POR ÁNGELA SEGOVIA

1

Una vena atraviesa la lírica sentimental desde sus orígenes. Me imagino que esa vena hubiera estado bombeando por ella una sustancia que podríamos llamar léxico de la naturaleza. Esa sustancia recorre todo el cuerpo de la lírica, se amontona, se acumula por todas partes. Tal depósito habría ido produciéndose año tras año, siglo tras siglo, libro tras libro. ¿Es posible encontrar un libro de poemas que no contenga en absoluto un gramo de léxico natural? Puede que exista, pero creo que yo no lo conozco.

Agarro un par de pilas al azar de mi estantería de poesía. Miro primero el poeta que más posibilidades tenía de deshacerse del léxico natural, pero incluso Marinetti hace «galopar» a su automóvil «al fondo de los bosques», «suelto, por fin, de tus bridas metálicas». «He aquí que las montañas se aprestan a lanzar/ sobre mi fuga capas de frescor soñoliento…», dice más adelante. Un par de versos extrañamente bucólicos. Pareciera que a Marinetti no le hubiera quedado otra que comparar las máquinas con la naturaleza. ¿Estamos topando con el aspecto más irreductible de nuestra tradición poética?

Si vamos muy atrás, hacia los principios de la lírica, si retrocedemos por ejemplo hasta Safo, encontraremos el botón que late en el centro del jardín de todo este léxico natural, y que no es otro que la rosa. No se puede pasear por la historia de la poesía sin mencionar esta flor. «Puras Gracias de brazos como rosas/ venid aquí, hijas de Zeus». La rosa era la flor consagrada a la diosa Afrodita, la preferida de Safo. A las musas se las conocía con el nombre de «rosas de Pieira». En un poema, Safo le recuerda a su amada todas las cosas bellas que les pasaron. Dice así: «las coronas de rosas tantas/ y violetas también que tú/ junto a mí te ponías después allí,/ las guirnaldas que tú trenzabas/ y que en torno a tu tierno cuello/ enredabas haciendo con flores mil…».

En memoria de Georg Trakl, poeta austriaco que dotó de formas abruptas a la naturaleza.

Es posible que vaya a arrepentirme de esto enseguida, pues es un camino de proyección infinita, pero voy a pensar un rato en las rosas. Esta flor continuó representando el amor en la poesía trovadoresca, que la colocó en el centro de sus símbolos. Seguramente el texto que mejor refleja esto es el Roman de la rose. Un poema extenso escrito por un tal Guillaume de Lorris y datado entre 1225 y 1240. El poema, una especie de manual del amor cortés, presenta las vicisitudes de un joven que inicia su vida amorosa. Este joven recorre un escenario que está formado, dice C.S. Lewis, «por un río, un muro que rodea el jardín, por el jardín mismo y por la rosaleda que queda protegida con el seto». El momento central del recorrido sucede cuando encuentra la rosaleda. «Temiendo que me lo censuraran no me atreví a coger ni una sola rosa… Había capullos pequeños y cerrados, y otros un poco mayores… Estos no eran despreciables: las rosas abiertas se marchitan en un día, mientras que los capullos se mantienen frescos por lo menos dos o tres días. Me quedé embelesado… Elegí un brote bellísimo, y a su lado me parecieron poco los demás». El joven se acerca para tocarlo, pero no se atreve pues teme hacerse daño con los cardos y las afiladas espinas. Entonces hace aparición el dios de Amor, que le ha estado siguiendo todo el camino, y al ver que ha escogido aquel capullo, tensa su arco y dispara una flecha que le entra al joven por un ojo y le llega hasta el corazón. Se desmaya, se despierta, se levanta, intenta arrancarse la flecha sin conseguirlo, vuelve a acercarse al brote del rosal y el dios le dispara de nuevo, le dispara una y otra vez acertando de lleno, cubriéndole de flechas el corazón, hasta que el joven se rinde, completamente enamorado.

Cuando empecé a escribir poesía sentía una cruzada personal contra las rosas, me producían espanto. Prefería los crisantemos, esas flores que se suelen llevar a los cementerios. Ahora me gustan mucho las rosas. ¿Qué pasaría si elimináramos de un plumazo toda la poesía que ha orbitado en torno a una rosa? Habría que quitar infinidad de poemas hermosos. La «Casida de la rosa», de Lorca, por ejemplo. Gran cantidad de poemas de Emily Dickinson. «La rosa» de Borges, las de Shakespeare. «La rosa colorada», de Mistral. Las rosas raras de Darwish. Habría que quitar incluso poemas de Rimbaud, y de Nicanor Parra. Qué extraño pensamiento. Habría que quitar la rosa azul de Novalis, que ya no representa el amor, sino el misterio, habría que quitar la blue rose de David Lynch, a quien ubicaré aquí entre los poetas, si me permiten. Y hasta la rosa blanca de O’Keeffe, que, a su modo, también hizo un poema con sus pinturas de flores.

La rosa de los poemas está desnaturalizada, ya no es una flor apenas. Stein: a rose is a rose is a rose… Cuando pensamos en una rosa, ya no pensamos en un rosal, ni en rosas silvestres, ni en rosaledas. Pensamos en la rosa de los poemas. O en aquella que la jardinería ha cultivado en la forma de rosa ideal, de dimensiones perfectas, de rectitud extrema, sin espinas. Una rosa abstraída.

En realidad, la asociación entre rosa y poesía encontró su punto final en Rilke. Rilke la enterró consigo, y ahora sólo una auténtica resurrección podría devolvérnosla. La historia es de sobra conocida, pero no deja de ser emocionante. Antes de viajar a Toledo por primera vez, Rilke estaba en el palacio del Duino con los príncipes Thurn Und Taxis. Hicieron una ouija, y esa noche Rilke hacía de médium. La propia princesa Maria transcribió el diálogo del poeta con el espíritu de una desconocida, así empezaba:

Rilke: ¿Qué flores te gustaban de las que hay aquí?

Desconocida: Coronas de rosas, coronas de espinas.

Las rosas eran importantes para él, conductoras, junto a la imagen angélica. Las cultivó en el Torreón de Muzot, donde terminó de escribir sus Elegías y los Sonetos a Orfeo. Un día salió a cortar una para regalársela a una amiga que iba a visitarlo, se pinchó con una espina. El brazo se le hinchó y al día siguiente también el otro, a los pocos días murió. Estaba enfermo ya, pero el pinchazo de la rosa le condujo definitivamente a la muerte. Escribió el siguiente epitafio: «Rosa, oh contradicción pura en el deleite/ de ser el sueño de nadie bajo tantos/ párpados». El epitafio de Rilke es también el epitafio de la rosa poética. El gran poema de Rilke sobre la rosa fue matarse con ella, él, que lo único que hizo en la vida fue ser poeta.

En realidad, yo no quería hablar de rosas. Pero la abundancia de esta pequeña flor, el lugar que ha llegado a ocupar, lo que ha llegado a significar para la tradición de la poesía, nos da una pista de la importancia de la confluencia entre lenguaje poético y léxico natural.

2

No hace falta entrar en detalles, todos sabemos que década tras década, y pese a algunos intentos fallidos de remediarlo, hemos ido volviendo la espalda al mundo de la naturaleza. Desde hace tiempo esa palabra resulta un límite infranqueable. Tras ella, apenas sabemos lo que hay. Sin embargo, los poemas que escribimos siguen estando plagados de léxico natural. Creo que hemos conservado ese léxico en nuestros poemas porque la poesía y el lenguaje de la naturaleza hicieron una alianza sanguínea desde el principio, una alianza que casi se escapa a nuestra comprensión, pero que quizás tenga más importancia de la que podríamos pensar. Y, además, ¿no podría ser esta alianza algo así como la custodia fantasmal? ¿La custodia de nuestra propia conexión perdida con la naturaleza viva? Quizás ya no nos hundimos en los bosques misteriosos, pero aún podríamos hundirnos en el misterio de la poesía. Tengo que reconocer que esta hipótesis resulta algo utópica, pero hablaré de eso más adelante.

Luego está Lenz. El frágil Lenz sobre el que escribió Büchner, que acudió a las montañas para curarse de un desamor y que encontró en ellas la restallante locura. Me gusta mucho esta frase del libro de Büchner: «Cuando la gente se acerca tanto a la naturaleza, todo son misterios divinos».

Está muy claro que en Lenz la naturaleza es un ser. Pero no un ser aparte, la naturaleza es el alma y el cuerpo del propio Lenz. Lenz se hace uno con el paisaje, con sus seres y sus sonidos. Al principio aparece Lenz caminando, camina todo el día por la montaña, al anochecer, dice el texto que «se sentía terriblemente aislado… Apenas se atrevía a respirar, sus pisadas retumbaban como truenos bajo él… Un miedo superior a sus fuerzas se apoderó de él en esa nada…, se levantó de un salto y bajó la ladera volando. Había oscurecido, cielo y tierra se fundían en uno. Era como si algo le persiguiera, como si algo horrible quisiera alcanzarle, algo que el hombre no puede soportar, como si la locura a caballo le diera caza». Por la noche, en casa del pastor, Lenz está tan atravesado por la locura que se lanza desde la ventana de su cuarto a un pilón. Sólo el contacto con el agua fría le devuelve la conciencia de sí mismo, le separa del entorno bruscamente, le devuelve sus contornos. Al final del libro, poco antes de ser llevado al manicomio, Lenz le dice al pastor: «¿Es que usted no oye nada, no oye esa voz espeluznante que grita por todo el horizonte y que habitualmente se la conoce por silencio?».

Siempre que releo Lenz me acuerdo mucho de Hölderlin. Hölderlin fue declarado loco en 1806, cuando tenía 36 años. Un carpintero de Tubinga llamado Zimmer le acogió en su casa. Llegó a doblar allí la edad con la que llegó, y en todo ese tiempo apenas recibió visitas. Aparentemente sólo hablaba con la naturaleza. Todos sus poemas de esa época se parecen, son breves, hablan de las estaciones, de los valles, de las montañas, de las plantas. Muchos llevan el mismo título, «La primavera», «El verano», «El otoño», «El invierno». Los firma como Scardanelli, los fecha en una época remota, futura. En ellos celebra la naturaleza. También parece haberse ido fusionando con ella, como Lenz. Pero los poemas de Hölderlin no muestran angustia, sino, por contra, una pasmosa paz de espíritu, una excesiva, sospechosa paz de espíritu. «Es el reposo de la Naturaleza, y el silencio de los campos/ Parece el humano reino del espíritu, y más altas se muestran/ las diferencias, como si la Naturaleza su alta imagen/ mostrase…»; «Muéstrase la Naturaleza, idéntica, los vientos/ son frescos, y de claridad la Naturaleza se corona».

Por supuesto que Hölderlin lleva a pensar en Emily Dickinson. Tuvo desde pequeña una vocación ligada a la botánica. Alimentaba su herbario. Luego, vivió tanto tiempo encerrada en esa casa de Amherst, pero en realidad no vivía en la casa, vivía en Naturaleza. Ella era una flor. Los pájaros, las mariposas, las abejas, las otras flores eran sus amigos.

La Abeja no me tiene miedo.

Conozco a la Mariposa.

La hermosa gente de los Bosques

Me recibe con afecto–

Si me vuelvo a oscurecer me adentro en los terribles paisajes de Trakl. También las estaciones van pasando en ellos, página tras página, aunque sobre todo hay en él un demorarse en el otoño. La naturaleza de Trakl es terrorífica, no tanto por las presencias que la habitan sino por sí misma, sus colores que oscilan hacia el rojo y hacia el negro, hacia el púrpura, el hecho de que todo en ella sea doloroso, confuso y quebradizo.

En el atardecer se oye el chirrido de los murciélagos.

Dos caballos negros saltan en el prado.

El arce rojo susurra

Aparece al caminante la pequeña venta del camino.

El vino nuevo y las nueces saben a gloria.

Gloria: tambalearse ebrio en el bosque crepuscular

A través del negro ramaje suenan campanas dolorosas.

Sobre el rostro gotea rocío.

El caso contrario sería el de Marosa di Giorgio. La naturaleza de Marosa es el paraíso. Resulta misteriosa no por lo que desconocemos de ella, sino por lo que su propia imaginación le sobreimprime. En su mundo, naturaleza, imaginación, infancia y poesía, forman un cuarteto indisoluble, son la misma cosa. Una vez le hicieron a Marosa una entrevista donde le preguntaron qué haría si fuera presidenta. Ella se imaginó el gobierno de las flores. Financiaría la campaña vendiendo flores por la calle, dijo. Pondría jardines de «pensamientos» en todos lados. Marosa di Giorgio llevó al paroxismo esta tesis de que poesía y naturaleza están unidas por un vínculo sanguíneo. Sus textos están desbordados de este léxico, y este léxico, levantado por las maquinaciones de la imaginación, deja atrás la planicie de los recursos literarios, conforma un mundo con volúmenes por donde los lectores desfilamos como presos de un encantamiento. Tal y como sucede en este poema:

Los vegetales de mi casa eran errantes. A la tarde salían los gladiolos, rojos, rosados, blancos, amarillos, color vino, plateados y dorados. Eran cien varas, una de cada color. Pasaban las propiedades vecinas. Los otros hortelanos los veían andar con un poco de odio y de desprecio. Sentían fastidiar por esas flores caminantes.

Imagen de acantilados de la costa chilena con versos de Raúl Zurita.

En la poesía de Gabriela Mistral me parece que es el espíritu del pueblo chileno lo que se encuentra fundido con la naturaleza. Esto se puede ver sobre todo en su Poema de Chile, el libro que le ocupó los últimos veinte años de su vida y que nunca llegó a ver publicado. En el texto, un «niño indio» y un huemul acompañan al espíritu de la poeta en un nebuloso viaje por los paisajes de Chile. Ella reclama para Chile símbolos pequeños, los animales más frágiles, las plantas menos ostentosas. igual que reclama para la poesía las rondas y las nanas, las cancioncillas. Esa forma de asociación entre pueblo y paisaje la retomará después Raúl Zurita. En su obra, es como si el destino o el magma emocional del pueblo chileno, de forma trágica, estuviera determinado por sus paisajes. Luego expone la consanguinidad entre naturaleza y poesía cuando excava un poema en el desierto, o cuando lo dibuja en el cielo, y en su sueño de escribir sobre los acantilados de Chile. No parece bastarle con traer la naturaleza al poema, sino que tiene que llevar el poema a la naturaleza. Al pensar en esto se nos manifiesta algo que ya era posible intuir en este camino que hemos trazado por entre léxicos naturales: no se trata de representar lo natural, la poesía de la que hemos hablado no hace un trabajo fundamentado en la mímesis, es contra aristotélica y además es contra platónica. Esta poesía sucede en comunión con la naturaleza, donde una no está al servicio de la otra, donde se indistingue lo que es lenguaje y lo que es mundo. No se debe tener miedo a decir que se trata de una unión mística.

Me quedaré todavía un rato en la orilla de la poesía chilena. Me he acordado de un poema de Jorge Teillier que solía gustarme mucho y que también habla sobre la confluencia entre poesía y naturaleza:

Cuando yo no era poeta

por broma dije era poeta

aunque no había escrito un solo verso

pero admiraba el sombrero alón del poeta del pueblo.

Una mañana me encontré en la calle con mi vecina.

Me preguntó si yo era poeta.

Ella tenía catorce años.

La primera vez que hablé con ella

llevaba un ramo de ilusiones.

La segunda vez una anémona en el pelo.

La tercera vez un gladiolo entre los labios.

La cuarta vez no llevaba ninguna flor

y le pregunté el significado de eso a las flores de la plaza

que no supieron responderme

ni tampoco mi profesora de botánica.

No sé cómo son las anémonas. Siempre me imagino unas flores de lo más exóticas. Porque cuando pienso en una anémona veo la marina, con sus tentáculos, parecidos a alfombras. Resulta que las anémonas marinas no son plantas sino animales. Hay un lugar quizás donde confluyen la fauna y la flora y puede que ese lugar sean las anémonas. Quizás también haya un lugar donde confluyen el mundo real y el mundo de los poemas y ese lugar sean las anémonas.

3

Se supone que la escritura terminó de separar las palabras de las cosas, que tal vez, en un principio arcano, habían estado unidas. Es como si a medida que pusiéramos el foco en el lenguaje, no sólo este, sino también nosotros mismos nos alejáramos del mundo. Se ha dicho que la poesía podía devolvernos, de algún modo semi mágico, esa unión. No sé. Si acaso eso sea verdad, puede que tenga que ver con el vínculo entre naturaleza y poesía.

Anne Carson localizaba el origen de la lírica en la Grecia antigua. La poesía lírica habría comenzado con un giro de la mirada hacia el interior, en oposición al aspecto comunitario de la épica oral. El nacimiento de la escritura nos habría separado del lenguaje pero nos habría dado la posibilidad de volver la cara hacia nosotros mismos. Ahora se me ocurre que quizás sólo hayamos podido encarar nuestro interior empujándolo hacia la naturaleza, o bien trayendo la naturaleza hacia nosotros. Muy a menudo asociamos aspectos de nuestra emocionalidad o de nuestro temperamento a circunstancias climáticas. La falta de sol nos deprime. El exceso de calor nos quita las ganas de hacer cosas. La lluvia nos mete para dentro. No podemos negar que nos hemos visto reflejados en la naturaleza, que nos hemos explicado a través de ella, y quizás por eso haya quedado unida tan fuertemente a la poesía lírica, con la que también hemos tratado de explicarnos nuestras vidas. Aparece un tercer elemento, entonces, que voy a llamar espiritualidad. Quizás este trío sea el pegamento, es decir sea, perdonen la cursilería, la solución al problema de la separación entre los nombres y las cosas. Pues se trata de una unión sobre otra unión sobre otra unión, un volver atrás, al sueño del magma primigenio, rompiendo casilla tras casilla. De la división entre palabras y cosas a la poesía, de la poesía a la naturaleza, de ahí hacia nosotros mismos, y en el fondo de nosotros mismos, el espíritu del mundo. Es decir, la nada, o bien, el todo, que es lo mismo, donde las palabras y las cosas se hallan diluidas.

Intentaré ensayar una conclusión para este artículo: nos apartamos de la naturaleza a la vez que nos apartamos de nosotros mismos. ¿No es esa la carencia más disparada de nuestro siglo ultratecnocapitalista? Nos aterroriza mirarnos, por tanto, hemos vuelto la espalda a la naturaleza. Y también, por tanto, hemos vuelto la espalda a la poesía. Y otra idea, quizás una disparatada metodología ecologista: entonces, para volver a mirar a la naturaleza, habría que pasar por la poesía. La cuestión sería cómo. Sobre eso no tengo la menor idea. Aunque si tuviera que apostar por algo, apostaría por la técnica de Marosa di Giorgio: una inyección poderosa, asfixiante, y absolutamente enfermiza, de naturaleza imaginada.

Ahora una contraconclusión: A menudo me parece que lo único que sostiene la persistencia de la poesía en el mundo es la extraña fe o la intensa terquedad con la que los poetas siguen aferrándose a ella. Si pienso que somos parecidos a monjas y a frailes me quedo conforme, alguna clase de trabajo invisible estaremos haciendo. Pero también me sigue pareciendo que la poesía está desfondándose en su enésima crisis. ¿Volverá a aparecer algún poeta estremecedoramente heroico como Dickinson o Rimbaud que nos saque de ella? Rimbaud transformó la poesía abandonándola. ¿Qué clase de gesto podría devolvérnosla ahora? ¿Acaso hay que enterrarla definitivamente, espolvorear por encima un puñado de pétalos secos y esconder su cuerpo para que en algún futuro lejano alguien pueda hacer el gesto revolucionario de resucitarla? ¿Y si finalmente, después de tantos siglos, se rompiera el vínculo de sangre entre poesía y naturaleza? ¿Sería realmente malo? ¿Acaso debemos seguir cebando con flores los poemas, mientras la poesía se va secando? ¿Seguir escribiendo en esa senda no sería como cubrir de cera las flores? ¿Y si no necesitamos un regreso sino avanzar hacia delante, hacia lo que nos depare la era tecnológica? Cuando se extingue una forma literaria, también se abre la puerta para un posible nacimiento de otra nueva. ¿El nacimiento de la inteligencia artificial podría acabar con el vuelco interior típico del impulso poético? ¿Qué pasaría si desapareciera la lírica tal y como la conocemos? ¿Quedará el antiguo léxico natural relegado a una especie de arqueología de las plantas y los animales? ¿Nacerá un nuevo género literario? Quizás nos adentremos con él en el reino de los hongos y los microorganismos que ahora la tecnología nos revela, siendo antes una materia tan oculta. Quizás en un futuro ya no haya que leer, sino que sentiremos la escritura microscópica directamente en nuestra sangre, en nuestro sistema nervioso, y se descodificará de un modo alucinante, a todo color, introduciéndonos en una percepción desconocida. Concluiríamos así el mismo sueño fusional que comenzó cuando el lenguaje nos separó de las cosas. ¿Puede ser la tecnología solamente un nuevo camino que, pese a los despistes iniciales, nos conduzca al final hacia esa fusión espiritual en la que felizmente nos diluiremos para siempre?