Rosa Arciniega
Vidas de celuloide. La novela de Hollywood
Editorial Espuela de Plata (Grupo Renacimiento)
454 páginas
POR MERCEDES MONMANY

Espléndida escritora que en los años treinta del pasado siglo, nada más debutar, se convirtió en una auténtica estrella de enorme protagonismo a los dos lados del Atlántico, la peruana Rosa Arciniega, nacida en la ciudad de Cabana en 1903 y fallecida en Buenos Aires en 1999, ha sido felizmente recuperada en estos últimos años gracias a la incalculable labor que viene haciendo desde hace tiempo la Editorial Espuela de Plata. Una labor no solo de recuperación sino también de canonización, de reasentamiento de grandes nombres de autoras, en muchos casos olvidadas. Un valioso trabajo que en el caso de la obra de Arciniega ha llevado a cabo, como editora, crítica e investigadora, Inmaculada Lergo, prologuista de las tres novelas hasta ahora publicadas de esta gran autora peruana: Engranajes (1931), Mosko-Strom (1933) y la última y fascinante ahora aparecida Vidas de celuloide. La novela de Hollywood, de 1934.

Rosa Arciniega llegó a España desde Perú a finales de los años veinte. Tras pasar por Barcelona, vivió en Madrid durante unos años trepidantes, los años treinta, de gran agitación, culturalmente hablando, hasta su marcha, que coincidió con el inicio de la Guerra Civil. Incorporada muy pronto a aquel ambiente cultural de enorme efervescencia, Arciniega, novelista, cuentista y prolífica articulista en las más importantes revistas y cabeceras del momento, imparte al mismo tiempo conferencias en el Lyceum Club Femenino y en el Ateneo y forma parte de la mítica tertulia que Ortega y Gasset mantiene en torno a Revista de Occidente. Por otro lado, no deja de recibir premios y reconocimientos, situándose, a pesar de su juventud (cuando publica su primera novela, Engranajes, tiene 28 años) entre los más grandes del momento. Para hacerse a una idea, cuando publica su clamoroso debut literario, inmediatamente es elegido «mejor libro del mes» por un jurado compuesto, entre otros, por Azorín, Pérez de Ayala y Ricardo Baeza. 

Ya fuera de España, y tras publicar durante su estancia en España las novelas citadas, y una más, Jaque-Mate (panorama del siglo XX) de 1931, donde alertaba «contra la subida de los totalitarismos, especialmente del fascismo», como precisará Inmaculada Lergo, Arciniega publicó la colección de cuentos Playa de vidas, en 1940, además de diversas biografías dedicadas a Pizarro, Don Pedro de Valdivia o Lope de Aguirre, entre otros. Al mismo tiempo, su labor periodística jamás se interrumpe en las diversas ciudades americanas donde residió desde su marcha: Lima, Santiago de Chile y Buenos Aires, aunque también aparecerían publicaciones suyas en Texas o California.

Joven moderna y vanguardista comprometida con los problemas de su tiempo, pionera luchadora por los derechos de la mujer y afiliada al Partido Socialista Obrero Español a su llegada a España, en todas las obras de Arciniega, sin llegar a tener un obsesivo ni dominante carácter político, planearía sin cesar una potente crítica y denuncia social. Una crítica dirigida hacia el materialismo exacerbado, la explotación de trabajadores y mujeres y, sobre todo, los atroces desequilibrios sociales de la época, presentes entonces en cualquier país y continente.

Y si en la fantástica distopía Mosko-Strom, de 1933, donde una sociedad angustiosamente alienada vive en la vorágine deshumanizada de una ficticia ciudad llamada Cosmópolis, Arciniega se acercaría a obras como Un mundo feliz de Huxley, aparecida el año anterior, o a la del soviético Zamiatin, Nosotros, de 1924, anticipando todos ellos grandes hitos que marcarían la segunda mitad del siglo XX como 1984 de Orwell, o incluso distopías, en este caso conservadoras, como La rebelión de Atlas de la filósofa rusa-americana Ayn Rand, no es de extrañar que una creadora sensible a los grandes temas y crisis de su tiempo como Arciniega no dejara de pasar por su incisiva e implacable lente analítica la nueva y global avidez, la nueva Quimera del Oro y de la Gloria, instalada en aquel momento en el corazón de la Meca del Cine, Hollywood. Una insaciable máquina devoradora y trituradora que vivía, moría y renacía a diario, de forma despiadada, en los estudios de rodaje, en ultramodernos salones y en fastuosas fiestas babilónicas celebradas por la noche en las lujosas villas de Beverly Hills.

 El Hollywood de los años 20 y 30, junto a sus más oscuros secretos, no dejó de fascinar a los escritores de la época. «La magia del país de las hadas» como lo llamaría con amargura Scott Fitzgerald, uno de aquellos genios de lujo engullidos por tan lucrativa maquinaria, que retrataría aquel mundo para muchos impenetrable en su última obra, publicada póstumamente, El último magnate. Pero no solo serían los escritores y guionistas. Jóvenes de cualquier lugar del planeta se verían rápidamente deslumbrados por la irradiación de aquel nuevo planeta subyugante que encarnaba la modernidad. Solo hay que recordar el entusiasmo de Alberti en su declaración de principios de Carta abierta, de su obra Cal y Canto: «Yo nací-¡respetadme!- con el cine». 

En ese mismo contexto, en una época en que el cine mudo no hacía mucho había dado paso a las películas sonoras (un momento revolucionario que sería retratado de forma inolvidable en nuestros días por Paul Auster en El libro de las ilusiones) es en el que Rosa Arciniega ambienta su excelente y apasionante novela Vidas de celuloide. Es un momento en el que la atracción de los míticos estudios de California, a lo largo y ancho de todo el planeta, entre jóvenes artistas e intérpretes deseosos de triunfar, da forma a los sueños de todos ellos. Ahí llegará Eric Freyer, un joven artista alemán del music hall que ha sobrevivido, como ha podido, junto a su joven compañera, la bailarina Henriette, superando mil penalidades. Un amor puro y desinteresado que no tardará en encontrar su turbio y tentador contrapunto, nada más llegar al «nuevo mundo», en una diva calculadora y fría, Olga D’anti, imagen por excelencia de lo que en aquellos días eran las endiosadas femmes fatales y vampiresas de la pantalla.

Aprovechando una oferta recibida, un día Eric decide «dar el salto» y se dirige a hacer una prueba en los estudios de Hollywood. Escogiendo como héroe y símbolo de otros muchos a este joven talento proveniente del Berlín frenético de los cafés-teatro, en los años previos a la guerra mundial, Arciniega demuestra que es una maestra consumada al mostrar contrastes y choques frontales continuos y vertiginosos. Nada más llegar a la estación, Freyer se tropieza con un ídolo de masas de aquellos días, el francés Adolphe Méjou, y queda impresionado por el poder de seducción que su sola presencia impone entre masas enloquecidas. No sabe aún que nada más rodar su primera película, Risas de Music Hall, él también se verá arrastrado por un súbito y adictivo torbellino que lo catapulta a la fama y que personifica esa «aura irrepetible» de la que hablaba Walter Benjamin: tournées por ciudades en las que es recibido por miles de seguidores enardecidos, reporteros y periódicos que se lo rifan, autógrafos y cartas recibidas, codeándose a cada paso con las grandes estrellas de la pantalla de esos días, hasta hace poco inalcanzables, desde Pola Negri, Greta Garbo, Joan Crawford y Douglas Fairbanks hasta el mismísimo Charlot o su compatriota Marlene Dietrich. 

El ritmo que Arciniega aplica a su vibrante relato es el que requiere un telón de fondo frenético que como una Divina Comedia de la modernidad, se desplaza en apenas un abrir y cerrar de ojos desde cielos y purgatorios cegadores hasta el más estrepitoso descenso a infiernos fulminantes, siempre inesperados. Un guía de ese mundo indescifrable para los recién llegados será el manager Maurice Roger, que acompañará a Freyer en su viaje y que luchará por abrirle los ojos y advertirle de los desengaños. Un viaje por una feria de vanidades, de suspicacias, de celos y tiránicas sumisiones, en la que nada es lo que parece. Roger será su introductor en este paraíso rutilante a dos pasos en cada ocasión de la pesadilla. Una Atenas de esos días, como le dirá a su «pupilo»: «La misma Atenas, patria excelsa de artistas, quedaría hoy maravillada (…) ¡El fósforo cerebral que se consume aquí! ¡La cantidad de imaginaciones en continua pesadilla existentes en Hollywood para llenar cada día!». Una patria de la fantasía en la que todo es posible pero una sola cosa está prohibida: el fracaso.