Paula Vázquez
Las estrellas
Editorial Tránsito
160 páginas
Cuando un libro es como un rayo a toda potencia, no queda otra posibilidad que empezar una crítica con alguna de sus frases demoledoras: «Yo no estoy hecha para mirar hacia otro lado», afirma Paula Vázquez (Pilar, Argentina) en las primeras páginas de Las Estrellas (Tránsito, 2019); un libro vital, aunque lleno de desolación. Esa reflexión recuerda a la que escribió Thomas Bernhard con desasosiego y rebeldía al mismo tiempo: «yo quería ir en la dirección opuesta». Dos —casi— sentencias que a mi modo de ver, constituyen —juntas y por separado— una forma artística de entender el mundo.
Con esa actitud se construye literatura y también se encienden fuegos.
Lo que se vislumbra en Las estrellas es un temor constante y una lucha por abatir, quizá, al mayor binomio enemigo en este mundo: la enfermedad y la muerte. Porque es así; el paso del tiempo nos va enseñando que no hay otro ejército más malvado que el de la muerte, que nos arrastrará a todos por igual. No hay piedad con ella, ni diálogo. El resto de inconvenientes que nos ocurren (malentendidos, decepciones, engaños, envidias, desamores…) durante el transcurso del vivir, se pueden solventar.
La muerte es la otra cara de la moneda. Vivimos y seguimos por ahí, aunque alrededor se mueran amigos y familiares.
Vázquez nos cuenta cómo fue la muerte lenta, a ratos agónica, de su madre y en especial se centra en una cuestión: cómo se sobrevive siendo hija ante la noticia de que tu madre, la que te dio vida, seguramente fallezca atravesada por un tumor cancerígeno en el pecho. Y de cómo la muerte de la madre acaba siendo la muerte de la hija: «Hablo de la muerte propia pero, también y sobre todo, de que se nos muera la madre. Porque la madre siempre se nos muere, es una muerte que se inscribe en la propia existencia a la vez que pone fin a la vida de esa mujer que es más allá de su rol materno».
Del papel de la madre como impulsora de la hija, de esa unión quebrada y total, que conforman una madre e hija, se compone Las estrellas. Hasta dónde puedes llegar para que no se muera tu madre. Vázquez nos habla de estrategias, de búsquedas exhaustivas para encontrar un remedio y de lo difícil que es aceptar ese acontecimiento: «Mi naturaleza me lleva a buscar motivos, respuestas, a golpear y golpear sobre un mismo tema, hacer girar el objeto, darle la vuelta, para ver si soy capaz de hacer aparecer alguna clase de verdad. Necesitaba una explicación que pudiera dar cuenta de la enfermedad de mi mamá (..)» y gracias (o por desgracia, más bien) a esa horrible situación, emprende viajes, lo que convierte a la novela en una especie de road movie con el duelo a cuestas, con un amor que se va fraguando al mismo ritmo que ocurre la tragedia («¿Es posible contar una historia de amor mientras se escribe la vida, la enfermedad y la muerte de la madre?») y con preguntas que la narradora lanza al aire acerca del cuerpo femenino, de la vida en la cocina de las mujeres, sin dejar de espesar ese alboroto, la textura de sus páginas, con la condensación de la ansiedad y el sufrimiento. Así las cosas, viajamos a La Habana, donde la narradora pone toda su esperanza en un potingue recomendado, una posible curación para su madre, aunque extravagante, que solo se puede encontrar en esos lares: veneno de escorpión azul. Y viaja con él y trata de mantenerlo a la temperatura correcta. Viajar con un veneno extraño, hablar sola («escribir ya no alcanza», «como si para pensar en ese momento — la muerte de la madre— resultara necesario inaugurar un género nuevo: una suerte de oralidad solitaria») o hacerse, de pronto, completamente religiosa, son varios de los impulsos que inundan al personaje en mitad de esa marabunta de salidas, llegadas, aviones, coches, trenes y camas diferentes en las que duerme la protagonista durante el proceso degenerativo de su madre.
En concreto, hay una frase entre párrafos y párrafos sobre el misterio del cáncer, la pérdida y la ambigüedad hacia esa enfermedad mortal, que resume el estado de desorientación de la protagonista: «Lo importante es que necesito amor y estoy sola». Amor de madre, de ese que solo hay uno y una sola vez en la vida, porque otro tipo de amores le van llegando, pero no es el mismo amor.
Nunca será el mismo. No se repetirá más.
En cuanto al lenguaje y al estilo, la novela de Vázquez se desliza entre dos cauces: lo lírico y lo simbólico. Hay un momento en Las estrellas el que se habla de una ciudad derruida por un terremoto y de su posible reconstrucción y todo ello nos remite al cuerpo de la madre. A la extirpación, las cicactrices, los trozos de cuerpo enfermos y nos da una pista de que no todo va a salir bien: la ciudad es bella, con sus grietas y su aspecto decadente, con lo cual, o seguirá siendo ese tipo de ciudad dañada o no podrá volver a su estado inicial. Pues así es el desastre, queda como una marca de nacimiento o tatuaje. A los humanos nos pasa como a las ciudades: llevamos la ruina y los grafittis pegados a la piel.
Dentro de la novela hay poemas y hasta un cuento integrado, que no desestructuran la historia en absoluto, casi diría que la elevan y le dan ese carácter fragmentario que necesita un duelo con tanto extrañamiento y magnitud.
En Las estrellas también hay nostalgia. Hay recuerdos desperdigados de la protagonista junto a su madre, momentos y situaciones, que le hacen preguntarse si realmente la conocía bien del todo y apunta unos datos maravillosos que recuerdan, bastante, a la estructura de dos libros sensacionales y únicos: Me acuerdo, de Joe Brainard y Autorretrato, de Edouard Levé. Una muestra de lo que queda en su memoria acerca de su madre, es lo siguiente: «Cuando mamá iba al mar, nunca se metía en el mar» / «Cuando se casó, mamá dejó de tocar la guitarra» / «Mamá iba a la escuela primaria en balsa. Cuando no habían hecho la tarea, sus compañeros decían que el cuaderno se les había caído al río» / «Mamá tenía la boca para adentro» / «Mamá me dijo me muero».
Estos destellos fugaces, oníricos y algo narcolépticos, lo que remiten es a un ejercicio de filosofía de la memoria, que me atrevo a destacar como uno de los hallazgos más solventes de Las estrellas: la apertura a la pregunta y ese elogio al no saber y el ímpetu necesario, a pesar del cansancio y las secuelas de la tristeza, de la protagonista que se atreve a recorrer lugares, cuerpos, habitaciones, penumbras hasta conseguir que le asalten pequeñas bombillas en la cabeza («la luz empuja las cosas») sobre su madre y su relación con ella. Una heroína al estilo Indiana Jones, pero con mucho más peso y sentimiento.
Leer Las estrellas es una experiencia que supera al testimonio. Un libro salpicado de brujería, entre constelaciones, paraísos perdidos y veneno exótico.