POR NOEMÍ MONTETES Y JOAN SANTANACH
Mas mi pasión por Ramon Lull es pasión vieja,
perfumada de siglos, de verso y de conseja.
RUBÉN DARÍO, «Epístola a la señora de Lugones»

La primera vez que Darío recala en Mallorca está a punto de cumplir cuarenta años. Se halla «in mezzo del cammin di sua vita».[i] Parece haber logrado todo lo que un hombre en la plenitud de su madurez puede desear. Desde hace dos años es cónsul general de Nicaragua en París. Ha viajado infatigablemente por Europa, América y África. Es un escritor ampliamente distinguido y valorado: los jóvenes –e incluso sus contemporáneos– reconocen en él a un maestro. Aún no lo sabe, pero ya ha publicado las que, según la crítica, habrán de ser sus tres obras poéticas mayores –Azul… (1888), Prosas profanas (1900) y Cantos de vida y esperanza (1905)–, cuya entidad, si por un lado le convierte en la cabeza más visible e indiscutible del movimiento modernista, por el otro le induce a pensar que se halla en un momento clave de su vida. Darío es plenamente consciente tanto de su enorme capacidad lírica como de la magnitud de su obra escrita, pero también sabe que es imprescindible seguir avanzando. Y en ese avanzar su voz se ha ido volviendo en los últimos años más queda, más íntima, en un latir que ha ido virando la mirada hacia adentro.

Así, a finales de 1906 el poeta necesita detenerse, sosegarse, descansar de tantas tensiones mundanas, y escoge Mallorca. Seguramente lo hizo aconsejado por Gabriel Alomar, aunque también podrían haberle influido tanto los posibles comentarios personales de Azorín o de Rusiñol, escritores ilustres invitados por el matrimonio Sureda, como el aura mítica de la isla, de la que sin duda tendría noticia literaria por sus lecturas de la obra de Jovellanos, George Sand o, por qué no, también de Ramon Llull, escritor al que había citado en diversas ocasiones.

Sea como fuere, lo cierto es que Rubén Darío viajó en dos ocasiones a Mallorca, a la que afectuosamente denominara «la isla de oro». Su primera estancia se extendió entre la primera quincena de noviembre de 1906 y marzo de 1907.[ii] La segunda, entre principios de octubre y el 27 de diciembre de 1913 (Cfr. Fernández, 2001). Pese a que sólo en esta última ocasión fue invitado por Joan Sureda, cuando Darío lo conoció en su primer viaje –así como a su mujer, Pilar Muntaner– se produjo entrambos una corriente de mutua simpatía y cercanía espiritual e intelectual que habría de ligarles profundamente el tiempo que el poeta permaneció en la isla, y también los años en los que no lo hizo, a lo largo de los cuales mantuvieron una relación epistolar. Sureda, hombre de vasta cultura, amplia biblioteca y aún más generoso sentido de la hospitalidad, había albergado en el que Darío gustaba denominar su «castillo de Valldemossa» a los visitantes más ilustres que viajaban a Mallorca. Así, antes que el propio Rubén –aunque éste lo hiciera en su segundo viaje, no en el primero–,[iii] se habían alojado en sus habitaciones huéspedes tan insignes como Lord Chamberlain, Maura, Azorín, Unamuno o Rusiñol.[iv]

Cuando llega a Mallorca, ese «cantor» que se ha pasado la vida «errando» de un lugar a otro anda escribiendo las composiciones que configurarán el poemario que acabará titulándose El canto errante, libro que dedicará «A los nuevos poetas de las Españas». No es una dedicatoria baladí. Darío, que había comenzado su carrera escribiendo poemas panamericanos (así «El Porvenir») en defensa de la identidad de los pueblos, al llegar a Barcelona en 1899 simpatizaría con la causa catalana, compartida por obreros y burgueses.[v] Un impulso natural llevaría al poeta –poco antes volcado en defender las razones de los pueblos americanos– a apoyar las del catalán. Ahora bien, unos años más tarde, Darío acabaría proponiendo la unión de todos ellos bajo la tutela de una misma madre patria.

Las razones que le llevaron a este cambio fueron diversas. Para empezar, nadie como un bardo errante necesita el cobijo de una matria en la que guarecerse, y Darío cree que España puede serlo, y ampararlo. Esa España a la que siempre acaba por regresar, con cuyos escritores le ligan lazos cada vez más estrechos, poetas de cuyo ejemplo quiere beber, a la búsqueda de una expresión poética quizá menos brillante, pero más iluminadora, con un peso mayor del pensamiento filosófico y de la hondura espiritual, como aprecia en los versos de sus admirados Ramón del Valle Inclán, Antonio Machado y Miguel de Unamuno.[vi]

Así que en 1906 ese amparo maternal se le ofrece bajo la forma paradisíaca de la isla de Mallorca, adonde viajará para alejarse del «mundanal ruido» que le acosa (desde los asuntos característicos de su trabajo diplomático como cónsul de Nicaragua en París a otros más propios del ambiente social y literario).[vii] Muchos de los poemas que integran El canto errante fueron escritos en Mallorca, como también su famoso y muy extenso prólogo-poética «Dilucidaciones», dividido en seis secciones, de las cuales la última compendia de algún modo todo lo expuesto en las cinco anteriores. No era la primera vez que Darío encabezaba una obra con un prólogo de reflexión metapoética –sin ir más lejos, en Prosas profanas–, pero en esta ocasión el texto es más extenso y más programático. En él advertimos cómo el poeta es consciente de que se encuentra en un momento cenital de su vida y de su obra, de que ésta se está desplazando hacia una lírica más acendrada, filosófica y espiritual, pero no quiere traicionar sus orígenes, profundamente marcados por la música y el ritmo de sus alejandrinos. Y de este modo leemos: «He, sí, cantado aires antiguos; y he querido ir hacia el porvenir, siempre bajo el divino imperio de la música –música de las ideas, música del verbo–» (Darío, 1985, 304). Sin embargo, la insistencia en la preeminencia del pensamiento para la concepción de la escritura lírica es estructural en este nuevo credo poético, en el que también adquiere un papel protagónico la necesaria ligazón entre filosofía, religión y poesía: «Y, ante todo, ¿se trata de una cuestión de formas? No. Se trata, ante todo, de una cuestión de ideas […]. “Los pensamientos e intenciones de un poeta son su estética”, dice un buen escritor […].[viii]  La religión y la filosofía se encuentran con el arte en tales fronteras» (Darío, 1985, 302-304).

Pero será en la parte vi y última de las «Dilucidaciones» donde Darío no sólo insista en lo anteriormente apuntado sino que relacione esta necesaria unidad entre filosofía, religión y poesía con cuanto se está llevando a cabo en España (no en vano, acorde con la dedicatoria inicial del poemario, el «cantor errante» dirige este texto «A los nuevos poetas de las Españas», a modo de consejo, ayuda y guía). La parte vi, así, se abre con unas palabras de Ortega –ya citado con anterioridad– para poco después aludir al «gran Cajal». Y los menciona porque ambos son referentes y faros del pensamiento español dentro y fuera de nuestras fronteras. Más adelante reflexiona de este modo:

«La palabra nace juntamente con la idea, o coexiste con la idea […]. En el principio está la palabra como manifestación de la unidad infinita, pero ya conteniéndola. Et verbum erat Deus. La palabra […] lo contiene todo por la virtud demiúrgica» (Darío 1985: 305).

 

El movimiento modernista es diverso, múltiple y fragmentario, pero en tales momentos Darío desea tender hacia lo Uno, y en esta suprema y compleja contradicción el poeta más heterogéneo y plural trata de atrapar ese sueño sagrado de unidad trascendente. Por la misma razón ha abandonado sus ideales juveniles que reivindicaban la soberanía de los pueblos americanos para abrazar el ideal de la patria española que une y agrupa a todos los pueblos que hablan la misma lengua bajo su amparo. En esa línea debe leerse «Dilucidaciones»: como un manifiesto a favor de la cultura, el arte y el pensamiento que él desea cobijar bajo el manto de lo español. Y por ello proseguirá añadiendo:

«Mal haya la filosofía que viene de Alemania, que viene de Inglaterra o que viene de Francia, si ella viene a quitar, y no a dar. Sepamos que muchas de esas cosas flamantes importadas yacen, entre polillas, en ancianos infolios españoles. […] Se está ahora, editorialmente –en Palma de Mallorca–, desenterrando de sus cenizas a un Lulio. ¿Creéis que este fénix resucitado contenga menos que lo que puede dar la percepción filosófica de hoy cualquiera de los reporters usuales en cátedras periodísticas y más o menos sorbónicas del día?» (Darío, 1985, 306).

 

Darío no desdeña la filosofía europea, pero insiste en que valorar lo extranjero per se por encima de lo patrio es un error. De ahí las menciones primeras a Ortega y a Cajal, y la posterior a Ramon Llull, presentado como máximo referente, único e inmortal, nueva ave fénix capaz de resucitar de sus propias cenizas, y, como ésta, de un valor y belleza superiores a cualquier otra.

No obstante, éste no será el único momento en el que el poeta nicaragüense cite al filósofo medieval a lo largo de El canto errante. Lo hará en dos ocasiones más: en la extensa «Epístola», dedicada a la señora de Leopoldo Lugones, y en la composición que la sigue: «A Rémy de Gourmont».[ix]

El momento en el que Darío cita a Llull en la «Epístola» cierra su quinta parte y en realidad puede dividirse en dos: una primera, compuesta de diecisiete versos, que aparece en todas las ediciones de El canto errante, y una segunda, que reúne diez versos más que suceden a estos diecisiete, los cuales en algunas ocasiones aparecen publicados y en otras, no. Todo depende de la edición de El canto errante que se maneje. En la primera edición del poemario, así como en la mayoría de las ediciones posteriores, no se incluyen dieciocho versos que, repartidos en tres secciones a lo largo del poema (en número de dos, seis y diez, respectivamente), sí figuraban en la primera versión de la «Epístola», aparecida el 7 de enero de 1907 en Los Lunes de El Imparcial (Cfr. Mejía, 1985, lxxix; Darío, 1907, 3). El último grupo de diez versos desaparecidos, que cerraba la quinta parte de la «Epístola», estaba dedicado por entero a Ramon Llull.