Ezequiel Pérez
Mandarino
Eterna Cadencia
144 páginas
POR SERGIO GALARZA

La nueva novela de Ezequiel Pérez ha sido celebrada en casi todos los suplementos literarios. Los críticos han resaltado el rescate del género de las crónicas de Indias y la creación de un nuevo lenguaje, que no es otra cosa que la oralidad de unos personajes mal hablados de acuerdo a las normas actuales, en un universo editorial donde predomina una escritura homogénea, o sea carente de estilo. Por ello, no es gratuito preguntar: ¿no son acaso las voces y sus quiebres lingüísticos las que imprimen personalidad a un texto, antes que la técnica y sus variantes? ¿Se celebra esta publicación sólo por su propuesta novedosa?

Mandarino, el Cronista Mayor del Desamparo y Cartógrafo de una Sola Línea, es el personaje principal y guía de los lectores en un mundo que parece estar reservado para los reporteros. No es fácil seguir la corriente por la que navega por el río Paraná tratando de escapar del hambre. La misión que comparte con su pueblo es encontrar un lugar nuevo que los provea de bienestar, una historia que resulta tan actual como la miseria y su principal consecuencia: el éxodo. El uso de pronombres seguidos de un posesivo es lo primero que llama la atención en la sintaxis del discurso. Esa sensación de pertenencia continua remarca la orfandad hacia la que se dirigen los personajes. En sus palabras el desarraigo es inevitable pero no nace ninguna lástima, la pena no busca consuelo, es una fuerza contra la que se lucha desde el pasado. La historia está estructurada con capítulos cortos, casi como mensajes en una botella y señales de humo. Son apenas viñetas que captan una parte de un espíritu común, un instante de reflexión más que un hecho trascendental. La memoria y el presente se conjugan en el discurso. Son un pueblo que existe por el recuerdo y la esperanza. A través de Mandarino hablan además el Abuelo, el tío Laucha, su capitana la Mansa. Cada uno posee su propia sabiduría que parece que alimenta a otra Gran Sabiduría.

Esta novela es una forma de poner en valor lo ancestral, un reclamo frente a la modernidad, contraponiendo lo original versus los artificios de la cultura actual. Quien logre subirse a la embarcación de Mandarino disfrutará de una aventura sensorial como pocas veces ofrece la literatura. Lo poético aquí es el resultado de una gama de colores que están en el agua, en las piedras, en todas las formas de vida que crecen a lo largo de su recorrido y en los restos de la muerte. Un ejemplo: «Quisiera poder explicar la primera navegación de las sangres al comienzo del día; lo único que me sale es este vapor dentre los mis dedos, aquesta fogata que agoniza en las mis manos. Y tan lentamente se arremanga la Mansa que ni siquiera nos enteramos en qué momento el cielo deja su suave tono frutado para estallar en un topacio» (pag. 61).

Por la trama podríamos estar leyendo una novela de acción, pero Pérez es un salmón literario. Aquí prevalece la quietud de forma paradójica cuando hay un pueblo que se dirige hacia lo desconocido. Saben lo que buscan pero no lo que encontrarán. Antes que Conrad la narración nos remite a su intérprete Coppola y al Herzog de Fitzcarraldo. «Una vez el Abuelo me dijo que las antípodas no estaban en los nuestros pies sino arriba de las nuestras cabezas. Levanto la mirada como el arroyo que busca remontar su cauce, y veo que aqueste cielo de piel escura se ha llenado de unas salpicaduras lechosas que pintan formas y dibujos exagerados, demasiado parecidos a lo real como para ser ciertos» (pag. 117). Hasta podría citar el Pez Grande de Tim Burton por el tono que se va metiendo en los huesos como la humedad. Mandarino es entrañable. Su expedición podría ser sólo eso y bastaría. Con esta novela uno recupera el placer de retorcer el lenguaje y explorar una forma poco visitada para narrar. La extensión de la novela es precisa, no busca convertirse en un tratado de erudición. Es una huella distinta que nos hará preguntarnos qué otros caminos hemos olvidado en la literatura.