POR JOSEFINA DIEGO

 A todos los bibliotecarios «que en este mundo han sido», muy especialmente a los que trabajaron con mis padres en la década de 1960 en la Biblioteca Nacional José Martí.

A la doctora María Teresa Freyre de Andrade.

 

Durante toda mi vida, desde que abrí los ojos a este mundo, me han acompañado los libros de la biblioteca de mi padre. Ahí estamos retratados mis dos hermanos y yo, delante de esos sabios estantes repletos de maravillas, silenciosos testigos de todas nuestras alegrías y tristezas. Siempre he dicho que gran parte de mis conocimientos literarios provienen de la simple contemplación de los lomos de esos libros: «Dickens, Oliver Twist», «Stevenson, Treasure Island». Pero los libros de mi padre no eran para jugar ni para tocarse, según mamá nos había advertido. Nosotros teníamos los nuestros, en nuestro maravilloso clóset de tesoros debajo de la escalera de madera. Ya de mayores los pudimos hojear y disfrutar. Y Rapi, siempre fascinado con las ilustraciones de muchos de ellos. Fueron esos artistas sus primeros maestros: Doré, H. K. Browne, «Phiz», Marie Kirk, Shepard, Tenniel y tantos y tantos otros. No necesitó ir a escuelas, ahí estaban, al alcance de su mano, los grandes dibujantes que en este mundo han sido. En nuestra biblioteca, la de los niños, no faltaba nada: Salgari, Verne, Andersen, los hermanos Grimm, Mark Twain, L. M. Alcott, Stevenson, Dickens. Nosotros teníamos nuestros «ídolos», mis padres, los suyos.

Toda su vida mi padre quiso organizar su biblioteca. Siempre fue un hombre muy metódico y, además, tener sus libros ordenados le ahorraba mucho tiempo pues desde muy joven ya su colección era impresionante y encontrar un título a veces podía convertirse en una empresa titánica. Pero nunca logró terminar, completamente, ese trabajo. Los libros los agrupaba por orden alfabético, según el apellido del autor, los escritos en inglés estaban separados de los escritos en español. El año pasado quise hacerle una especie de regalo de cumpleaños y me dispuse a terminar ese trabajo, tantas veces comenzado. Tardé un año completo. Preparé una hoja de cálculo Excel y decidí los datos que recogería: nombre del autor, título del libro, nombre de la editorial, año de su publicación, lugar de ubicación del libro, estado de conservación y observaciones. En esta última casilla escribí si estaba dedicado, el nombre del traductor, ese tipo de información. Pero no sólo me dediqué a anotar los datos que les acabo de enumerar sino que también, paralelamente a esto, decidí escanear las cubiertas de algunos libros, las dedicatorias y las pegatinas y sellos de todas las casas editoras e imprentas que me iba encontrando. Fue un trabajo muy duro pero, al mismo tiempo, apasionante, pues descubrí libros dedicados por mis padres en su época de novios, dedicatorias preciosas que yo jamás había visto; encontré ejemplares muy raros y antiguos, algunos se remontan al siglo xix. Y aprendí mucho. He dividido este trabajo en varios bloques, para poder brindar una idea, lo más ordenada y clara posible, de algunos de los tesoros de mi padre.

 

LIBRERÍAS E IMPRENTAS: LAS CALLES DE O’REILLY Y OBISPO. LA MODERNA POESÍA, IMPRENTA LA VERÓNICA, TALLERES ÚCAR, GARCÍA Y CÍA, ETCÉTERA. PRIMER ENCUENTRO CON LEZAMA EN LA LIBRERÍA MINERVA Y LA VICTORIA

El tema de las librerías e imprentas requeriría, él solo, un análisis especial. Yo sabía que las calles O’Reilly y Obispo habían sido famosas por la cantidad de librerías e imprentas que se encontraban ubicadas en ellas, pero no tenía idea de que fuesen tantas. Y de que hubiera tantas librerías en La Habana. En algunas se vendían libros en inglés, y mi padre, que era un profundo conocedor del idioma y de las literaturas inglesa y norteamericana, compró la mayor parte de sus libros en inglés en estas librerías, y en los dos viajes que realizó a Estados Unidos en 1946 y 1951, respectivamente. En mi inventario tengo recogidas más de cuarenta librerías e imprentas a lo largo y ancho de toda la ciudad de La Habana: Neptuno, Belascoaín, Compostela, Muralla, San Ignacio, Amargura, San Rafael, Dragones, Reina, el Cerro. Las famosas librerías Minerva, La Victoria, Cervantes y La Moderna Poesía, aparecen en repetidas ocasiones; de la imprenta La Verónica, de Manuel Altolaguirre, ubicada en la calle 23, núm. 409, en El Vedado, conservo tres títulos (uno de ellos, Poemas, de Ángel Gaztelu, 1940), aunque parece ser que, en algún momento, estuvo ubicada en 17 entre J e I. De los Impresores Úcar, García, S.A., donde aparecieron las Ediciones Orígenes, me encontré varios logos diferentes, primero en Teniente Rey 9, después en Teniente Rey 15, hasta 1961, año en que se nacionalizaron las imprentas y pasó a ser la Unidad 1237 de la Imprenta Nacional de Cuba y perdió toda su personalidad. Pienso que en esa dirección debería ponerse una tarja que recordara que allí estuvo, pues fue una imprenta importante, no sólo para las impresiones de los origenistas. Me llamó la atención ver que, en la famosa y elegante tienda El Encanto, había una librería, algo que, me parece, tiene que haber sido muy novedoso en su época. Fue en la librería Minerva que mi madre vio por primera vez a Lezama. Lo conocía, por supuesto, de nombre, pero había habido un problema entre Lezama, Gastón y Cintio, y la amistad entre ellos se había enfriado. Fina, mi madre y mi padre no lo conocían personalmente. Mi madre ese día, que terminó en la librería La Victoria con final feliz, en una entrevista inédita que le hice en 1989:

Un día yo le quería llevar un libro a tu padre al balneario de San Miguel de los Baños, él estaba enfermo y se encontraba pasando una temporada allí. Fui a la librería Minerva que estaba a la entrada de la calle Obispo frente a La Moderna Poesía y le pedí a Pedro, el librero, La mujer pobre, de León Bloy, lo pronuncié «Bloi», para que me entendiera, pero Pedro era sordo y no me oía. En el momento que yo le gritaba, «¡Pedro, León Bloi, Bloi!», entró Lezama en la librería y le dijo: «Pedro, León Bloá». ¡Figúrate! El corazón se me quería salir. Pedro no tenía La mujer pobre y fuimos a La Victoria, que era otra librería que estaba por Obispo. Fuimos caminando, Lezama y yo, conversando. Él sabía perfectamente que yo era Bella García Marruz, pariente de los poetas. Lezama iba diciendo cosas increíbles sobre mí y fue entonces que me dijo: «¡Ay, qué alegría ir contigo, “¡una muchacha hecha Rilke!”». Yo no sabía qué decirle porque, fundamentalmente, lo que yo quería era llevarle la noticia a tu padre. Conversamos mucho, le pregunté muchas cosas para que él me hiciera esos cuentos suyos, se diera gusto hablando, yo quería que fuéramos amigos. En aquella época yo era una «monita sabia», como tú sabes, estaba al día en todo y a Lezama no se le podían decir boberías, era un hombre cultísimo. En La Victoria estaba La mujer pobre y, cuando lo fui a pagar, me dijo: «No, déjeme regalárselo». Se lo acepté y cuando me lo fue a dedicar, le dije: «¡Ay, Lezama!, yo quisiera que usted me lo regalara a mí y a mi hermana, porque a ella le va a dar una alegría muy grande». La dedicatoria dice: «A las hermanas García Marruz, a su distinción y a la gracia exquisita de su temperamento, J. Lezama Lima, marzo de 1946». Le pedí que fuera a casa, que teníamos que vernos, que no había ninguna razón… ¡qué sé yo! Y así fue como se rompió el hielo con Lezama.

 

LIBROS RAROS Y ANTIGUOS. BROWNING (1895), LORD TENNYSON (1876), «A MESSAGE TO GARCÍA», DEDICATORIA DE ALEJO CARPENTIER, ETCÉTERA. EL DISEÑO DE CUBIERTAS: SOBRIAS Y LLAMATIVAS, CON PÓSTERES DE PELÍCULAS: EL TERCER HOMBRE, ETCÉTERA

En toda biblioteca que se respete se deben encontrar libros raros, viejos, curiosos. La mayoría de los libros que componen esta biblioteca pertenecen a las décadas del cuarenta y del cincuenta y, también, por supuesto, a las siguientes. Pero entre los hallazgos, hay libros antiguos, centenarios. Algunos se encuentran en buen estado; otros, la mayoría, ya con los achaques propios de su edad:

The Complete Poetical Works of Browning, editado por la Houghton Mifflin Company, de Boston, Cambridge Edition de la Riverside Press de Cambridge, 1895, en perfecto estado de conservación.

Lord Tennyson, en la misma Cambridge Edition, 1898: Y otra, aún más antigua, The Complete Poetical Works of Alfred Tennyson, 1876.

Aucassin & Nicolette, de 1899, una historia de amor que, según se explica en la portadilla, fue «traducida del francés antiguo por Andrew Lang, llevada a libro por los Roycrofters en la Roycroft Shop que está en East Aurora, New York».

Pero lo más llamativo en este último libro, aparte de ser una bella edición, es que en una de sus páginas interiores está firmado por Elbert Hubbard, escritor estadounidense, dueño de la editorial y fundador del importante movimiento Arts & Crafts de finales del siglo xix en el estado de Nueva York, cerca de Buffalo. Después de la firma de Hubbard, aparece la fecha de 1902. Buscando datos supe que Hubbard había escrito un ensayo titulado «Un mensaje a García», en 1899, y que ese ensayo lo había hecho famoso. «García» es, nada más y nada menos, que Calixto García. Según la información consultada, el ensayo relata brevemente la anécdota del teniente estadounidense Andrew Rowan, que es llamado para entregar, de parte del presidente de los Estados Unidos, McKinley, un mensaje al jefe de los rebeldes cubanos, oculto en la sierra oriental, en el curso de la Guerra de Independencia (1895-1898). Según la versión de Hubbard, Rowan enfrenta un sinfín de dificultades, recorre media isla y, sin ningún tipo de ayuda, encuentra al general Calixto García y le da a conocer el mensaje verbal del presidente McKinley. El libro se convirtió en un verdadero fenómeno editorial, con múltiples reediciones, y se tradujo a diferentes idiomas. Quedó, en la cultura popular estadounidense, como ejemplo de tenacidad, disciplina y valentía. Sin embargo, los hechos no ocurrieron como los narró Hubbard y, aunque Rowan entregó su mensaje, tuvo, todo el tiempo, el respaldo de las tropas mambisas. Este ensayo fue llevado al cine en dos ocasiones, en 1916 y en 1936. La versión de 1936, dirigida por George Marshall, fue producida por la Twentieth Century Fox con los actores John Boles (Rowan), Enrique Acosta (García) y la mítica Barbara StanwyckBarbara Stanwyck. Cómo y por qué llegó este libro firmado por Hubbard a nuestra casa, no lo sé. Pienso que puede haber sido a través de un tío abuelo de mi padre, Benjamín Giberga, traductor y poeta, que vivió en Nueva York a finales del siglo xix.

Y algunos que, simplemente, me llamaron la atención por diferentes razones. En algunos casos por el traductor:

Confucius, traducido por Ezra Pound (1952).

La poesía pura, de Henri Brémond, traducción y texto de solapa de Julio Cortázar (1947).

Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux, traducción de Jorge Luis Borges (1941).

O porque eran primeras ediciones:

Altazor, de Huidobro (1931).

Tala, de Gabriela Mistral (1938).[1]

Grata compañía, de Alfonso Reyes (1948).

El reino de este mundo, dedicada a papá: «Para Eliseo Diego, en débil testimonio de mi sincera admiración por su En la calzada de Jesús del Monte. Afectuosamente, Alejo Carpentier, Caracas, 1949». Pienso que es una dedicatoria muy generosa de Carpentier, pues ya él era un escritor reconocido y de mucho prestigio.

La feria, de Juan José Arreola (1963).

The Man Who Knew Too Much, de Chesterton (1922).

O ediciones raras o con algún significado especial, como una traducción de Rainer María Rilke publicada por Hogarth Press, la imprenta de los Woolf (1936), en los mismísimos albores de la Segunda Guerra Mundial. Cinco años después, en 1941 y con el estruendo de los bombardeos a Londres, Virginia Woolf, una de las grandes escritoras de todos los tiempos, y una de las preferidas de mi padre, decidió quitarse la vida: su muy quebrantado sistema nervioso no pudo con tanta barbarie. Todas sus novelas, su diario, su extensa correspondencia, sus cuentos y ensayos, ocupan un sitio de privilegio en la biblioteca. La edición cubana de Orlando tiene un prólogo de mi padre.