«El relato colectivo es imposible, lo que nos queda es poder traducirlo a nivel de fragmentos»Por Pedro Pablo Guerrero

Fotografía de Daniel Coillón

El impulso inicial de las historias que cuenta Nona Fernández en sus libros suele provenir de imágenes, ya sea visuales, poéticas o procedentes de la memoria familiar. Una fotografía, la portada de una revista, un poema de Enrique Lihn, el recuerdo de una abuela, cualquier estímulo lo suficientemente poderoso como para echar a andar el mecanismo de su dinámica inventiva literaria. Su primera novela, Mapocho (2002) —sobre el amor de dos hermanos que vagan, como almas en pena, por la capital de Chile—, nació de la conjunción entre su temprana lectura de La amortajada de María Luisa Bombal y el impacto que le produjo, muchos años después, encontrarse en un piso de Barcelona con una vieja fotografía de tres cadáveres tirados a la orilla del río que cruza Santiago de Chile. Sus cuerpos, con señas de haber sido acribillados, permanecían a la vista de todo el mundo, en un barrio céntrico, junto a neumáticos viejos y un montón de basura. A plena luz del día. 

«La huella de un tiempo oscuro que se reflejaba en las aguas sucias y me invitaba a escribir. La fotografía era de septiembre de 1973», escribe Nona Fernández en el epílogo de la edición española de la novela, publicada por Minúscula, sello que también ha editado Chilean Electric (2015), y que este mes presenta un tercer libro, Space invaders (2013), aprovechando la residencia de la autora en la Sala Beckett, de Barcelona.

Nacida en 1971, casi toda la infancia y adolescencia de Patricia Paola Fernández Silanes —nombre que ya no usa— transcurrió en dictadura. Experiencia que marcó a su generación tanto como a la de sus padres. En uno de sus libros más recientes, el ensayo Voyager (Literatura Random House, 2019), recuerda a su abuela y a su madre insultando, airadas, el televisor cada vez que aparecía Jaime Guzmán, el máximo ideólogo de la nueva constitución política, aprobada fraudulentamente en un plebiscito convocado en 1980. Con frecuencia, escribe la autora, su abuela lanzaba, furiosa, el paño de cocina contra la pantalla, en un «rito familiar» de ira al que terminó por unirse cuando comprendió su sentido. 

Bolaño para mí también es una inspiración tremenda. Abrió un espacio de escritura y de mirada a la literatura que para la generación de nosotros fue superimportante. Era como observar-nos, como mirar nuestra historia desde un lugar distinto

No fue, ni mucho menos, la única vivencia de aquella época que terminaría incorporada a la obra de Nona Fernández. Trece años tenía cuando vio la fotografía de un desertor de los servicios de inteligencia del régimen, en la portada de una revista de oposición a Pinochet. El 27 de agosto de 1984, Andrés Antonio Valenzuela Morales, alias el Papudo, suboficial activo de la Fuerza Aérea de Chile, entró a un edificio en el centro de Santiago donde estaban las oficinas de la publicación. Pidió hablar con Mónica González, investigadora especializada en reportajes de derechos humanos. La escena es verídica. Todas las circunstancias lo son. En su novela La dimensión desconocida (Literatura Random House, 2016), Nona Fernández solo omite el nombre de la periodista y se desplaza desde la voz en primera persona de la narradora a la del agente de inteligencia. «Quiero hablarle de cosas que yo he hecho. Quiero hablarle de desaparecimiento de personas», fue lo primero que le dijo Valenzuela a su entrevistadora, notoriamente abrumado, antes de soltar un testimonio revelador, minucioso y brutal, registrado durante horas de grabación, acerca de su participación en el arresto, tortura y homicidio de varios opositores al régimen. Sus casos también son recogidos en la novela, entrecruzándolos con la historia del Papudo, que la autora llegó a conocer a fondo cuando, entre 2011 y 2014, trabajó como guionista de la premiada serie televisiva Los archivos del cardenal.

Distinguida en México con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, que reconoce anualmente una obra escrita en español por mujeres, La dimensión desconocida —finalista del National Book Award— fue el libro que consagró definitivamente a Nona Fernández fuera de Chile. En la novela alcanzan su máxima expresión el contrapunto entre referencias pop de los 80 —en este caso la conocida serie televisiva de ciencia ficción, fantasía y terror— y una escalada represiva que parecía no tener límites. Con la dificultad agregada, en la novela, de asumir el punto de vista de un victimario angustiado por la culpa: el Papudo. 

Estudiaste Teatro en la Universidad Católica a comienzos de los 90. ¿Crees que tu experiencia actoral te ayudó a impostar la voz de ese personaje?

Un libro para mí es interesante en la medida en que me desafía a hacer algo que no he hecho antes —reflexiona—. Si bien yo no he sido una víctima, hablar desde el lugar de las víctimas es un espacio más empático, y creo que ya lo había asumido en parte de mis trabajos. En el Papudo había una zona gris que me atraía mucho: es un villano, pero también un héroe. Es el único agente de inteligencia que en tiempos de dictadura deserta sabiendo todos los riesgos que eso implica. Y no solo decide hablar porque ya no puede más con su realidad, sino porque además tiene la conciencia de ser un hombre-archivo y de que todo lo que sabe puede servirle a alguien. Ese gesto me parecía brutal, no podía entender cómo nadie lo había observado con mayor delicadeza, y me parecía interesante asumir ese cuerpo, esa psiquis, esa alma. Tiendo a pensar que en el oficio de actriz he sido entrenada para encarnar gente: buena, mala o lo que sea. Tengo más herramientas para hacerlo y puedo incluso hacerlo gozosamente, entrando y saliendo del personaje sin que eso implique un desgaste anímico feroz. Mientras estoy escribiendo soy el Papudo, pero una parte de mí sabe que es un juego y puedo apagar el computador y seguir haciendo mi vida sin ningún problema. 

Fotografía de Daniel Coillón

Ya en el montaje de tu pieza teatral El taller, estrenada en 2012, habías hecho un ejercicio parecido al asumir el papel de Mariana Callejas, escritora casada con el agente de inteligencia Michael Townley. Vivían en una casa ubicada en uno de los barrios más exclusivos de Santiago, donde se reunía un grupo de escritores a conversar de literatura en pleno toque de queda. Los hechos son conocidos porque los recogió en sus crónicas Pedro Lemebel y luego Roberto Bolaño en la novela Nocturno de Chile. Sin embargo, el enfoque que les diste tú fue muy distinto. 

Yo veía en esa historia una comedia. Es superobvio que un grupo de personas que está hablando de literatura mientras en la casa del fondo están torturando gente es algo horroroso, lo sé, pero la ceguera, la pelotudez de esa gente, me parecía impactante y digna de risa. Había que burlarse de eso, pero, claro, nadie lo veía así. Me aventuré a escribirlo, y fue una aventura muy gozosa también, que me empoderó en la idea de seguir escribiendo teatro.

¿Qué significó para ti el antecedente de Bolaño asumiendo el punto de vista de los verdugos y el acercamiento al mal en novelas como en Estrella distante o la propia Nocturno de Chile?

Creo que es bien importante. De hecho, en mis obras de teatro siempre pongo epígrafes de Bolaño. Sin duda que esa cercanía al mal y la imposibilidad de entrar del todo en su espacio fue un nutriente de lectura. Las novelas que mencionas y Amuleto para mí fueron capitales. Yo creo que Liceo de niñas bebe mucho de Amuleto, por ejemplo, y El taller tiene un epígrafe sacado de Una novelita lumpen: «Todos los escritores son unos cerdos», (que a su vez el chileno toma de Artaud). Bolaño para mí también es una inspiración tremenda. Abrió un espacio de escritura y de mirada a la literatura que para la generación de nosotros fue superimportante. Era como observar-nos, como mirar nuestra historia desde un lugar distinto.

¿Por qué entraste a estudiar Teatro y no Literatura o Periodismo como tantos escritores chilenos de tu generación?

Cuando niña era parte de la revista del colegio: escribía artículos, cuentos. Ahí pensé que quizás lo que podría definir mi profesión era estudiar algo afín a la escritura; ser periodista, quizá, o estudiar literatura, pero después, tratando de entender lo que eran los dos oficios, me daba cuenta de que no era lo que me interesaba ni que circulaba por ahí el trabajo creativo. Paralelamente, debo decirlo, el teatro siempre me gustó, de chica, y tuve la suerte de que me llevasen a verlo. Dos obras me marcaron. La primera que vi fue Mama Rosa de Fernando Debesa, en el Teatro Nacional. Era el año 80, creo, debo haber tenido diez u once años, y fuimos en familia, un paseo muy gozoso. Era una puesta en escena con un elenco tremendo y vestuarios de época y decorados que iban cambiando, y yo no podía creer ese despliegue. Me hechizó, quería jugar ese juego. Y luego El pueblo del mal amor de Juan Radrigán en un montaje el Teatro AC. Ahí ya tenía 15 años y esa experiencia definió mi vocación teatral. La vi muchas veces, ese texto es tremendo y el montaje era bello. 

Ahí comencé a entender que el oficio de la escritura se hacía básicamente a punta de voluntad, a punta de pasión y a punta de ejercicio también, que nadie me iba a enseñar a ser una buena escritora

En la Escuela de Teatro de la Universidad Católica conociste a Marcelo Leonart (1970), escritor y director teatral. Son pareja desde entonces y tienen un hijo. Hablas mucho de él en Voyager. Imagino que ha leído los libros de ustedes.

Sí, Dante, tiene 21 años ya, pero no ha leído nuestros libros. Ni los de Leonart ni los míos, lo que es una cosa digna de psicoanálisis, tanto para él como para nosotros. Va a ver nuestras obras de teatro, eso sí, y lo disfruta mucho.

Al salir de la universidad, tú junto a Leonart y otros actores formaron la compañía La Fusa, con la que montaron El taller. Luego crearon La pieza oscura para representar Liceo de niñas. ¿Por qué sintieron la necesidad de crear una compañía de teatro?

Teníamos muchas ganas de generar una dramaturgia nacional más que montar clásicos o autores contemporáneos. Al principio, yo no escribía, me daba mucho pudor, sentía que era un espacio sagrado, así que me demoré en escribir teatro. Mi primera obra fue precisamente El taller, una historia que me daba vuelta hace tiempo y para la cual había reunido un material alucinante sobre Mariana Callejas. En mi escritura teatral me marcó, en primer lugar, la dramaturgia chilena. Juan Radrigán, Egon Wolf, que fue mi profe en la UC, la Nené Aguirre, Alejandro Sieveking. Luego mis lecturas de Shakespeare, que es un oráculo permanente. Chéjov, Ibsen, Brecht, Arthur Miller, Tennessee Williams. El teatro universal siempre ha tenido autorías que están mirando sus realidades con ojo ampliado y eso creo que lo he asimilado como forma de pensar la escritura. Un espacio que rompa con el pequeño límite del yo, que no me esté pensando a mí, que esté pensando los problemas colectivos.

En los 90, iniciaste un camino por varios talleres literarios de narrativa. El primero al que asististe, en 1994, fue el de Antonio Skármeta, al alero del Goethe Institut. ¿De qué te sirvió esa experiencia?

Empecé a conocer gente que ni siquiera querían ser escritores, se decían escritores ya. Ahí comencé a entender que el oficio de la escritura se hacía básicamente a punta de voluntad, a punta de pasión y a punta de ejercicio también, que nadie me iba a enseñar a ser una buena escritora. Tenía que lanzarme y lo hice de manera bien desprejuiciada y patuda. El teatro es como mi parte institucional, por decirlo así, y la parte literaria siempre fue más loca, porque se fue armando sola, y de manera muy caótica.

¿Es cierto que en los talleres de esos años escribir sobre la dictadura que acababa de terminar era poco menos que un tabú?

Pensemos que los 90 era un momento bien especial. Llegó una democracia pactada, y dentro de todos los pactos que se hicieron el de la memoria fue importante. Lo que teníamos que hacer era mirar hacia el futuro, olvidar el pasado oscuro, todavía muy reciente. Fue un pacto mediático en el cual mi generación cayó rápidamente. Éramos jóvenes, hay que decirlo, y te puedo asegurar que la escritura que circulaba en los talleres era extremadamente realista, muy apegada a la realidad, excesivamente intimista, de pequeñas intrigas, relaciones de pareja, conflictos sentimentales. O si no saltábamos derechamente a relatos de fantasía y de ciencia ficción. Eran esos los lugares: o una realidad completamente trastocada por la fantasía o un relato pequeñito, muy de departamento cerrado. Por ahí circulaba la escritura en ese tiempo. Te mentiría si alguien en el taller o alguno de nuestros maestros o maestras nos dijo «no escriban de la dictadura», pero era lo que estaba en el aire. 

Desde mediados de los 90, comienzas a enviar relatos a concursos que ganaste o en los que quedaste finalista. ¿A esa etapa corresponden los textos que reúnes en tu primer libro, El cielo (2002)? 

Son relatos que trabajé en los talleres de Pía Barros y Carlos Cerda. Recuerdo esa obra, más bien, como una búsqueda y experimentación con la escritura, que me ayudó a entender lo que era escribir y me permitió conocerme. Pero encuentro que son cuentos de taller literario de los 90, salvo el último, que es un texto más largo, más desordenado, más desquiciado, más delirante, donde parece que me siento mejor. Tienes que pensar en los 90 con toda esa lógica de cómo se debía escribir un cuento y las teorías que circulaban en ese momento: la del iceberg, el nocaut… y que están muy bien, hay que pasar por todo eso, pero siempre enfatizaban la idea de escribir cuentos correctos. El cielo es un libro que quiero mucho, pero siento que no da testimonio de la escritora que empecé a ser en Mapocho, el libro en el que sí digo «Ah, esta soy, esta es mi voz». Mapocho iba a ser el último cuento de El cielo, pero entendí que no, que era otra cosa, otro material. 

A mí la escritura me interesa en la medida en que está reaccionando con su época, una escritura que es contemporánea a su momento, que intenta traducirlo y comprenderlo

Tu primera novela no se parecía a nada de lo que se estaba publicando en el Chile de esos años. Parte de la crítica quedó descolocada con esta irrupción.

Mapocho es un libro bastante rabioso y quizá por eso tiene un espíritu como disruptivo, pero mi intención no era irrumpir furiosamente en la literatura chilena, en lo absoluto, sino simplemente expresar un sentimiento que me tenía bastante desacomodada en ese momento, sobre todo en las deudas que la democracia tenía en cuanto a verdad y justicia. El resto de las deudas las fui trabajando después, en otros libros, pero ahí tenía mucho que ver con el poder saber la verdad de tantas ánimas que todavía se percibían y se perciben en el dolor de nuestra sociedad. Es un libro que aparece para hablar de eso, que siempre pensé para y con los aparecidos de nuestra historia.

Defines Mapocho como una novela de ánimas en pena. Ese juego entre vivos y muertos, la ambigüedad de no saber quiénes lo están y quiénes no, que se puede remontar a Pedro Páramo, de Juan Rulfo, ¿no? 

Yo debo reconocer que leí Pedro Páramo cuando estaba escribiendo Mapocho. Imagínate tú lo irresponsable de mi parte, pero así fue. Creo que Leonart me dijo «No puedes estar escribiendo esto y no haber leído a Rulfo», y lo agarré en ese momento. De niña tenía debilidad por las ánimas y el terror. Yo creo que una de las grandes influencias como para poder abordar ese registro fue la Bombal y por eso pongo el epígrafe de La amortajada («Había sufrido la muerte de los vivos. Ahora anhelaba la inmersión total, la segunda muerte: la muerte de los muertos»). Ese libro fue lectura escolar, pero se volvió muy significativo. Cuando lo leí se me disparó la cabeza, porque justamente el trabajo que ella hace en toda su obra es difuminar los límites entre el sueño y la realidad, entre la muerte y la vida, entre la ficción y lo real. Creo que esa mirada se me quedó dando vuelta desde entonces. Es un texto que leí muchas veces. Mapocho bebe mucho de La amortajada, y de ahí hay una primera pulsión de querer romper los límites, de poder abordar en un espacio literario tantas realidades espaciotemporales como queramos y traer todas las voces de los muertos.

En el libro aparecen personajes de la historia de Chile, como el conquistador español Pedro de Valdivia o el líder mapuche Lautaro, de quienes recoges versiones no oficiales acerca de sus vidas, que subvierten la historia oficial. 

Claro. Es que ese libro se generó cuando vi una foto de tres cadáveres en el río, como a la altura de calle Pío Nono. El poder de la imagen fue devastador y en un comienzo quise averiguar quiénes eran esas tres personas, contar sus historias, conocer esas vidas que habían ido a dar al río. Pero me fue pésimo, imagínate tú, tenía cero herramientas en ese momento. Como detective era mediocre, como periodista también, y lo que me quedó fue hacer el ejercicio de la ficción. Al investigar quiénes habían sido esos muertos empecé a encontrarme con muchos otros a lo largo de la historia, y entonces apareció la idea de que el monopolio de la ferocidad no estaba instalado en la dictadura única y exclusivamente, que había un germen y una idea de repetir la historia de forma constante. Ahí surge esta posibilidad de irla reelaborando o apropiándome de ella para reformularla y leer bajo la línea de la historia oficial. Un ejercicio que después he vuelto a hacer muchas veces y que, creo, también hemos aprendido como ciudadanos y ciudadanas, no solamente en términos literarios: la historia ya nos enseñó que tenemos que aprender a leer bajo el agua. Mapocho ofrece esa posibilidad de jugar con el material histórico.

En la pareja incestuosa de protagonistas, la Rucia y el Indio, la crítica literaria ha visto una intencionalidad alegórica. ¿Qué representa su relación? 

Yo creo que todo el libro es una gran alegoría, nada es del todo real, la novela revienta la realidad, ¿no? Está en los límites del realismo. Los escenarios, los hechos, están sacados de la realidad y reciclados a partir de ella. Todo el mundo me pregunta de dónde salieron esos dos personajes, pero no lo sé, nunca he tenido una respuesta muy clara, debo haber respondido millones de cosas siempre, y cada vez algo distinto, básicamente porque no tengo una respuesta. Creo que ellos dos son parte de lo mismo, son un mismo engendro, dos partes de una misma pieza, o dos piezas de un mismo cuerpo. La Rucia y el Indio son como una alegoría del mestizaje en el cual vivimos, yo creo. Pero hay tantas claves de esa novela que desconozco y que prefiero que quien la lea pueda completar mejor que yo. 

Av. 10 de julio Huamachuco (2007) fue tu segunda novela. Con ella ganaste el Premio Municipal de Literatura de Santiago. En 2021, la editorial chilena Alquimia publicó una edición definitiva del libro en la que el título se acortó a Avenida 10 de julio. ¿Cuál es el simbolismo de esa calle de Santiago?

La bautizaron así para recordar la fecha de la batalla de Huamachuco, en 1883, en la que el ejército chileno derrotó al peruano y se decidió, prácticamente, el fin de la Guerra del Pacífico. De chica yo vivía en el barrio Avenida Matta, muy cerca de 10 de julio, y siempre me llamaron la atención esas trece cuadras llenas de gente donde se venden repuestos de automóviles nuevos y usados. Todo el mundo sabe que muchos son robados, pero vamos y los compramos, y nos roban y volvemos. Ese tema, sin tener mucha claridad de lo que era la metáfora, me daba vueltas. Sentía que cuando extrañaba a esa niña que fui, a esa pieza original perdida, era porque me había transformado en un repuesto más. 

La treintañera protagonista de la novela se ha convertido en una madre absorbida por una «rutina veloz y agotadora de trabajo y deuda». Veinte años antes, había participado en la toma de un liceo, en el contexto de las movilizaciones estudiantiles contra la dictadura. Tú, que también participaste en ellas, ¿qué importancia les asignas? 

Formo parte de una generación que salió a la calle y se comprometió muy joven con una lucha. Tenía 13 años y ahora pienso cómo era posible que mi mamá me dejara. Uno se jugaba el pellejo, pero no lo sentíamos así, evidentemente. Nuestros propios dirigentes de ese momento, que yo veía como tipos grandes y heroicos, en realidad apenas tenían dos años más que nosotros. A la mayoría de ellos, algunos brillantes, cuando llegó la transición los echaron a la calle y se lavaron las manos. Todavía me pregunto por qué dejamos, como sociedad, que esto ocurriera. En el prólogo de la novela, recuerdo que el 10 de julio de 1985 fue la toma del liceo Liceo A-12 de Santiago, que terminó con más de 300 escolares detenidos por las fuerzas especiales de la policía. Los medios calificaron la toma como «la vandálica acción de un grupo de exaltados», pero en realidad fue una gesta de niñas y niños.

«¿Qué será de los niños que fuimos?», se pregunta Enrique Lihn —uno de los escritores más lúcidos de la literatura chilena— en su poema La pieza oscura (1963), que elegiste como el epígrafe de Avenida 10 de julio. ¿Llegaste a la novela a partir de ese poema o lo encontraste mientras la escribías?

Me lo encontré. Lihn es un autor recurrente, su poesía y su figura me nutren, por decirlo así. Pero apareció entremedio. El espacio subterráneo que imagino en mi novela yo quería que fuera una pieza oscura, pero después aparece la idea de esta cloaca, entre limbo y Hades, no sabemos lo que es —yo tampoco lo tengo claro—, salvo que es un lugar oscuro donde solamente se escuchan voces. El contexto del poema de Lihn es menos siniestro, más de juego infantil, de recuperar la niñez, una mirada más tierna. Lo curioso es que Lihn también murió un 10 de julio, pero de 1988.

Tu novela de 2007 se ha leído como una anticipación del estallido social: la advertencia de Casandra sobre el malestar que se estuvo incubando durante los treinta años de transición política. ¿Cómo ves ese libro desde el presente?

Como una pieza oscura. La escritura es misteriosa en ese sentido y no es que uno sea adivina ni oracular en lo que escribe, simplemente creo que el trabajo literario en gran parte significa ir metabolizando lo que uno ve para luego pensarlo y fijarlo en un libro. Uno percibe las energías que andan dando vueltas y se transforma en un puente de ellas, una especie de médium. Lo que revienta en octubre de 2019 tiene mucho que ver con ese malestar que no es mío solamente, sino que es el malestar de una sociedad completa que estaba remeciendo sus pilares. No es algo que yo inventé para escribir un libro. Avenida 10 de julio, probablemente, quiere cobrar deudas concretas con el presente que estábamos viviendo. Yo sentía que mi generación estaba en gran parte sepultada, pero no comprendía a los jóvenes, y me preguntaba cómo el ADN neoliberal podía haber calado tan hondo. 

Al final del texto, fechas la novela en marzo de 2006, un mes antes de que estallase la «rebelión de los pingüinos», bautizada así por los colores de los uniformes que usan los estudiantes secundarios chilenos. 

Sí, fue una conexión increíble, totalmente casual. Me pareció interesante fecharlo porque no me quise colgar del oportunismo mediático. Fue un libro que me costó mucho publicar y justo cuando logré que una editorial se interesara comenzó la «revuelta pingüina». Me pareció que esa vitalidad no estaba perdida. Quedaban ganas de mover el piso, de abrir una grieta. Como se dice en la novela: «Están apagados, pero no muertos». Y es cierto, no podemos estar muertos a los treinta años. Eso fue tremendamente esperanzador para mí. Esas primeras manifestaciones de escolares que empezaron en 2006 son sin duda el germen de lo que termina explotando el año 2019, las primeras voces que se atreven a decir «perdónenme, pero esto no está funcionando». Luego vinieron las mujeres, los ecologistas, los pensionados, los trabajadores de la salud, las disidencias, hasta que todo el mundo salió a la calle al mismo tiempo en octubre de 2019.

¿Qué piensas del proceso que se inició ese año y de la vía constitucional a la que dio origen? Te lo pregunto a la luz del triunfo del Rechazo con un 62% de los votos en plebiscito de salida del pasado 4 de septiembre?

Hemos vivido un proceso histórico de una intensidad brutal. Mis libros hablan del malestar social, pero honestamente nunca pensé que iba a haber un estallido como el que vivimos. Ahora solamente se menciona su violencia, pero ya nadie habla de la explosión de creatividad que llenó las calles, los corazones, las almas. No sé cómo se percibe desde afuera, pero acá en Chile nos están haciendo un gaslighting: «La revuelta no ocurrió, no estábamos tan mal, fue un estallido histérico, solo hay que cambiar algunas cosas». Pero aunque hayan pintado de nuevo los muros para cubrir los grafitis y los murales, esto sí sucedió, es real, está en nuestra psiquis y en nuestros cuerpos. Podemos tener múltiples conversaciones respecto de la violencia, que también ocurrió, pero lo que no podemos negar es que de toda esa energía partió un proceso constituyente. Ese proceso terminó desastrosamente el 4 de septiembre. Sí, estoy perpleja, y no es que el resultado no lo haya predicho, porque hice mucha campaña en las calles el último tiempo, y vi la desmotivación de la gente. Pensé que el Rechazo iba a ganar, pero no con esta distancia; aposté por un escenario donde iba a ser más ecuánime la negociación. Con esto no quiero decir que la millonaria campaña de la derecha para confundir y para generar una realidad paralela no haya sido importante, pero creo que no terminamos de leer bien la revuelta social ni las necesidades de la ciudadanía.

Fotografía de Sergio López Isla

Cuando publicaste tu tercera novela, Fuenzalida (2012), se dijo que volvías a escribir la novela de los hijos de la dictadura. Tú respondiste en una entrevista: «No entiendo la escritura si no está asociada a la realidad y a la historia». 

Hay una idea que Alfredo Jaar lanza siempre en sus conferencias y que me apasiona por lo clara que es. Cuando habla de su trabajo, recuerda que él, como artista plástico, tiene formación de arquitecto. En la Escuela de Arquitectura le enseñaron a reaccionar siempre frente al contexto: si yo voy a construir una casa, donde quiera que sea, lo que tengo que hacer por obligación es mirar el terreno, ver quiénes viven ahí, cómo es la tierra, cómo es el clima, no puedo inventar una casa si no la invento para ese espacio concreto. Y él hablaba de que su trabajo, en términos de autoría visual, obedecía a ese mismo camino, a reaccionar frente al contexto. En la última conferencia que le escuché hablaba mucho del golpe militar. De cómo sus primeras obras comienzan a reaccionar de manera superclara a ese contexto. Yo sentí que Jaar explicaba lo que yo también pretendo hacer: a mí la escritura me interesa en la medida en que está reaccionando con su época, una escritura que es contemporánea a su momento, que intenta traducirlo y comprenderlo. Intentos, ¿ah?, puros intentos. No con la idea de clausurar miradas ni de dar una respuesta, pero sí abrir ventanas de inquietud, de reflexión, una escritura que esté siempre en diálogo. 

Se ha destacado en tus libros la contraposición de espacios: arriba-abajo, abierto-cerrado, centro-margen. ¿Esta manera de estructurar los textos de manera, digamos, topográfica, tiene que ver con tu trabajo en la dramaturgia y en los guiones? 

Yo creo que sí. Los libros son un desafío arquitectónico, no los pienso solamente en términos de discurso, de sentido y de trama. Para mí la arquitectura de un libro es tanto o más importante que el resto, debe dialogar de manera muy clara con el sentido, con la historia, tengo que encontrarles una forma, y yo creo que eso es algo que tengo incorporado de mi oficio dramatúrgico, sin duda: que el cuerpo del texto sea tan importante como el texto mismo, pero la forma es algo que voy descubriendo a medida que escribo. Le hago el quite a las recetas y si bien los guiones los aprendí a escribir desde las recetas, trabajando para la industria, en mi escritura no trabajo con plot point, escaletas y todo eso. Para mí partir un libro es como tirarme a una piscina oscura a poto pelao (en cueros): no sé absolutamente nada, y lo que más me atrae es no saberlo, pero sé que iré encontrando cosas y me iré aferrando a ellas. Supongo que eso de la forma tiene que ver con mi oficio de actriz también, porque la corporalidad es fundamental y la reacción al contexto escénico en el que estoy.

¿Percibes en tu escritura un desplazamiento cada vez más acentuado hacia la no ficción?

Hay otra imagen que acuño para hablar del diálogo entre mi escritura y su contexto. Una frase que lanza Agnès Varda en su documental Los espigadores y la espigadora (2000), que parte del cuadro de Millet en que se ve a un grupo de mujeres recogiendo las sobras de la cosecha. A partir de ese gesto, Varda hace una investigación con todas las mujeres y los hombres que espigan la realidad en la Francia contemporánea: quiénes son los que recogen los desechos del consumo en una sociedad neoliberal y capitalista tardía. Ella hablaba de que el trabajo documental era un espigar la realidad, o sea ir recogiendo trozos de ella para metabolizarlos y lanzarlos de vuelta en la forma de una película. Es lo que a mí me interesa también: recoger la realidad tal cual es. Por eso, cada vez más, mis libros se han ido decantando por la no ficción, y no por ello dejan de ser literarios; yo no hago reportajes, no hago documentales, claro, siguen siendo libros literarios, pero que ya no tienen ficción. Me interesa mucho ese diálogo con la realidad, su reciclaje, irla metabolizándola como una célula. Eso define lo que he estado haciendo en los últimos años. A partir de Fuenzalida se me generó un quiebre, porque estaba escribiendo una ficción y en algún minuto quise hablar también de los materiales que la habían inspirado, e inventé algo para ponerlos en el libro como materiales adjuntos. Mostrar aquellos archivos que eran la base de la escritura de ese libro. Desde entonces mi trabajo se ha ido generando a partir de la organización de archivos; soy como una DJ que organiza archivos nomás y los hilvana de acuerdo con un punto de vista.

Hay una literatura muy burguesa todavía, pequeñita, muy encerrada, y también una producción que apunta a la pantalla, es decir, a la exposición, a las redes, a tener un espacio, generar una carrera y transformar al autor rápidamente en una figura

Después de Fuenzalida vinieron dos novelas cortas: Space Invaders y Chilean Electric, que presentaban una forma de escritura distinta. Para seguir usando metáforas campesinas, ¿se puede decir que cambiaste la agricultura intensiva para dedicarte al cultivo del huerto? 

Qué linda la imagen. Claro, de hecho, cuando empecé a escribir Space Invaders pensé que era un cuento. Pero justo ahí comenzó mi sociedad con Alquimia, y su editor, Guido Arroyo, me dijo que le parecía una novela cortita. «¿Por qué no la pensamos así?», me propuso. Se abrió una estrategia distinta de trabajo, que no era necesariamente el cuento como yo lo pensaba en los 90: aristotélico, con comienzo, desarrollo, clímax, desenlace, sino mucho más poroso, con un material más extraño, que tenía la estructura de una novela breve, o de un cuento largo, qué sé yo, la verdad que ya los géneros me importan bien poco. Con esa misma estructura en la cabeza apareció después Chilean Electric. Quería hacer un libro de crónicas sobre Santiago. La primera, me pareció lógico, iba a ser de la Plaza de Armas, un lugar que me seduce mucho. Además tenía una historia que mi abuela siempre me contaba: su padre, que era un obrero electricista alemán, había puesto la luz en la Plaza de Armas. Ella, siendo muy niña, había sido testigo de aquella ceremonia: el momento en que la plaza se había iluminado por primera vez. Investigando en archivos para escribir la crónica, descubrí que la ceremonia era parte de la realidad histórica, pero que había ocurrido veinte años antes del nacimiento de mi abuela. No entendí nada. El texto se transformó en un libro sobre los recuerdos, sobre lo que la luz ilumina o deja en la sombra, sobre lo que alguien decide que va a ser el relato histórico, y quién se queda fuera de él. Fue una aventura increíble, preciosa, enigmática. Nunca voy a saber por qué me mintió mi abuela, pero me regaló un libro y la posibilidad de reflexionar sobre esos temas.

Quizás tiene que ver con la imposibilidad de diferenciar un recuerdo verdadero de uno falso. En tu último libro, Preguntas frecuentes (Alquimia, 2020) —donde se entrelazan las vivencias del confinamiento con las de la revuelta social— la narradora especula: «Posiblemente la memoria termine siendo, en gran parte, un puro invento». 

Exacto. Son recuerdos que uno asimila a partir del relato de alguien y siente que los vivió. Pasa con las fotos también: momentos que uno ha visto tanto que es como si hubieras estado en ellos. A lo largo de mi escritura he sido obsesiva con el tema de la memoria y del recuerdo. Cada obra me ha desafiado con una investigación respecto a esos materiales y hay algo que descubrí cuando escribía Space Invaders, inspirado en la historia real de una compañera de curso, Estrella González, hija de un coronel de carabineros que, años después, estuvo involucrado en el secuestro y degollamiento de tres profesores comunistas. Cuando intenté que entre todos sus compañeros de curso reconstruyéramos su recuerdo comprobé empíricamente que nadie recordaba lo mismo. Alguien me decía que Estrella era alta y otra persona me decía que era baja; que tenía el pelo largo, que tenía el pelo corto; que tenía pecas, que no tenía; que era muy simpática, que era odiable. Entendí que el material del recuerdo, así como el de los sueños, es estrictamente personal. No hay cómo objetivizarlo ni transmitirlo del todo. El relato colectivo o el recuerdo colectivo es imposible, ¿no? Lo que nos queda es poder traducirlo a nivel de fragmentos: un gran caleidoscopio de fragmentos disímiles; probablemente, entre más existan, más nos vamos a acercar a algo parecido a la realidad. 

¿Voyager, en este sentido, sería un libro que aborda la pérdida de la memoria, desde el momento en que cuentas cómo tu madre va perdiendo perdiendo los recuerdos?

La historia de ese libro es que mis editores en Random House estaban sacando una colección de ensayos y me encargaron uno sobre la memoria. Yo nunca acepto encargos porque me siento muy agobiada, pero este me pareció desafiante. Creo que ellos querían un ensayo sobre memoria histórica, básicamente, rondando lo que había hecho, pero me dieron la libertad de escribir lo que quisiera. Entonces se dio, por azar, la posibilidad de acompañar a mi madre que estaba sufriendo una cantidad impresionante de desmayos y no sabíamos por qué. Dentro de los millones de exámenes que le hicieron había uno de tipo neurológico que me impresionó: en él podías cómo se movían y brillaban las neuronas mientras evocaba un recuerdo. Esa constelación neuronal era muy similar a una constelación astral. Empecé a trabajar esta analogía entre las estrellas y la cabeza de mi madre, y comenzaron a caer una serie de materiales, en el día a día, como la Constelación de los Caídos, un proyecto que tenía Amnistía Internacional, en Calama, de bautizar con nombres de detenidos desaparecidos una serie de estrellas. Me llegó un correo, fui a hablar con las organizadoras y terminé en el Norte de Chile haciendo parte de la campaña. Todo formó parte de la escritura y lo fui registrando como un documento.

Tanto en Voyager como en Liceo de niñas hay un imaginario muy vívido que ronda en torno a la exploración del espacio exterior. ¿De dónde proviene?

Honestamente no lo sé, pero es verdad que me seduce profundamente y para mí ha sido siempre un punto de fuga hacia el cual escaparme del desastre que ha sido este país en ciertos momentos de su historia. Me acuerdo mucho, cuando era muy chica, del programa Cosmos, en ese ambiente rarísimo en el que vivíamos de un Chile muy enclaustrado, agobiante, con toque de queda, pero en el que una vez a la semana te asomabas a la pantalla del televisor y aparecía Carl Sagan, que para mí era una especie de ángel —ateo recalcitrante, como yo— que te abría la cabeza para ampliar la mirada y mostrarte lo chiquititos que éramos y lo tremendo que era el universo. Por otro lado, creo que mi imaginario galáctico bebe mucho también de la Crónicas marcianas de Bradbury. 

¿De qué otros libros y autores que leías esos años te acuerdas?

Tuve la posibilidad de tener una madre y una abuela lectoras, no de gran literatura, sino de lo que cayera entre mis manos, entonces en mi casa había libros y se cultivaba en mí que yo leyera cuanta cosa se me ocurriera. Mis lecturas, por eso, fueron muy eclécticas, y en esa ruta de lectura sigo hasta hoy. Pero lo primero que recuerdo, siendo muy chica, fueron las revistas: El Hombre Araña, Batman, La Pequeña Lulú, Lorenzo y Pepita, Condorito. Mi madre trabajaba en el centro y creo que a diario me traía revistas que yo devoraba. Después, un poco más grande, se mezclaban las lecturas del colegio con algunas de la biblioteca que ellas tenían. Cumbres Borrascosas y Jane Eyre eran parte de esa biblioteca, yo amaba a las hermanas Brontë. Leí tantas veces Cumbres Borrascosas. Luego, Canción de Navidad, El fantasma de Canterville, Narraciones extraordinarias, de Poe. La caída de la casa Usher, qué maravilla de cuento. Después el fantástico rioplatense que me enseñaban en el colegio: Cortázar, Borges, Bioy. La invención de Morel, no recuerdo si lo leí en ese momento o después, pero qué librazo. Y Donoso. Todo José Donoso. Si escribo es en parte porque leí muy temprano a Donoso.

¿Cambiaron mucho tus lecturas desde entonces? ¿Qué estás leyendo ahora mismo, por ejemplo?

No sé si han cambiado mis gustos, porque todos esos libros adolescentes siguen siendo fundamentales para mí. Y los disfruto tanto como antes. Vengo de ellos, me debo a ellos. No sé si alguna vez lograré leer como leía en ese tiempo. Ahorita mis lecturas, siempre eclécticas y azarosas, están más ligadas a la escritura que me interesa hacer, una escritura híbrida, extraña, que se está buscando. En esa línea estoy entrando a leer Últimas noticias de la escritura, de Sergio Chejfec, y terminando una panzada de libros de la Annie Ernaux. O también lecturas del corazón, por llamarlas de alguna manera, lecturas que hago para estar al tanto del proyecto de la gente que quiero y admiro. Ahí estoy leyendo Limpia, la última novela de la Alia Trabucco, la chica maravilla de la escritura chilena. Y también lecturas por curiosidad que me van abriendo mundos nuevos. En esa línea acabo de comprarme Panza de burro de la Andrea Abreu, de la que he escuchado mucho.

Siempre he escrito vinculándome a la memoria: rescatando historias y reconstruyendo escenas del pasado

Hemos hablado de Bolaño, pero no de Diamela Eltit, una escritora que ejerció una irradiación significativa en la narrativa chilena de los 80 y 90. ¿Cómo te llegó su obra? ¿Qué significó para tu escritura narrativa?

Yo llegué tarde a la Diamela. Quise conocerla cuando estaba en la universidad, pero no lo logré. Leí El cuarto mundo, recuerdo, pero me costó. Luego tomé Lumpérica, me costó menos, pero me costó también. Después, cuando ya escribí Mapocho, entré en la Diamela con goce, pude disfrutarla bien y me encaminé en su obra. Además, que a esas alturas yo ya era una «Diamelita», como nos puso Bolaño. De hecho, pensé que, si me estaban mencionando en la prensa como «Diamelita», lo menos que podía hacer era leerla con mayor profundidad. No había estado en su taller, no la conocía personalmente, al menos tenía que leerla bien. Hoy, además de ser una querida amiga, se ha vuelto para mí una autora fundamental. Admiro profundamente la manera en la que logra observar, con ojo de dron, los movimientos colectivos con lucidez crítica, y cómo traduce eso en su escritura.

¿Cómo ves el panorama de la literatura chilena a la luz del actual proceso histórico que vive el país?

Hemos sido muy tímidos, tremendamente tímidos y evasivos, y creo que aquí falta arrojo para asumir desde la escritura y desde la intelectualidad un rol más activo en el diálogo cultural, un rol que se traduzca también en la obra de cada quien. Hay una literatura muy burguesa todavía, pequeñita, muy encerrada, y también una producción que apunta a la pantalla, es decir, a la exposición, a las redes, a tener un espacio, generar una carrera y transformar al autor rápidamente en una figura, que es lo que el mercado literario nos pide. No quiero decir que es la totalidad, pero es ahí donde veo la literatura chilena en términos generales. Hay diversidad, por supuesto, hay una gran producción —lo que no sé si es bueno o es malo—, pero veo una escritura poco comprometida. Hay mucho pudor, mucho miedo a perder algo. También hay mucha apoliticidad dando vueltas; son generaciones completas que no han crecido pensando políticamente su entorno.

No puedo dejar de preguntarte, finalmente, ¿cómo vas a seguir escribiendo después del plebiscito, una experiencia política que calificas como un desastre?

Te he dicho que me gusta dialogar con la realidad, que me alimento de ella, que es mi materia prima de trabajo. Me ha pasado ahora que no entiendo en qué realidad vivo. Me estoy preguntando qué es lo real en este país. No lo sé, y tampoco sé cómo esto modifica mi escritura. Por supuesto que estoy trabajando un par de proyectos no tan desvinculados de lo que ya he hecho, pero estoy parada porque no sé cómo procesar esto que acaba de ocurrir, y que todavía estamos intentando entender. Frente a eso, no puedo más que quedarme en silencio un rato. Tengo la opción de seguir escribiendo y abstraerme de todo, pero no, qué aburrido, si yo no sé trabajar de otra manera, para mí el único incentivo es el del día a día. Siempre he escrito vinculándome a la memoria: rescatando historias y reconstruyendo escenas del pasado. Pero no por un afán nostálgico, sino porque están en diálogo con el ahora. Para que el recuerdo «entable una conversación con el presente disconforme», como dice el epígrafe de Nelly Richard que puse en Voyager. 

Fotografía de Maglio Pérez
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