POR RONALDO MENÉNDEZ
1. EN EL PRINCIPIO FUE EL AGUA

Vivir la insularidad antes que leerla es el sino de todo cubano. Y aunque casi aburre por recurrente la frase de Virgilio Piñera que lo expresa, es tan inevitable como el polvo de la isla: la «maldita circunstancia del agua» te acompaña desde que naces.

En los libros de historia, la insularidad se confabula para que Cuba sea la última de las colonias españolas en el Nuevo Mundo, y es lo primero que aprendes en el colegio. También aprendes que el gran estrecho de la Florida, más estrecho que nunca, ciñe a Cuba para obligarla a cambiar de mano y convertirse en la isla bonita de los Estados Unidos. Ese mismo estrecho que cuando creces se convierte en la promesa de los balseros. Finalmente, acontece la Revolución socialista y la isla vuelve a quedarse ahí, más plantada que flotando, siendo otra vez un último reducto de algo. Insularidad es fatalismo desde el origen de los tiempos en el imaginario cubano.

Con los españoles bastaba que los ferrocarriles cruzaran la delgada isla para poder desplazar sus tropas a cualquier punto caliente, y no había peligro de que libertadores bolivarianos se encabritaran de norte a sur. Porque Cuba, rigurosamente hablando, no tiene norte ni sur. El ámbito isleño, longitudinal y abarcable, facilitaba que el poder lanzara una orden a caballo para que esta orden surcara la isla como un relámpago. Tan veloz y de manera tan efectiva el soldado español se enteraba de lo que tenía que hacer que podemos imaginar la estirpe kafkiana del poder metropolitano a lo largo, que no ancho, de la isla. La parábola del escritor checo que vivió en el espacio de otro imperio, el austrohúngaro, narra la historia de un mensajero al que se le encarga galopar con la noticia de la agonía del emperador hasta los confines del reino. Pero el imperio es tan vasto e inabarcable, tan continental y absoluto, que cuando el jinete supera la primera etapa ya el sucesor del emperador ha envejecido. En el caso cubano ocurre el reverso, el signo contrario de la parábola, y por ello se mantiene kafkiano: una orden militar llegaba a su destino antes de que el café de Valeriano Weyler se enfriara. ¿Cómo emanciparse de un yugo —de cualquier yugo— bajo esta maldita circunstancia de insularidad liliputiense? ¿Cómo imaginar siquiera un lugar-otro, cuando entrar y salir significa superar las fronteras del agua?

«El mar es tiempo que perdemos buscando la otra orilla», escribió el desconocido poeta cubano Oscar Kessel. Pero en Cuba la insularidad también se vive desde un lado más amable. «Noche insular, jardines invisibles», apunta el famoso verso de Lezama Lima. Porque en la isla hay bosques, pero estos bosques, de empequeñecerse, parecen jardines. Sus ríos tienden al hilo de agua, al culebreo grácil del arroyo. Y hasta «las piedras de la isla parece que van a salir volando», según otro verso, este de Dulce María Loynaz. Y si uno atraviesa una selva, sus árboles parecen brócolis. Y esa forma de la isla a la que se le asigna la lenta fisonomía del caimán, en realidad, está más cerca de la lagartija verde y aventurera que sale a tomar el sol, y si uno se acerca desaparece a través de un charco.

Cuando empecé a dibujar letras, que así imaginaba yo que era esto de ser escritor a mis diecisiete años, leí un cuento de Onelio Jorge Cardoso, y fue ahí donde tuve por primera vez un atisbo de una experiencia literaria insular. Y llegó por donde menos lo esperaba, sin grandilocuencia ni entidad metafísica. El cuento narra, a través de la voz de un guajiro, que lo más lindo y lo más grande que podía ocurrirle al país era que todos los cubanos, dicharacheros, aunque disciplinados por una vez en la vida, se fueran sentando en los bordes de la flaca isla hasta llenar todo el perímetro, y entonces cada cual blandiría un remo y se pondría a remar, y así, remando acompasados, iría toda Cuba surcando los mares y atracando en puertos de países ignotos, y hala, que aquí estamos los cubanos que venimos a saludar.

Noche insular, jardines invisibles, ríos que parecen arroyos, bosques de hortalizas y un hormiguero de gente aprovechando toda esa ligereza para remar. Como si todos fuéramos balseros dispuestos a una fuga feliz. Para convertir la isla toda en una piragua itinerante, como esos autobuses de la concordia que inventan los políticos. Pero sin políticos. La fuerza de la parábola venía de su ingenuidad, de esa especie de sabiduría infantil que no se preocupa por los detalles, sino por el bulto y por la finalidad. Lo importante no es que funcione, o sí, pero antes, lo importante es poder imaginar que funcione. Que la literatura de Cardoso recogiera esta forma del ser cubano, de una manera tan directa y clara, me hizo saber que la condición aislada e ingrávida podía convertirse en mil materias de escritura.

 

2. NOCHE DE TALLER, JARDINES INVISIBLES

Entonces empecé a leer y a escribir pensando en la isla como tema, como forma y como circunstancia. Y no tardé en descubrir que éramos muchedumbre. Que todo el mundo, nada más plantar un par de versos antes que el famoso árbol o el hijo, ya estaba pensando en la insularidad. Que los cuentos inéditos de mis compañeros del taller literario del municipio Playa (así se llamaba, muy insularmente) siempre tenían un no sé qué de angustia insular, de saberse atados a algo, de resistencia. Pero también la ínsula era ligereza, carnaval, amores y odios poco duraderos. Y un perder el tiempo como Dios manda.

Nos reuníamos todos los viernes a eso de las siete (en Cuba el horario más preciso siempre es aproximativo, un «a eso de» es condición ineludible y digna), y empezábamos a darle a la matraca. Bastaba atisbar el horizonte de rostros para sentir que aquello era insular. Los había de todas las especies: huraños, incomprendidos, agresivos, introvertidos, autosuficientes, eruditos, parlanchines, psiquiátricos, pelirrojos, cojos, antideportivos, ambidiestros, normales… todo mezclado. Esa primera noche de taller me mantuve callado en un ángulo de la larga mesa donde sesionaba aquella cofradía. ¡Existía gente como yo en la isla! Dios los cría y ellos se juntan. ¿O era la Revolución, con su «eterna sabiduría» y sentido del humanismo, quien nos juntaba? En la Cuba de los ochenta funcionaba una extensa red de las llamadas casas de cultura, una por cada municipio, donde se daba espacio para los creadores aficionados del barrio. Otra faceta de la educación gratuita para el pueblo. Lo único que había que hacer era ir e inscribirse: talleres de teatro, de danza, de artes plásticas. Una isla de tan pequeña escala que con un golpe de prestidigitación podía alfabetizarse y cultivarse a gran escala. Pero lo más sobresaliente de los talleres literarios era que cada uno contaba con un «asesor». O sea, algún compañero experto graduado en Filología se encargaba de aleccionar a los otros, llevar la voz cantante y tener la última palabra. Pero el asesor también tenía la palabra secreta. ¿Y eso qué era? Es sabido que en la Francia de Napoleón el grande hombre —o enano criminal, eso depende— fomentaba las tertulias y conciliábulos literarios, para luego infiltrar allí a sus agentes y mantenerse al tanto del pulso ideológico de los intelectuales. Lo mismo ocurría en la URSS de Lenin y en casi todo lugar donde había sinvergüenzas en el poder. Sinvergüenzas o no, presuntamente bienintencionados con aquello de salvaguardar las conquistas de la Revolución, la Seguridad del Estado cubano también vigilaba aquellas cofradías de escritorcillos, nidos de disidentes en potencia, gente inquieta que leía más de la cuenta. Y el asesor solía ser, además de filólogo, agente encubierto.

Pero esa primera noche quien más admiración despertó en mí fue Raúl Aguiar, que hoy ha publicado más de una decena de libros y es profesor insigne de la única gran escuela de escritura que hay en la isla, llamada, qué coincidencia, Centro Onelio Jorge Cardoso. En aquel entonces se trataba de todo un personaje de fama tallerística: había ganado algunos premiecitos, hecho sus primeras conquistas editoriales en alguna que otra revista, y hablaba tomándose muy en serio el texto de cada cual, siempre citando de pasada y con modestia a algún autor de renombre y repartiendo consejos y críticas que parecían irrefutables. Uno de los presentes leyó un poema contestatario e insular que me pareció magnífico. ¿Por qué? Porque era increíble que alguien usara la metáfora de la isla para decir que todos éramos prisioneros. Con el tiempo este poema incluso llegó a publicarse y a ser censurado simultáneamente, en alguna revista subalterna. Sus primeros versos decían: «Los prisioneros no están viendo la ciudad / se están perdiendo las farolas y los conciertos y es triste». Su autor se llama Ricardo Arrieta, y ha publicado tres o cuatro libros de relatos, ahora vive en Estados Unidos. En aquel entonces era pareja de la escritora medio rusa Verónica Pérez Kónina, que ahora reside en Moscú y trabaja en el Instituto Cervantes de dicha ciudad. Juntos conformaban el prototipo insular de intelectuales jóvenes. Pero no de cualquier pareja intelectual, parecían recién salidos de Mayo del 68 en versión caribeña, y andaban por La Habana con su barricada a cuestas. Arrieta elevaba los ojos por encima de sus gafas de pasta y su voz pausada y grave era capaz de convencer a cualquiera acerca de cualquier cosa, por ejemplo, que la Revolución era buena pero no tan buena. Y le encantaba soltar estas flores delante de todos, haciendo que el asesor informante tomara nota para engrosar sus informes. Verónica era hija de madre rusa con padre cubano, pero su formación de fina sensibilidad y voz leve se la debía a esas escuelas especiales que el gobierno tenía reservadas a los hijos de extranjeros radicados en el país.

El taller era una isla dentro de la isla. Y a pesar de las desavenencias estéticas, todo el mundo se sentía un poco conspirador. Un poco parte de algo pequeño pero grande. En estos talleres de nocturnidad y casi alevosía se fundó lo que enseguida vino a llamarse la generación de los «novísimos» narradores cubanos. Y que han llenado antologías en los cuatro puntos cardinales. El nombre de generación y primera legitimidad se lo debemos al enorme difunto, ensayista, crítico y amigo, Salvador Redonet Cook, que en su antología Los últimos serán los primeros (publicada en España, hace más de veinte años, con dinero de la AECID) establece las líneas estéticas de lo que estaba por venir.

Esa primera noche, en el taller literario del municipio Playa, Ricardo Arrieta me dijo que leyera a Lezama Lima, y a Virgilio Piñera, y a Carpentier, y a Cabrera Infante, que eran los fundadores de un apocalipsis insular. Pero antes (o después) tenía que conocer a Reynaldo Arenas, un escritor prohibido en la isla, y cuyas memorias había publicado Tusquets. Enseguida comprendí que para muchos de mis compañeros de taller, la insularidad y la literatura tenían un factor común: lo contestatario. Y dicho de un modo más universal: la fuga. Pero, ¿por qué había que conocer a Reynaldo Arenas? ¿Acaso era paradigma de algún meollo insular?

 

3. ARENAS EN LA ORILLA DE LA ISLA, Y EN SU CENTRO

Como todo el mundo sabe, Reynaldo Arenas era homosexual desde antes de nacer. Pero cuando nació y salió del campo donde él mismo asegura que creció comiendo tierra (antecedente directo de Remedios «la bella», en Cien años de soledad), le tocó vivir su homosexualidad letrada, juguetona y pansexual en La Habana de los años setenta. La gente de hoy cree entender qué significó aquello, pero invito a leer un párrafo legislativo del Segundo Congreso de Educación y Cultura de La Habana, donde se establece qué había que hacer con gente como Arenas:

 […] no es permisible que por medio de la calidad artística reconocidos homosexuales ganen influencias que incidan en la formación de nuestra juventud. […] como consecuencia de lo anterior se precisa un análisis para determinar cómo debe abordarse la presencia de los homosexuales en distintos organismos del frente cultural. Se sugirió el estudio para la aplicación de las medidas que permitan la ubicación en otros organismos, de aquellos que siendo homosexuales no deben tener relación directa en la formación de nuestra juventud desde una actividad artística o cultural. Que se debe evitar que ostenten una representación artística de nuestro país en el extranjero personas cuya moral no responda al prestigio de nuestra Revolución. Solicitar penas severas para casos de corruptores de menores, depravados reincidentes y elementos antisociales irreductibles.