«La necesidad de no encasillarme, de nunca dar lo que se me pide, algo de impunidad, también, de ese cóctel salen mis textos»Por Cristian Crusat

Fotografía de Rosana Schoijett

Nacida en Buenos Aires, María Gainza se dio a conocer en el periodismo cultural gracias a sus trabajos para The New York Times, ArtNews, Artforum o el suplemento «Radar» del diario Página/12. Muy pronto sus textos sobre arte se distinguieron por una acertadísima combinación de referencias literarias o cinematográficas, así como por un lenguaje sencillo y tenso, siempre alerta en virtud de su capacidad de síntesis, a menudo trufado de máximas sentenciosas o conatos aforísticos. Textos elegidos (2011) fue el primer libro publicado por esta autora, una compilación de ensayos sobre arte reeditados luego con el título de Una vida crítica (2020). La prosa clara, precisa y por momentos nerviosa de María Gainza galvanizó los episodios de una de las obras más logradas de los últimos años en el ámbito de la escritura biográfica: El nervio óptico (2014). La novela La luz negra (2018) ratificó el singular talento narrativo de la autora, que se alzó con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2019. Tras la publicación en 2021 del poemario Un imperio por otro, acaba de aparecer Un puñado de flechas, un conjunto que, amalgamando ensayo, narración y fábula cotidiana, vuelve a orbitar en torno a la creación, la pasión coleccionista o el mundo del arte.


Puede decirse que en tus textos de crítica de arte forjaste una praxis y un estilo. Si aceptamos que el ejercicio crítico es un diálogo en busca de intimidad –con un texto literario, con una obra pictórica o plástica–, ¿qué clase de intimidad tratabas de establecer con las obras sobre las que empezaste a escribir en 2003?

Había intimidad pero sobre todo había complicidad. Mi ejercicio crítico intentaba decirle al lector por lo bajo: ¿vos ves lo mismo que veo yo? Podría inventar ahora algún tipo de proyecto literario para eso que llamas «una praxis y un estilo» pero sería faltar a la verdad. Fue intuitivo. Solo que mi intuición estaba sostenida por una idea muy simple: acercar a los lectores a las obras, hablarles en un lenguaje sencillo, limpiar el canal que yo sentía tapado por la maleza crítica que lo único que lograba era alejar al espectador promedio. La persona común siempre fue mi lector ideal. No escribo para el intelectual. No me gusta el ghetto del arte (que en mi cabeza funciona como una abstracción, casi como un enemigo a combatir). Me veo como una cazafantasmas que entra al museo a luchar contra la secta que se reúne en círculo a hablar el lenguaje del demonio, es decir: la jerga hermética del texto sobre arte.

A veces me preocupa de mis textos atributos que son propios de la plástica: la textura, la luminosidad, los llenos, los vacíos. A los textos sobre arte solía pensarlos como el dibujo que trazaría una bola en un juego de billar donde la bola debía golpear a la roja, pegar en tres bandas y luego golpear a la amarilla. Ese era el movimiento lento entre ideas y ráfagas de sensibilidad que yo buscaba al escribir. Con estos métodos muy poco ortodoxos aprendí a traducir objetos mudos a palabras. No sé si es un método que podría pasarle a alguien, pero a mí me dio un oficio y una herramienta para investigarme a mí misma. Para explorar lo que Emily Dickinson llamó: «nuestro yo detrás del yo, escondido».

Fotografía de Rosana Schoijett

En 2011 publicaste tu primer libro: Textos elegidos, una compilación de ensayos sobre arte que más tarde se reeditó con el título de Una vida crítica (2020), volumen que suma tres textos a la primera versión, además de un posfacio. Ahí señalas que siempre te guiaste por una premisa esencial: «desde el primer texto me di cuenta de que tenía que encontrar circuitos neuronales alternativos para escribir sobre arte». ¿De qué naturaleza eran esos circuitos y cómo marcaron tu escritura posterior?

Por circuitos neuronales me refiero a conexiones nuevas. Lo que yo leía como texto standard de crítica de arte solía encontrar sus referencias dentro de la historia del arte, buscaba relaciones de parentesco en esa cantera y no se salía de ahí. Pero lo que a mí me pasaba frente a una obra, lo que me sucedía a nivel neurológico te diría, es que las conexiones se me disparaban en una especie de sinestesia que me llevaba asociaciones extramuros: miraba un cuadro y lo relacionaba con una película o con un cuento o con una música o con mi desayuno de esa mañana. Así como un río no viene de una sola fuente sino que tiene varios tributarios, la impresión general de una obra está hecha de miles de pequeños datos, sensaciones, conocimientos, recuerdos. No se puede escribir sobre arte sin mirar alrededor 360. Fatigar la escalera entre la alta y la baja cultura sin instalarse en ningún extremo. Nietzsche decía algo como que no había que quedarse en las tierras bajas ni subir al cielo, «el mundo es mejor cuando se lo contempla a una altura media». Siento que efectivamente el mundo cultural es una gran feria de garaje donde todos los objetos circulan entre sí sin jerarquías ni compartimentos estancos y el candelabro de plata Odiot convive al lado de la tabla de planchar. A veces tenía la sensación de estar frente al stand de los patitos en una feria de pueblo. Le apuntaba al pato, pero nunca le daba en el blanco pero era ese blanco el que al final me terminaba pareciendo más interesante que el objetivo en sí.

En 2014 apareció El nervio óptico. Sus once capítulos tienen en común que alguna obra de arte acaba entreverada con una anécdota o peripecia vital de la narradora. De este modo, la narración queda codificada por la presencia de la obra artística o por un episodio biográfico del creador de esa obra. ¿A qué criterios respondía la elección de las obras que ibas integrando en cada relato?

En principio quise hacer una guía de museos con el capricho como principio integrador. Una guía caprichosa. Sentía que los textos de sala en los museos eran letra muerta, que estaban escritos sin ningún impulso y yo quería devolverles la savia vital. Lo reactivo ha sido siempre mi combustible, combustible que puede provenir de un carácter inmaduro o snob, pero que sirve para alejarse de los lugares comunes. La idea de que «si todos miran esa obra, yo voy a mirar otra», suele guiar mis elecciones. Quizás el criterio que mayor peso tuvo sobre la elección fue la idea de que fueran obras accesibles a todo público. Era imperioso que la obra formara parte de la colección permanente de un museo. Si un museo tenía en su acervo una pintura que me gustaba mucho pero que no exhibía, yo la tachaba de mi lista. Claro que nunca podré asegurar que todas las obras que elegí vayan a estar por los siglos colgadas en los museos, las colecciones permanentes también cambian, pero fingí demencia sobre ese detalle porque si no, no hubiera podido acotar mi libro a once obras. Inventarme límites me resultó útil a la hora de escribir.

¿Y cómo cristalizó esta modalidad narrativa entre el ensayo, el cuento, la crónica y la biografía?, ¿cuándo empezó la voz de la figura crítica a ser desplazada por la de la narradora de El nervio óptico?

Tardé tres años en escribir el libro y recién hacia el año y medio empecé a entender cómo lo iba a hacer. En su origen, el libro pretendía ser una guía escrita en una primera persona un poco gris, de perfil bajo y voz susurrante. Del origen, como verás, quedó poco. La voz de la narradora empezó a ganar terreno, se envalentonó y avanzó desquiciada sobre las obras. La voz fue como la argamasa que permitió unir todo. Voz que nunca había podido explorar porque venía del periodismo, donde la primera persona estaba vedada. Pero a la vez yo sentía su llamado. Había visto de joven una película que se llama Laura (de Preminger) donde Waldo Lydecker es un crítico despótico que escribe sus artículos en la bañadera. Yo adoraba a Waldo porque me causaba gracia su egotismo y porque intuía que estaba un poco roto, pero además y esto es clave, me atraía su voz. La película empieza con la voz en off de Waldo: «Nunca olvidaré aquel fin de semana en que Laura murió». En algún momento, bastante temprano, se me apareció en mi mente la idea del crítico como narrador. Y ya sabemos que esas imágenes que cargamos de jóvenes son medulares: unos años después respondemos a ellas por emulación o diferenciación.

En «El encanto de las ruinas», el tercer texto de El nervio óptico, aparece una referencia a Marcel Schwob que reviste gran importancia a la hora de encuadrar tu libro en una determinada corriente de la escritura biográfica. ¿De qué modo dialoga El nervio óptico con toda esta tradición de «vidas»?

No había leído a Schwob cuando empecé El nervio óptico. Pero un día, ya a mitad del libro, lo encontré en una librería de viejo y me deslumbró su método. Los protagonistas podían ser reales, los hechos no necesariamente comprobables, que era algo que yo ya venía haciendo, pero sin convicción. Es decir, Schwob fue un mentor que se me apareció tarde cuando yo batallaba y sentía el tironeo entre los hechos y la fantasía, entre el cemento y el arcoíris, sin saber dónde ubicarme. Me hizo entender que no era una batalla sino un vaivén.

A veces me preocupa de mis textos atributos que son propios de la plástica: la textura, la luminosidad, los llenos, los vacíos. A los textos sobre arte solía pensarlos como el dibujo que trazaría una bola en un juego de billar donde la bola debía golpear a la roja, pegar en tres bandas y luego golpear a la amarilla. Ese era el movimiento lento entre ideas y ráfagas de sensibilidad que yo buscaba al escribir

¿Se escribe (una biografía) para contar otra cosa o, por el contrario, resulta inevitable insinuar una biografía?

Yo creo que una tiene control sobre las cosas que se cuelan en la escritura, una insinúa lo que desea. Soy muy celosa de mi intimidad y aún así nunca sentí que la estaba exponiendo en el libro, quizás porque para mí El nervio óptico da una falsa sensación biográfica. La voz genera una inmediata cercanía pero eso no quiere decir que lo que te esté contando haya sucedido. El método de Schwob opera también para la narradora. Es decir, yo soy así, pero no soy esa. Mi estilo habla más de mí que cualquier anécdota biográfica. Mi mirada, mi ritmo, mis oraciones, mis errores sobre todo: lo que emparcho, lo que muestro, lo que escondo, esa soy yo. Eso es lo autobiográfico, una manera de ser sobre la página, no un dato puro y duro.

Entre las obras referidas en El nervio óptico destacan las de una época de la pintura francesa (Cézanne, Courbet, el aduanero Rousseau o Toulouse-Lautrec). Sin embargo, tu estilo remite a una clara veta anglosajona. ¿En qué medida tu forma de usar las citas, matizar ideas irónicamente o esbozar apuntes aforísticos se vincula a ella?

No es orgullo ni desdén, simplemente es lo que me pasó: fui a un colegio inglés y mis lecturas de infancia y adolescencia fueron en su mayoría anglo. Le debo casi todo a esa literatura. Empecé a leer autores argentinos y latinoamericanos al salir del colegio y esto lo digo con resignación: aunque intenté ponerme al día con voracidad nunca dejé de sentir la matriz de la tradición anglo.

La luz negra (2018), tu siguiente novela, se disfraza de proyecto de escritura biográfica abandonado, en este caso de la Negra. No obstante, la renuncia a escribir una biografía sugiere otra idea: la de que, como dijo Patricio Fontana, «la mejor relación que se puede tener con una vida no es conocerla acabada y exhaustivamente, sino apenas intuirla, sospecharla, atisbarla a la distancia». ¿Estás de acuerdo?, ¿es la novela el género que dice lo que la biografía a veces no se atreve a decir?

La biografía, la más académica, llega un momento donde sofoca al biografiado bajo el peso de su propia investigación. La novela es, sin duda, más efectiva a la hora de acercarse a algún tipo de honestidad. Pero donde más aprendí sobre biografías fue en el cine, mirando documentales, en especial los de Werner Herzog. Él me mostró cómo los límites podían ser difusos, cómo se podía contar la vida de alguien (La Soufrière) o de algo (La cueva de los sueños olvidados) sin borrarse de la escena. Su película El diamante blanco, que es del 2004, fue una influencia mayúscula en mi escritura. Entendí que no debía buscar ser la mosca en la pared que todo lo ve, todo lo escucha mientras ella permanece escondida, podía ser más bien una narradora que participa. Usar a favor el montaje, tomar una posición activa en la narración, eso lo saqué de Herzog. De él no solo admiro su filmografía y sus libros, sino también su resistencia física y su coraje. Mientras Herzog se va a filmar a la Antártida, yo me pego al radiador de mi casa. No perseguir a la persona, sino, más bien, la estela que esa persona dejó, eso creo haberlo aprendido en Herzog.

Solías definirte como una «crítica de arte dudosa». Y en La luz negra se abordan los vínculos entre el arte auténtico y el falsificado. Sin embargo, bajo el señuelo de esas sospechas, de esas presuntas falsificaciones, parece latir tu verdadera labor, refractaria a las servidumbres de la especialización y la profesionalización. ¿Sigues viéndote del mismo modo?

A veces creo que es un resto adolescente que no maduró. Como el timo que me descubrieron hace unos años y que los médicos me explicaron que era un órgano que suele desaparecer a medida que una se hace adulta. Pero mi timo se negaba a desaparecer y hubo que extirparlo. Yo lo tomé como la explicación a mi carácter inmaduro. La necesidad de no encasillarme, de nunca dar lo que se me pide, algo de impunidad, también, de ese cóctel salen mis textos. De todas formas, me sacaron el timo y sigo siendo refractaria a la profesionalización. No soporto la solemnidad y mucho menos el aburrimiento: parezco el duque de Lauraguais, que pidió autorización para perseguir como a criminales a las personas aburridas.

En 2021 publicaste Un imperio por otro, un poemario en el que se siguen reconociendo las principales características de tu prosa, aunque con un tono más aquietado y meditativo. El mundo natural cobra protagonismo. ¿Cómo fue el proceso de escritura de esos poemas?

Me cuesta pensar estos textos como poemas, así como me cuesta pensar mis notas de arte como ensayos o mis relatos como cuentos. Presiento que todo siempre está parado un poco en otro lugar, un lugar incómodo porque no sé bien qué estoy haciendo. Puesta entre la espada y la pared, diría que Un imperio por otro es el origami de El nervio óptico. Historias plegadas sobre sí mismas; mi forma de crear, a partir de historias, texturas y atmósferas, un objeto simple y chiquito. Y por supuesto, es un libro que tiburonea alrededor de ciertos temas que me obsesionan y que no dejan de aparecer, aunque yo intente desviarlos. Yo había escrito estos poemas antes de escribir El nervio óptico y después me olvidé que existían. Un día me llamó Francisco Garamona, mi primer editor, y me dijo: «ordenando la biblioteca en pandemia encontré un anillado con tus poemas, ¿no querés publicarlos?». Yo sentí que me ofrecía una pipa de la paz después de mi pase al «capitalismo», como suele decir para chicanearme, comentario que por supuesto solo me hace reír. En estos poemas, o textos encolumnados como los llamo yo, me interesa lo esquivo de las sensaciones, la imposibilidad de usar las palabras para decir lo que queremos decir, como cuando Cézanne le explicaba a su marchand: «Compréndame, Monsieur Vollard, tengo una pequeña sensación que no puedo expresar. Es como si poseyera una moneda de oro y no pudiera utilizarla».

Fotografía de Rosana Schoijett

Los diecisiete textos de Un puñado de flechas (2024), tu último libro, vuelven a orbitar en torno a la creación, el arte, el mundo del coleccionismo o los libros. Ensayo, narración, fábula cotidiana, pasajes diarísticos… ¿En qué se asemejan o difieren las voces narradoras de El nervio óptico y Un puñado de flechas?

Un día me di cuenta de que tenía muchos textos y que, una vez más, todos giraban en torno al mundo del arte. Me sentí Michael Corleone en El Padrino, cuando quiere dejar a su familia mafiosa pero no lo logra: «Cuando creía estar afuera, me arrastran hacia adentro», dice.

Yo no tengo la suficiente distancia con mis textos para decirte en qué se asemejan y en qué difieren. Escribí sobre lo que quería o se resistía a irse de mi cabeza, o, detalle no menor, me encargaban. Recibo muchos encargos, lo que me permite elegir bien y sentar las bases de mi libertad. Cuando el objeto de estudio me atrae y el cliente me garantiza absoluta libertad como autora, eso me resulta música para mis oídos, sobre todo porque el texto por encargo supone una fecha de entrega y yo soy una escritora que necesita deadline.

Un puñado de flechas está hecho de algunas de las miles de imágenes rotas y anécdotas que almacena mi cuerpo. La anécdota funciona en mí como una gota de acrílico en un bol de agua. Los primeros segundos define su zona y luego empieza a deformarse.

Todos tenemos un pequeño proyector interno adosado al lóbulo occipital que funciona como un cine en continuado. Somos directores y espectadores al mismo tiempo y las películas que nos pasamos son las que le dan sentido a nuestras vidas. Un puñado de flechas es algo así: un continuado de cortometrajes un domingo a la tarde donde la pintura es el mcguffin de todas las historias.

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