historia Raymond Aron, que murió hace unos treinta años: «Aquellos que desearían reanimar el Occidente no pueden permitirse olvidar que la libertad que respetamos en su forma de democracia representativa solamente ha florecido hasta ahora con éxito en las sociedades que en algún momento u otro han sido inspiradas por el valor absoluto que el cristianismo concede al alma».

A los populistas izquierdistas, Hugh les negaba el pan. El capitalismo tendrá sus verrugas, si bien constituyen una desfiguración modesta cuando se las compara con los tumores que provoca el colectivismo. El capitalismo industrial y el imperialismo europeo han tenido sus momentos vergonzosos, pero la leyenda negra está fuera de lugar. El capitalismo, generalmente, engendra la paz y la prosperidad. Hugh abandonó pronto las ideas socialdemócratas que abrazó en su juventud y, ennoblecido por Isabel II en reconocimiento de servicios que prestó a Margaret Thatcher, sería un milord tory, muy romántico, bastante anárquico y algo pijo.

Los populistas nacionalistas le interesaban más. Europeísta a prueba de bomba, tenía sobrada empatía e imaginación para poder entender a los euroescépticos, a sus conciudadanos del brexit y a quienes creen que la globalización les ha «dejado atrás». A ellos se referiría, con notable presciencia, lord Acton, otro de los héroes liberales de Hugh, que fue profesor de Historia en la Universidad de Cambridge, la alma máter de Hugh, a finales del xix.

Según Acton, si se da a elegir a la gente, habiendo explicado pausadamente y de una manera racional, entre poder pertenecer a un «poderoso y rico país que los esclaviza» o a otro que es «pobre, débil y cuenta poco en los asuntos del mundo», la gran mayoría optaría por la libertad que ofrece el segundo. Puede que esto no se perciba con claridad, pero es el debate que no cesa en nuestra era globalizada. Hugh, un hombre libre que recogió la antorcha de Acton, que también lo fue, lo comprendió muy bien. Por ello se lo echa en falta.

La historia no se detuvo cuando cayó el Muro diez años después de escribir Hugh su extenso ensayo sobre el inacabado relato histórico. En esta Europa donde las convulsiones continuarán, nos estaría diciendo hoy que cada generación ha de poner a punto las enseñanzas que recibe de la anterior para que pueda superar con decoro los retos de un nuevo tiempo.

Y acabo. Hugh nos aseguraría que, si lo que se hereda es un pensamiento desordenado, nuestro deber es pulirlo y abrillantarlo con inteligencia y sensibilidad empática. La curiosidad por el pasado y el empeño por entenderlo robustece a la civilización: ésa fue una de las grandes lecciones que aprendí de Hugh.