Siri Hustvedt
La mujer que miraba a los hombres que miran a las mujeres
Traducción de Aurora Echevarría Pérez
Seix Barral, Barcelona, 2017
448 páginas, 21.50 € (ebook 11.99 €)
Harriet Burden, la protagonista de El mundo deslumbrante de Siri Hustvedt (Minnesota, 1955), es una artista talentosa con poco reconocimiento y proyección, llena de vida e ideas, a la que su entorno deja poco espacio para salirse de su condición de esposa de un poderoso marchante de arte, madre de dos hijos. Sutilmente ninguneada por su condición de mujer en un entorno marcado por un machismo que se ignora a sí mismo, decide, para denunciar esta situación y por juego creativo, poner en marcha una impostura artística desafiante: exponer su obra a través de tres jóvenes promesas masculinas que se convertirán en sus máscaras, Anton Tish, Phineas Q. Eldridge y Rune. La aclamación de su valor no va a tardar en llegar. Pero llevará su impostura –su sometimiento– a la tumba, ya que no será hasta años después de su muerte cuando una investigación de tipo detectivesco irá revelando la personalidad poliédrica de una artista escondida tras sus heterónimos, desvelando la fragilidad subyacente a la fuerza de su obra y sacando a la luz una feminidad escondida y padecida como un obstáculo para su ambición.
Siri Hustvedt, por su parte, ha sido hasta hace relativamente poco identificada como la mujer de Paul Auster pese al respeto académico e institucional que suscitan sus novelas, ensayos y artículos en revistas científicas sobre neurociencia y psiquiatría. Hustvedt rechaza ver reducido su trabajo a su sexo o autobiografía y no considera un elogio el piropo que algunos quieren otorgarle cuando afirman que «escribe como un hombre». No obstante hay, si no un paralelismo, un punto de partida en común entre la pintora ficticia y la escritora: el talento de ambas está eclipsado parcialmente (absolutamente en el caso del personaje) por la sombra de sus célebres maridos.
La autora que nos incitó a cuestionarnos si una obra firmada por un hombre está desnuda de prejuicios mientras que la firmada por una mujer está envuelta a priori en la etiqueta menoscabadora de «literatura femenina» publica ahora un conjunto de ensayos bajo el título La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, en el que sigue tratando de observar, repensar e indagar qué hay de cierto y cuáles son los motivos de esta asunción más o menos inconsciente de una merma de valor ligada a lo femenino –cuando lo femenino no es objeto de deseo, en cuyo caso se produce una exaltación de índole contraria–. Hustvedt afirma que «todo lo que se identifica como femenino, ya sea una profesión, un libro, una película o una enfermedad, pierde estatus». Pensemos en la histeria o la depresión, cualquiera de ellas se nos antoja más irritante o suscita más desdén que los trastornos explosivos de cólera, por poner un ejemplo, que hasta cierto punto podemos tolerar como manifestación de carácter a diferencia de la pusilanimidad de las enfermedades introvertidas. También en este campo lo femenino, el epíteto de afeminado, supone algún tipo de flaqueza adicional.
¿Es castrador otorgar autoridad intelectual a una mujer –salvo si tiene cierta edad– o poco cortés rivalizar en el ring de la competitividad intelectual con una escritora? Para Karl Ove Knausgård, el autor noruego de la inmensa obra autobiográfica Mi lucha, las mujeres simplemente «no son competencia», al menos así se lo afirmó a la autora en una entrevista que le concedió en Nueva York, según recoge en su artículo «No son competencia», incluido en este libro. Hustvedt afirma que en la pelea de ideas que se da en los ámbitos académicos o culturales, las mujeres tienden a no ser los interlocutores. En el juego de la rivalidad, en el careo verbal en el que se busca ser autoridad o contar con la aprobación de aquel a quien consideramos la autoridad, las mujeres comienzan a difuminarse en la sala. Súbitamente aparecen cuando vuelve a reinar la calma y es la hora del café o la cerveza, salvo excepciones, figuras de reconocido prestigio, etcétera. «Los hombres demuestran su hombría para la aprobación de otros hombres». Es difícil no identificarse en alguna situación semejante.
En La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, título que juega con aquel del escritor feminista sueco Stieg Larsson, Los hombres que no amaban a las mujeres, Hustvedt habla de lo que ella denomina «el efecto de realce de lo masculino» y menciona estudios empíricos que demuestran cómo tanto hombres como mujeres califican mejor un trabajo si creen que fue hecho por alguien de sexo masculino, como el de 1968, de Philip Goldberg, en el que se dio a dos grupos de alumnas el mismo ensayo, uno firmado por John T. McKay y otro por Joan T. McKay, para que lo valoraran. «El de John fue calificado de superior en todos los aspectos», explica la autora, demostrando que la parcialidad actúa sobre ambos sexos. No hay visión objetiva, pero no por ello se acomoda a un relativismo en el que nada es correcto ni incorrecto, en el que no hay verdad objetiva que alcanzar o donde no hay, por no haber, ni mundo exterior ni realidad. Recelar de las opiniones y ver el sustrato es un intento de comprender. De la misma manera que este experimento afirma que otros estudios empíricos demuestran que «la gente percibe los cuadros hechos por artistas famosos físicamente más grandes que los cuadros hechos por artistas menos conocidos», no hay duda de que lo que llamamos realidad está influenciada por el contexto.
Estos ensayos, para los cuales Hustvedt nos pide «apertura de mente, cautela ante los prejuicios y una buena disposición para viajar conmigo a lugares donde el terreno quizá sea abrupto y con vistas brumosas», incitan a revisar y a estar atentos a cómo funcionan nuestros prejuicios inconscientes en éste y otros aspectos. Es una suerte de investigación sobre cómo funcionan los sesgos perceptivos que nos influyen a la hora de juzgar la literatura, el arte y el mundo en general. El gran enemigo del pensamiento y de la creatividad, según Hustvedt, es la idea recibida. Entender qué pasa, cuáles son los motivos que subyacen a determinadas actitudes o herencias es uno de los objetivos de los ensayos. Si bien el trasunto feminista vertebra el conjunto, los ensayos aquí seleccionados –escritos entre 2011 y 2015– sobre feminismo, arte y ciencia plantean un diálogo interdisciplinario, plural, extraordinariamente rico y complejo. Amante de las artes, las humanidades y las ciencias, Hustvedt es una lectora apasionada cuyo mundo referencial es el propio de una erudita por su amplitud de fuentes, pero en donde autores como el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty, Sigmund Freud, el neurólogo y filósofo Pierre Janet o la filósofa naturalista Margaret Cavendish habitan espacios que frecuenta una y otra vez.
El volumen se divide en dos partes y cada parte sigue su lógica. En la primera parte, «La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres», que da título al libro, hay artículos sobre artistas (muchos de ellos son encargos). Destaco el dedicado a la escultora y pintora Louise Bourgeois, a la que la autora admira y con la que se vincula en estrecho lazo («Mi Louise Bourgeois») porque ¿acaso existe el arte sin el espectador? ¿No es siempre mí cuando hablamos de lo otro que nos influye y constituye? Hustvedt sabe que no puede quitarse de en medio, que mira desde sí misma redefiniendo el objeto desde sí. De esa manera construye en su texto a la Louise Bourgeois que la habita, que a la vez ha ido mutando en su propio trabajo. Elimina la aséptica escritura del que se oculta en el texto para incluir un yo sin complejos («Mi pronombre en primera persona no se esconderá bajo tierra») en un análisis que resulta objetivo –«Conozco una verdad cuando la siento»–, en cuanto a verdadero, al asumir lo limitado e infinito (paradójicamente) del yo. De esta manera convierte su texto –a priori parcial, subjetivo, emocional– en riguroso testimonio analítico del vínculo o transferencia entre objeto artístico y observador. Otros ensayos tratan de Wim Wenders, Anselm Kiefer, Susan Sontag –en relación con sus conferencias acerca de la pornografía clásica–, Mapplethorpe o Pedro Almodóvar, entre otros. Algunos de ellos son encargos; por ejemplo, «El Yo escribiente y el paciente psiquiátrico» fue escrito para el Seminario de Investigación sobre la Historia de la Psiquiatría Richardson del DeWitt Wallace Institute for the History of Psychiatry, celebrado en el Weil Cornell Medical College, donde Hustvedt es profesora de psiquiatría. Interesada por el psicoanálisis desde que a los dieciséis años leyera a Freud, el interés por la teoría psicoanalítica la ha acompañado toda su vida y lleva años acudiendo a una psicoterapia psicoanalítica que afirma que la ha transformado, posibilitando en su escritura una libertad nueva: «Ahora bailo, brinco, aúllo, gimo, bramo, sermoneo y escupo en la página».
La segunda sección del libro, bajo el título «¿Qué somos?», son charlas que ha pronunciado en eventos académicos para públicos normalmente especializados acerca de temas como la sinestesia tacto-espejo, la encrucijada de disciplinas, la psicología evolutiva, el suicidio y un largo etcétera. El libro cierra con un original ensayo sobre la obra del filósofo danés Søren Kierkegaard –quien escribió muchas de sus obras bajo seudónimo– escrito en primera persona. Fue leído en la Universidad de Copenhague para un público especializado en el autor, por lo que está lleno de bromas y referencias que no obstaculizan el texto pero que son un disfrute añadido para los entendidos. Combativo con esa forma de hablar en la que «nadie habla», esa «voz autoral surgida de la nada», reflexiona, entre otras cosas, sobre algo que obsesionó a Kierkegaard: «Una de las tragedias de la vida moderna consiste en haber suprimido el “yo”, el “yo”, personal», algo que atenaza, recordemos, a Harriet, la artista oculta bajo su invención de tres jóvenes promesas masculinas. Kierkegaard en sus diarios afirmó que «lo que necesitamos es una personalidad», mostrando el deseo –que no tuvo Pessoa, de quien por sus estudiosos sabemos hasta la fecha que tuvo 72 heterónimos conocidos– de familiarizar a sus lectores con sus seudónimos y posibilitar así un yo personal e integrado, distanciándose finalmente de esa suerte de ventriloquia.
¿Quién escribe? En este libro vasto, multidisciplinar y fronterizo, Hustvedt camina con soltura entre aguas diversas, va y viene de lo masculino a lo femenino, del yo al otro, de las ciencias a las letras, más cómoda en el tránsito, en los puentes, en abrir puertas como la que se abre cuando afirma, contestando a la pregunta que inicia el párrafo: «A veces no escribo yo. Me escriben».