Simón López Trujillo
El vasto territorio
Caja Negra
136 páginas
Aunque el ser humano ha interactuado con los hongos desde la prehistoria, y su vinculación con la mitología, la medicina o la gastronomía ha sido constante, hasta fechas recientes no hemos sabido otorgarles una categoría biológica propia, distinta de la de los animales y las plantas. El llamado reino fungi constituye una gigantesca población que engloba entre dos y cuatro millones de especies, de las que solo conocemos un pequeño porcentaje. La fascinación ancestral por estos seres incluye también su vertiente más amenazante, aspecto que la ficción ha aprovechado en no pocas ocasiones y que en el contexto actual es imposible no relacionar con el trauma ecologista de toda una generación. Es el caso de esta novela con la que debuta Simón López Trujillo, publicada en su Chile natal por Alfaguara y en Argentina y España por Caja Negra, una estimulante editorial que viene dando cobijo a ensayos y ficciones ferozmente enraizados en nuestra época.
Se trata de un texto con un relevante fondo crítico y de denuncia que, por fortuna, consigue evitar siempre cualquier tentación panfletaria. Hablamos, por supuesto, de la irrupción en el discurso cultural del Capitaloceno, concepto que pone el foco tanto en la sobreexplotación de los recursos del planeta y la soberbia especista del ser humano como en las desigualdades sociales que toda actividad económica abusiva comporta, con el trasfondo, aquí, del conflicto mapuche y la larga sombra de la dictadura militar chilena. La narración va trenzando dos historias mediante fragmentos alternados. La primera de ellas está protagonizada por los integrantes de una modesta familia del sur del país. Pedro, el padre, es un trabajador forestal que, pese a su desazón, se ve obligado a participar en el ecocida monocultivo de eucalipto. El contacto con las aspersiones de un hongo que lo sitúan al borde de la muerte va a acabar propiciando que se convierta en el mesías de una nueva secta, momento en que esta parte de la novela bascula hacia Patricio, su hijo adolescente, otro personaje precarizado que, mientras cuida como puede de Catalina, su hermana pequeña, y asiste desde lejos a la mutación de la figura paterna, nos va ofreciendo relevante información sobre el pasado familiar. La segunda historia está protagonizada por Giovanna, una joven micóloga que regresa al país requerida por las autoridades para estudiar el caso y a la que el relato, de forma inteligente, mantiene relativamente al margen de la acción real, denunciando así la burocratización de la ciencia. Las elucubraciones de este personaje dotan a la narración de una ocasional textura ensayística; representa asimismo un estrato social opuesto al de la familia de Pedro, lo que permite efectivos contrapuntos.
El vasto territorio constituye un texto muy elíptico que prefiere resultar un poco ambiguo a demasiado evidente, algo que siempre es de agradecer. La estructura y el estilo, es decir, su potencia formal, es lo que le permite plantear sus dilemas sin didactismos y hacer frente a sus ambiciosos propósitos en un número tan limitado de páginas. Nos situamos en un registro fantástico empapado de verosimilitud, tanto por el sustrato científico y sociológico que sostiene la narración como por la irrupción de aquello con lo que a menudo acaba topando el desarrollo tecnológico: la fe. Esta doble dimensión, la visión racional de un mundo aún muy desconocido y su lectura en clave religiosa (actitudes más cercanas de lo que parece, hermanadas por una similar fascinación) permite a su autor jugar oportunamente con la alternancia de voces. El trenzado de los dos relatos enseguida se ve contaminado por otros discursos secundarios, que desestabilizan la trama y convierten El vasto territorio en una novela notable y nada previsible. Hay, por ejemplo, breves párrafos en cursiva que podemos asociar con las ensoñaciones proféticas de Pedro, pero cuya coralidad remite a su conexión con el reino fungi. Hay también un puñado de notas a pie de página donde se salta de la tercera persona del relato a una aparente primera persona que, al principio, podríamos asociar con un narrador editor, pero cuya verdadera naturaleza es mucho más resbaladiza e inquietante. La distorsión lingüística comparece en momentos muy precisos, caracteriza el lenguaje religioso, el lenguaje no humano, el lenguaje infantil, en un registro que flirtea con la agramaticalidad, entre el primitivismo y el acceso a un tipo de conocimiento si no superior, sí cuanto menos alternativo, que acaso podamos asociar con el nuevo lugar del ser humano en el mundo, lejos ya de cualquier centralidad.