POR SANDRA SANTANA
Difícilmente se puede entender el movimiento conocido en Estados Unidos como conceptual writing sin atender a un nombre propio: Kenneth Goldsmith. La escritura de este autor, que cuenta entre sus reconocimientos el ser el primer poeta laureado por The Museum of Modern Art (MoMA), parte de una premisa fundamental: «Si no estás haciendo arte con la intención de copiarlo, no estás haciendo arte del siglo xxi» (2005, s. p.). Goldsmith es un escritor que hace precisamente eso que tantas veces nos advirtieron en el colegio que no debíamos hacer: copiar. Así, para llevar a cabo uno de sus libros, recogió mediante una grabadora cada palabra pronunciada durante una semana, desde la mañana del lunes hasta la noche del domingo (Soliloquy, 2001); para otro, utilizó una edición del New York Times del día 1 de septiembre de 2000 y la transcribió de forma íntegra (Day, 2003); otra de sus obras la confeccionó a base de reunir predicciones meteorológicas durante un año (The Weather, 2005). «Fui un artista; después me convertí en poeta; después en escritor. Ahora, cuando me preguntan, sencillamente me refiero a mí mismo como un procesador de textos» (2005). Un autor-procesador de textos que considera el fin de la literatura, que tantos pronosticaran de forma apocalíptica con la llegada de internet, como un motivo de celebración, pero que, paradójicamente, ha propiciado también el nacimiento de un movimiento literario fruto de un número significativo de antologías y exposiciones durante las últimas décadas.

Además de por su catálogo de obras «increativas» (2011), Goldsmith es incluso más conocido por ser el editor de una página web que ningún interesado en el arte contemporáneo ignora: UbuWeb. Este espacio, que comenzó siendo un repositorio de poesía concreta, visual y sonora, fue abriendo poco a poco el espectro de sus contenidos e incluyendo obras de vídeo, danza y creaciones de música experimental que no guardan ya, necesariamente, vinculación alguna con la escritura. Es en este nutrido caldo de cultivo donde se fragua la genealogía de lo que, desde el comienzo del presente siglo y hasta la fecha, ha despuntado como una corriente literaria rodeada de polémica. Acuñado por Craig Dworkin en 2003 a través de una antología publicada en la página de UbuWeb,[i] el término de «escritura conceptual» describía en origen un corpus en el que se recogían, junto con muestras del grupo OuLiPo o de escritores vinculados a las vanguardias históricas, como Gertrude Stein o Samuel Beckett, abundantes escritos de autores relacionados con la escena artística americana de los años sesenta. Son numerosos los artistas que en esta década se sirvieron del texto como materia prima para sus obras, junto a la acción, la fotografía o las instalaciones. Al revisar la obra de Robert Smithson, Lawrence Wiener, Adrian Piper, Hanne Darboven, Robert Morris, Joseph Kosuth o Dan Graham, por poner sólo algunos ejemplos de una larga lista, es fácil percibir cómo se apunta en ellas una reflexión que afecta al propio lenguaje, sus posibilidades y paradojas. Dworkin, poeta él mismo y creador de un importante archivo digital de poesía experimental y de vanguardia,[ii] se ha convertido en uno de los referentes teóricos que ha puesto de manifiesto estas cuestiones.

El estudio de la utilización de recursos lingüísticos en el arte de los sesenta es enormemente complejo, pero tiene la ventaja y el interés de permitir trazar puentes entre movimientos —como Fluxus, el minimalismo o el arte conceptual— y realizar interconexiones entre la música experimental, la poesía y las artes plásticas que resultan cruciales a la hora entender el espacio creativo del periodo (Kotz, p. 7). Un caso paradigmático de la permeabilidad entre géneros presente en estas prácticas artísticas lo constituye la obra de Vito Acconci, artista del que Dworkin ha editado sus escritos tempranos (2006) y editor, junto con la poeta Bernadette Mayer, de la revista 0 to 9. Esta publicación, nacida en 1967 durante la fiebre «fanzinera» del ciclostil como una respuesta inconformista a la estética de la escuela poética de Nueva York, acabó reuniendo en sus páginas a lo más granado de la escena artística del periodo (Yvonne Rainer, Sol LeWitt, Robert Smithson, etcétera), al tiempo que retrataba el desvanecimiento de los márgenes entre disciplinas que se estaba produciendo y que acabará consolidándose en la década siguiente. Asimismo, los seis números que la componen son también testigos de una tensión que se percibe en el trabajo con el texto, puesto que, mientras que algunos artistas, como Joseph Kosuth, Lawrence Weiner o el grupo Art & Language, insistían en la desmaterialización de la obra con piezas eminentemente textuales, otros destacaban la condición material del lenguaje, evidenciando una preocupación que casaba con el giro en las humanidades, impulsado por la teoría posestructuralista durante la misma época. Artistas como Robert Smithson (A Heap of Language, 1966)[iii] o Mel Bochner (Language is not Transparent, 1969) han dejado importantes ejemplos de ello. Al mismo tiempo, no hay que olvidar que en esta década la poesía concreta, con su énfasis en la dimensión plástica del texto, aunque experimentaba ya cierta decadencia como movimiento globalizado, ve aparecer en Estados Unidos algunas de las principales antologías que han servido como referentes de esta práctica.[iv] Los escritores que en el siglo xxi se reconocen como conceptuales en literatura, sin eludirla, parecen querer recoger esta tensión entre la supuesta inmaterialidad de la idea y lo que es una preocupación principal para toda escritura que se quiera heredera, en algún sentido, de las vanguardias históricas de principios del xx. En palabras de Dworkin: «La opacidad del lenguaje es una conclusión del arte conceptual, pero constituye una premisa para la escritura conceptual» (2018, p. 44).

Entonces, ¿en qué se diferencia la actual escritura de sus antecedentes en el ámbito del arte? Al preguntarle si se consideraba a sí mismo un artista conceptual, Carl Andre, una de las referencias clave de la nueva escritura conceptualista por su temprana obra poética,[v] contestaba en 1970 de manera rotundamente negativa: «Mi arte emerge del deseo de tener cosas en el mundo que de otro modo nunca hubieran estado en él. Soy un materialista, un admirador de Lucrecio» (Tucman, p. 60). Y venía a subrayar con estas palabras el hecho de que, conceptual o no, una obra de arte siempre tiene un resultado material. Haciendo nuestra esta posición materialista de Andre, podemos decir que, más allá de los conceptos, los objetos resultantes de estas prácticas son libros y, como tales, se mueven dentro del circuito de editoriales y librerías, aunque muchos de ellos estén disponibles en versión digital o se distribuyan en impresión bajo demanda. Asimismo, es mediante antologías (órgano clásico de la canonización literaria) como se delimita el espacio en el que se desplaza esta escritura. Diez años después de la recopilación de textos realizada por Dworkin para UbuWeb, otro volumen recogía los frutos ya necesariamente maduros de este movimiento. En Against Expression. An Anthology of Conceptual Writing, se dibujaba el contorno de una herencia que, sin abandonar referentes del mundo del arte, aparecía ya más volcada hacia lo literario y, en concreto, hacia el terreno de la poesía. Desde Denis Diderot o W. B. Yeats a Hart Crane, J. G. Ballard o William Burroughs, el linaje de esta escritura desembocaría en ejemplos de la poesía L=A=N=G=U=A=G=E de Ron Silliman y Charles Bernstein, quienes aparecen como sus antecedentes lógicos más inmediatos en Estados Unidos. Sin embargo, todas las obras recogidas en la muestra coinciden, salvo mínimas excepciones, en un rasgo común: proceden de materiales encontrados que, más o menos elaborados, dan lugar a una nueva composición literaria. Así, Sally Alatalo (Unforeseen Alliances, 2001) compone poemas cuyos versos provienen de los títulos de ediciones baratas de novela rosa; Paal Bjelke Andersen (The Grefsen Address) utiliza una selección de material obtenido de discursos emitidos por televisión de diversos presidentes y primeros ministros nórdicos; Thomas Claburn (i feel better after i type to you, 2006) trabaja haciendo listas con los datos liberados por una empresa proveedora de acceso a internet; Elisabeth S. Clark (Between Words, 2007) reproduce la puntuación de una novela de Raymond Roussel; Nada Gordon (Abnormal Discharge) se sirve de los titulares de un foro online de mujeres sobre temas de salud; y Dan Farrell (The Inkblot Record, 2000) compone párrafos con las respuestas al test de Rorschach obtenidas de distintos libros de psicología, ordenándolas alfabéticamente.

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