«Mis libros son el tipo de respuesta a una pregunta que me he hecho y que no podría responder de cualquier otra manera»POR JESÚS CANO REYES

Cuando se publique esta entrevista, Patricio Pron habrá cumplido cincuenta años. Nació en la ciudad argentina de Rosario en 1975 y reside en Madrid desde hace casi dos décadas. Entre medias, vivió en Alemania, donde se doctoró en la Universidad de Göttingen con una tesis sobre los procedimientos narrativos de la literatura de Copi, escritor argentino de expresión francófona. Ha obtenido reconocimientos como el Premio Juan Rulfo de Relato de 2004 por «Es el realismo», el Premio Jaén de Novela de 2008 por El comienzo de la primavera, el Premio Cálamo Extraordinario de 2016 por su trayectoria y el Premio Alfaguara de 2019 por Mañana tendremos otros nombres. Además, ha sido traducido a idiomas como el inglés, el alemán, el francés, el italiano o el chino; durante el curso pasado, fue escritor residente en el Centro Dorothy y Lewis B. Cullman de la Biblioteca Pública de Nueva York. Hay, sin embargo, algo que va más allá de los premios y de la lógica a veces caprichosa y a veces interesada de la industria editorial, y eso Pron lo consiguió hace tiempo; me refiero a ese galardón intangible pero significativo que es el prestigio que solo alcanzan las autoras y los autores cuya obra crece al margen de las modas y continúa interesando a quienes buscan en los libros algo más que una historia, a quienes prefieren encontrar en ellos una forma de la inteligencia, una reflexión ética y una intensidad perdurable.
Un escritor no debe aprovecharse jamás del impulso adquirido, dijo André Gide, y esa máxima parece guiar también los distintos experimentos narrativos que ha ensayado Pron con sus diferentes libros. Si bien todos comparten una voz reconocible –una prosa que se abre camino hacia lugares inesperados, ramificándose a través de larguísimas subordinadas, incisos entre guiones y cambios de dirección marcados por el punto y coma–, en cada uno de ellos se prueban cosas diferentes. Una puta mierda (2007), reescrito después como Nosotros caminamos en sueños (2014), se inserta en una constelación de textos sobre la Guerra de Malvinas (en torno al astro que supuso en 1983 Los pichiciegos de Rodolfo Fogwill) y su mera presencia modifica el dibujo del conjunto estelar. El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011, y también reescrita y ampliada en 2024) es, además de su única autoficción publicada hasta la fecha, varias cosas más: una indagación en las posibilidades de la literatura de hijos antes de que se llamara como tal y una novela del regreso, que narra la vuelta de un escritor argentino a su país natal para despedirse de su padre enfermo y encontrarse de paso con un episodio desconocido de la dictadura; los breves capítulos numerados presentan huecos, lo que habla tanto de los vacíos de la memoria personal como de la historia nacional. En su siguiente novela, No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (2016), Pron imagina un ficticio Congreso de Escritores Fascistas Europeos, celebrado en Italia hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, para indagar con él en las tensiones entre arte y poder y en las complicidades que los intelectuales establecieron con los totalitarismos del siglo XX; en sus temas y procedimientos, la novela dialoga críticamente con la obra de Roberto Bolaño, de quien hereda el impulso de convertir la literatura en un campo de investigación y una forma de memoria frente al horror. En Mañana tendremos otros nombres (2019), Pron traslada su mirada analítica al terreno de las relaciones sentimentales contemporáneas: es una novela de amor (lo que en realidad quiere decir que es principalmente una novela de desamor) que, a partir de la ruptura de una pareja que carece de nombres propios, observa cómo también nuestros vínculos y nuestros afectos más íntimos están siendo apropiados por el mercado y la tecnología.
Podría continuarse la lista hablando de los caminos que exploran sus libros de relatos, muchos de ellos reunidos en ediciones siempre diferentes bajo el título dylanesco de Trayéndolo todo de regreso a casa. Y, por supuesto, de ensayos tan distintos y atractivos como El libro tachado (2014), que reúne un sinfín de peripecias fascinantes en torno a todos aquellos libros que no llegaron a existir o que dejaron de hacerlo, o de No, no pienses en un conejo blanco (2022), que piensa en el papel de la literatura en la sociedad actual y postula la lentitud como forma de resistencia para que la cultura no termine de ser devorada por un sistema hiperansioso y acelerado. Como puesta en práctica de esas ideas, Pron también ha imaginado una forma distinta de hacer libros con objetos como Traumbuch (2022), un diario de sueños desplegable.
Por otra parte, el trabajo literario de Pron no se puede desligar de su faceta como crítico. Sus reseñas publicadas a lo largo de los años en Babelia y otros medios culturales no son simplemente un dictamen sobre el valor del libro o una opinión desde la empatía o la subjetividad, como tantas veces ocurre, sino una consideración sobre el diálogo que dicha obra establece con la tradición y sobre las múltiples formas mediante las cuales la literatura confronta el presente e imagina un futuro posible. Esa reflexión, siempre sugerente e inspiradora, siempre matizada, se manifiesta también en los muchos prólogos que Pron ha escrito para libros de autores como Stefan Zweig, José Donoso, Luis Chitarroni, Flann O’Brien, Nicholson Baker, Mariana Eva Perez, y el propio Copi, entre otros.
En febrero habrá nueva novela de Pron. Mientras tanto, La naturaleza secreta de las cosas de este mundo (2023) es la más reciente hasta la fecha y bastaría por sí sola para dar cuenta de la soberanía que ha alcanzado su autor. Es un libro sobre la desaparición y la huida, pero también sobre la necesidad de hallar amparo y significado en lo perdido. En su pregunta fundamental por lo que el arte puede hacer ante el dolor y la ausencia, la propia novela ofrece una respuesta, no porque la formule explícitamente, sino porque su existencia misma produce en quienes leen ese efecto de consuelo y de sentido: un logro hermoso, donde la pregunta y la forma que la contiene se confunden hasta volverse una sola cosa.
Estamos en la Biblioteca Nacional de España, donde alguna vez hemos coincidido trabajando, flanqueados por los retratos de los Premios Cervantes. ¿Has pensado en lo que significa para ti, en tanto escritor argentino (si es que eso quiere decir algo), escribir desde este lugar tan simbólico?
Durante el año en que estuve trabajando en la Biblioteca Pública de Nueva York descubrí —o redescubrí— el placer que siento al escribir en lugares donde otras personas leen; también el de leer junto a otros, sobre el que creo que no se ha escrito lo suficiente aún. De modo que, para mí, la Biblioteca Nacional de España tiene ese significado, el de un lugar de trabajo donde se producen encuentros como el nuestro. De las otras significaciones que pueda tener la institución sé más bien poco. Desde luego, la literatura casa mal con las instituciones, en especial con las que intentan apropiársela. Pero puedes utilizarlas para producir algo que sea deliberadamente antiinstitucional; «hackearlas», si lo prefieres.
Es muy bonita esa idea de leer con los otros. En tu manera de entender la literatura ese gesto es muy explícito, en la medida en que sueles revelar al final de tus libros la caja negra de tu escritura, esa red de influencias y relaciones que sustentan tus artefactos. Es un gesto poco usual, que en el caso de otros creadores atentaría contra la ilusión de originalidad de sus obras…
Yo no veo nada inusual en lo que hago al «revelar» al final de mis libros de dónde salieron algunos de sus elementos. De esas notas —que sé que tienen sus defensores, pero también sus críticos— se podrían decir varias cosas, pero yo prefiero decir simplemente que son agradecimientos, como los que podemos encontrar en muchos otros libros. Si parecen algo más es por la existencia de docenas de ideas difíciles de comprobar, pero muy tradicionales y aceptadas por muchas personas. La de que existe algo llamado «originalidad». La de que los escritores no son —y no tienen por qué ser— lectores. La de que los libros surgen de una especie de vacío incomprensible en el que todo pensamiento es un pensamiento completamente puro en su novedad. La de que se escribe estando por completo solo y se leen textos individuales, aislados en una especie de vacío perfecto. Que yo sepa, nadie que haya sostenido algo así ha tenido razón nunca: es absolutamente imposible leer una sola línea sin leerla junto con el recuerdo de otras líneas parecidas que hemos leído en el pasado y con la intuición de que hay otras líneas similares que leeremos en el futuro. Borges habló de esto, naturalmente. Y ahora que lo pienso, puede que este capricho mío de mostrar «el revés de la trama» al final de mis libros sea producto de haberlo leído a él, de lo mucho que Borges nos dio a todos, lectores y lectoras y escritores de cualquier sitio y de cualquier género.
Más allá de la enseñanza fundamental de Borges —que es absoluta porque no tiene que ver solamente con una técnica o un procedimiento, sino con un modo de entender la literatura—, ¿qué otros autores han determinado tu escritura? Algunos de ellos están implícitos en los epígrafes o en las elecciones formales o temáticas de tus libros; en los ecos, quizás, de Piglia, de Bolaño o de Fogwill. ¿En quiénes reconocerías hoy a algunos de tus «maestros», si los quieres llamar así?
Bueno, hablar de maestros es siempre complicado. Por una parte, porque puede que esos maestros desistan o hubiesen desistido de tenernos a nosotros como sus discípulos. Y por otra parte, porque, en realidad, no hay ninguna lectura —ningún libro, por peor que sea— que no determine la producción de un escritor, que no ejerza influencia en él, si éste está intelectual y emocionalmente vivo. Hablar de nuestros «maestros» es hablar de personas que ejercieron sobre nosotros un patronazgo involuntario, y en nombre de esa involuntariedad quizás lo mejor sea cambiar de tema. Bolaño, Fogwill y Piglia fueron y son importantes para mí. Pero también lo son Sylvia Molloy, César Aira, Daniel Guebel, Sergio Chejfec, María Moreno, Rodrigo Fresán y Alan Pauls, Graciela Speranza, Martín Caparrós. Cada uno de ellos fue y es importante para mí de algún modo y por alguna razón, y no olvido el hecho de que Elvio Gandolfo me enseñó todo lo que sé acerca de escribir y de leer sin darme jamás una sola clase.
Llevas casi treinta años publicando libros. ¿Cuáles son los aprendizajes que has hecho en los últimos tiempos? Dime de qué has tenido que desprenderte y qué has tenido que conquistar a lo largo de tu carrera para ser el escritor que eres.
Uno de los errores más habituales cuando se habla de estas cosas consiste en creer que existe la posibilidad de «convertirse en escritor». Es decir, que hay algo parecido a un punto de llegada en el que ya se sabría todo lo que se tiene que saber para escribir y no harían falta más aprendizajes ni enfrentarse a dificultades nuevas. Quizás a algunos les parezca que es así realmente, en especial si observan todo esto desde fuera. Pero el hecho es que no hay ninguna lección a aprender ni otras conquistas a realizar que el descubrir, al enfrentarte a la página en blanco, quién eres y quién puedes ser y cómo contarlo. Por mi parte, creo que soy mejor escritor que —o si lo prefieres, un escritor no tan malo como— el que alguna vez fui, y que hay cosas que mis libros pueden hacer ahora que no resultaban posibles hace algunos años. No estoy seguro de que haya aprendido nada, sin embargo; excepto —quizás— que escribir, a diferencia de leer, es una actividad sin precedentes. No importa cuántos libros hayas escrito ya ni desde cuándo lo haces: cada vez, empiezas de nuevo. Y con ese empezar se hace visible la necesidad de un nuevo modo de expresarte y de una moral nueva. Y escribes para descubrir ambas cosas.
No estoy seguro de que haya aprendido nada, sin embargo; excepto —quizás— que escribir, a diferencia de leer, es una actividad sin precedentes. No importa cuántos libros hayas escrito ya ni desde cuándo lo haces: cada vez, empiezas de nuevo. Y con ese empezar se hace visible la necesidad de un nuevo modo de expresarte y de una moral nueva. Y escribes para descubrir ambas cosas
Hay algo de esa idea de búsqueda en tu última y hermosa novela, La naturaleza secreta de las cosas de este mundo, donde uno de los personajes, que es una policía que busca a un hombre desaparecido, dice lo siguiente: «Buscamos, pero no sabemos lo que buscamos hasta que damos con ello. Y, sin embargo, cuando lo hacemos nunca podemos saber si lo que encontramos es en realidad lo que estábamos buscando u otra cosa». Es inevitable pensar que, más allá de las investigaciones policiales, esa idea se extiende a todo aquello que estamos buscando siempre, tanto en la vida como en el arte. ¿El trabajo del escritor siempre es, o debería ser, una búsqueda incierta?
Una de mis escritoras favoritas, Marguerite Duras, dijo en una ocasión algo así como que «escribir es averiguar qué escribiríamos si escribiésemos». Puede parecer tan sólo un juego de palabras. (O el balbuceo del borracho derrotado por los elementos: Duras, que alguna vez dijo también que si no se hubiese convertido en escritora se habría convertido en alcohólica, consiguió ser ambas cosas al mismo tiempo.) Pero pienso que hay algo realmente importante en esa frase. Una verdad esencial, por llamarla así. Desde luego, hay cientos de autores y autoras que han escrito y escriben sobre cosas que ya saben, con un diagrama previo o cualquier otro tipo de referencia. Yo no suelo hacerlo, y mis libros son el tipo de respuesta a una pregunta que me he hecho y que no podría responder de cualquier otra manera.
La naturaleza secreta de las cosas de este mundo —por hablar del libro que has mencionado— surgió de la pregunta de si se podía —es decir, si yo podía— escribir un libro conformado por dos mitades compuestas por un número muy parecido de páginas una de cuyas mitades narrase un período de aproximadamente veinte años, y la otra, uno de ocho o nueve minutos. Después sucedieron otras cosas, y los temas de la desaparición voluntaria, del duelo y de la pérdida de si, al igual que los asuntos relacionados con la actuación —Olivia es actriz, como quizás recuerdes— y con el sentido del arte en este momento histórico, acabaron presentándoseme y yo terminé escribiendo sobre ellos. Y más tarde, la novela pasó a significar otras cosas, para sus lectores y lectoras. Pero la razón por la que la escribí en primer lugar es porque tenía la pregunta acerca de la relación entre relato y tiempo de la que te hablaba antes y no sabía cómo responderla de otro modo que no fuera escribiendo un libro como La naturaleza secreta de las cosas de este mundo. De alguna manera, todos mis libros han surgido de preguntas como la que lo inspiró.
De hecho, una de las preguntas persistentes que se hacen tus libros tiene que ver con la función de la literatura y el arte en nuestro tiempo. En La naturaleza secreta de las cosas de este mundo se habla del arte como de eso «que puede explicar y aliviar la condición humana», pero parece que eso está cambiando, ahora que las plataformas, los algoritmos y el desconocimiento de la tradición amenazan esa función del arte y buena parte de los libros renuncian a esa pretensión. ¿Qué puede hacer la literatura frente a este cambio de paradigma, amenazada por la hiperproducción y el consumo rápido? Por su razón de ser, la literatura está intrínsecamente ligada a una lentitud para la que los tiempos actuales parecen muy poco propicios, como sostienes en tu ensayo No, no pienses en un conejo blanco.
Bueno, la que me haces es una de esas preguntas que no creo que nadie pueda responder de manera individual, inspirándose en una u otra certeza o convicción y sin participar de una discusión más amplia. Desde luego, a todos nuestras opiniones nos parecen mejores que las de los demás. Con opiniones se animan los debates y las columnas de los periódicos, se completan las plantillas de los ministerios y se ganan y se pierden seguidores en las redes sociales. Pero yo tiendo a desconfiar de todas ellas y soy muy crítico con las que yo mismo tengo. Dicho esto, mi opinión acerca de este asunto es que lo que alguna vez llamamos «la galaxia Gutenberg» puede empezar a ser visto, más bien, como un paréntesis, y que su reemplazo por formas inanes de entretenimiento audiovisual se ha acelerado en los últimos años hasta el punto de haber producido una transformación radical en la concepción de lo que es el arte, de lo que es un libro y para quién es y qué tiene que producir en su lector o en su lectora. Quisiera equivocarme, pero tengo la impresión de que ninguna de las instancias a las que recurríamos hasta hace algún tiempo para saber qué leer y por qué está haciendo su trabajo ya. Creo, además, que nos dirigimos hacia un lugar desagradable y triste en el que todo lo que amábamos nos habrá sido arrebatado y reemplazado por cosas que tendrán con los libros y con el arte y con el hacha que, en palabras de Kafka, debe romper «el mar helado dentro de nosotros» una relación puramente nominal. No pienso que estemos ante una «crisis» de la lectura y de los libros, sino ante su colapso, y que a las personas más jóvenes se les está robando algo precioso que esas personas no saben que podía pertenecerles: la capacidad de comprender y producir ideas complejas —sin las que, por cierto, no es posible la democracia— y encontrar placer y vitalidad en ellas. (Y, con ellas, un mundo más amplio y más diverso y más habitado por la posibilidad.) De nuevo, sin embargo: esta es mi opinión, y yo desconfío mucho de mis opiniones. Quisiera estar equivocado acerca de todo esto, y tal vez lo esté. No hay nada que desee más.
Con tu paso a Anagrama en 2023, se está volviendo a reeditar también tu obra anterior. En 2024, salió El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia en una versión corregida y ampliada respecto a la primera de 2011. ¿Cómo fue el proceso de regresar a ese libro trece años después, cuando, entre tanto, la llamada literatura de hijos —que entonces ni siquiera se denominaba así— ha seguido un camino particular?
Con El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia sucedió algo que muestra cómo los escritores solemos estar profundamente equivocados acerca de nuestros libros. Yo lo escribí para dejar atrás parte de mi historia personal y la de mi país y con el convencimiento absoluto de que, tras haberlas narrado, ambas pasarían a ser tan sólo un objeto entre otros en cualquier lugar. (Una librería, por ejemplo.) Sin embargo, desde su publicación, el libro ha estado volviendo a mí una y otra y otra vez bajo la forma de ensayos acerca de él, reediciones y publicaciones en sitios en los que jamás imaginé que sería leído.
Creo que ya para su primera publicación pensé en las fotografías. Pero no recuerdo haberle planteado siquiera esta posibilidad a Claudio López, mi editor en ese momento. Quizás Claudio hubiese aceptado publicar el libro con fotografías, aunque tal vez no con las fotografías que yo escogí para esta nueva edición, que son imágenes que tienen una relación compleja y a menudo conflictiva con el texto que supuestamente ilustran. Como sea, cuando volví sobre el texto lo hice habiendo leído ya buena parte de una «literatura de hijos» de la que yo no sabía nada cuando escribí El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia y siendo yo un escritor algo diferente del que era cuando fue publicado por primera vez. Decenas de cosas han cambiado desde 2011 y también ha cambiado el modo en el que leemos, y hay una nueva promoción de lectores y de lectoras que leen textos como este por primera vez en el marco de un aumento de la intolerancia y del autoritarismo que hace que estos tiempos se parezcan mucho más a los de los padres que a los de los hijos de esa literatura de la que hablabas. De modo que, incluso aunque no hubiese cambiado una sola coma, el libro —y el modo en que puede ser leído— sería nuevo para mí y para los demás, pienso.

En cualquier caso, no es el único libro tuyo que ha seguido transformándose tras su publicación: si no estoy equivocado, Una puta mierda se convirtió en Nosotros caminamos en sueños (una obra, como la anterior, contextualizada también en la historia argentina, en este caso en las Malvinas) y tu colección de cuentos Trayéndolo todo de regreso a casa se reconfigura bajo ese mismo título en cada reedición y en cada país. La publicación de un libro da una falsa idea de fijación definitiva, pero las constantes mutaciones de tus obras desmienten esa idea, ¿no?
Sí. Idealmente, ninguno de mis libros es clausurado con su publicación. Puede haber cambios. Restituciones. Añadidos. Desmentidos. Impugnaciones. No hay nada cerrado realmente. Y si esto es así no es sólo porque existe la posibilidad de reescribirlos total o parcialmente para cada nueva edición, sino también porque —al menos tal como lo veo yo— cada uno de ellos es modificado por la publicación de cada nuevo libro que escribo. Si el concepto de «obra» tiene algún tipo de utilidad —algo que puede y tal vez deba ser puesto en cuestión, por supuesto—, yo creo que esa utilidad radica en el modo en que unos libros modifican a otros y arrojan una imagen distinta con cada nueva adición. Y no sólo en el caso de mis propios libros, por supuesto. Por mi parte, yo nunca hablo de mi «obra» sino de mi «trabajo». Pero pienso en cada uno de los libros como parte de algo más amplio y que los excede y que se inscribe a su vez en algo más amplio aún que está delimitado por la atención y el tiempo y la extraordinaria generosidad de los lectores y las lectoras que los convierten en parte de su vida.
Digamos que todos esos libros conforman una especie de pintura de cierta magnitud, y que su comprensión se enfrenta a las dificultades que ese tipo de obras plantea siempre: si te acercas mucho, pierdes la visión de conjunto; si te alejas demasiado, te pierdes los detalles. Quizás haya en todo esto una especie de lección acerca de cómo leer no sólo mis libros, pero soy incapaz de dar con ella en este preciso instante.
Hemos conversado en alguna otra ocasión acerca del valor artístico de la singularidad, de esos escritores que son interesantes precisamente porque son diferentes, porque están, como decía César Fernández Moreno, en los «alrededores de los aledaños». Como lector y crítico has estado siempre muy pendiente de esos artefactos experimentales (y, dicho sea de paso, no somos pocos los que debemos a tu criterio el descubrimiento de libros raros y preciosos), pero también como autor has explorado la creación de esos libros objeto. ¿Cómo surgió la idea de hacer un diario de sueños desplegable como Traumbuch (2022) o la competición contra la inteligencia artificial de Pron vs. Prompt (2025)?
Qué bueno saber de esos «descubrimientos», Jesús. Como crítico, cuando escribo sobre los libros de otros, por lo general lo que menos me importa es si me gustaron o no; se trata más bien de ponerlos en un mapa y mostrar a los lectores y las lectoras que el suyo —que creían suficientemente bueno, en especial si prestaron o prestan atención a las promesas siempre incumplidas del negocio editorial— podía y puede ser más amplio, en especial si están dispuestos a darles la espalda a las modas y echar una mirada a los márgenes, que a menudo son lo único realmente central en la literatura.
De los libros-objeto es poco lo que puedo decir, excepto que me parecen una magnífica forma de resistir al exceso de oferta y al desprecio por el libro que parecen estar detrás de mucho de lo que leemos. De algún modo, son también una forma de resistencia a la pérdida de materialidad de la literatura que la acompaña al menos desde la aparición del libro electrónico. Un buen amigo mío no puede salir de su casa sin tocar los libros que tiene, sin abrir uno u otro y leer una línea o dos, olerlos, etcétera. Su amor por ellos puede parecernos una simple manía. Pero creo que expresa algo más profundo. Una necesidad de que los libros desplieguen ante nosotros todos sus múltiples encantos, no sólo los que se derivan de los textos que contienen. Traumbuch surgió de mi deseo de que mis libros embellezcan las casas de quienes los leen, de la complicidad de Fabio de la Flor —su editor— y del hecho de que anoto mis sueños desde los quince o dieciséis años de edad.
Bajo la influencia de ciertos escritores, yo pensaba que algún día iba a convertir esos sueños en literatura; pero ahora pienso que son literatura por sí misma, sin necesidad de ninguna transformación. Continúa sin ser respondida en ellos la pregunta de quién los escribió, sin embargo. Y ni yo creo poder afirmar que soy el autor de los que forman ese libro, que son todos reales y que evidentemente firmé con mi propio nombre.
El Pron vs. Prompt es otra cosa, que sucedió gracias al entusiasmo de mis amigos de la UNED, quienes llevan algunos años estudiando el potencial de las inteligencias artificiales para reemplazar a los seres humanos en las actividades más creativas. «Competir» contra la versión más actualizada de la inteligencia artificial más importante del momento fue interesante y descorazonador y de nuevo interesante, y mi conclusión —si quieres conocerla— es que, si bien la inteligencia artificial no puede crear nada realmente original —«creativo», si lo prefieres— está en condiciones, y lo estará más y más en el futuro, de producir el tipo de ruido que conforma el noventa por ciento de todo lo que publican los periódicos y ciertas editoriales y todas las redes sociales. Decir que esto es bueno o malo depende de decenas de cosas, incluyendo cuán bien o cuán mal funcione tu brújula moral. Pero creo que coincidirás conmigo en reconocer que —como buena parte de las tecnologías que empleamos— las inteligencias artificiales tienen como finalidad o propósito inhibir el ejercicio de aquello que prometen que ayudarán a hacer. (Las redes sociales son la negación de los intercambios en sociedad, los buscadores en línea impiden que accedamos a la información, las inteligencias artificiales inhiben el uso de nuestra inteligencia, etcétera.) Del mismo modo, su producción textual contribuye a la enorme máquina de no leer que conforman todas esas instituciones tanto públicas como privadas que supuestamente ayudan a que leamos. Una discusión acerca de estas cosas debería tener en cuenta este hecho, pienso: el de que escribir y leer son derechos que alguien nos otorgó en algún momento, por alguna razón, y que ahora, por alguna razón también, nos quita.
No hablo aquí de leer por leer, de que «leer nos hace mejores», como piensan algunos. Hablo de ejercer nuestro derecho a ser libres. No es que nos hayan prometido un jardín de rosas, pero lo ideal sería que no nos obliguen a arrastrarnos por un campo de espinas. Bueno, la literatura es el sitio del que extraemos expresiones como «un jardín de rosas»: es el lugar del que surge un lenguaje compartido para dar cuenta de una experiencia también compartida sin el cual esa experiencia no puede ser comunicada y se vuelve intolerable. De eso hablamos, creo.
Quisiera que cerráramos esta charla con una pequeña confesión por tu parte: ¿qué imágenes te vienen a la cabeza si piensas en los momentos más luminosos que te han deparado tantos años dedicados a la escritura? ¿Hay algún instante que resuma para ti la alegría de escribir?
Muy a menudo, en especial cuando viajo fuera de España, los lectores y las lectoras de mis libros traen todos los que tienen para que se los firme. Lo hacen pidiendo disculpas, como si creyesen que están abusando de mi paciencia. Pero yo se los firmo con mucho placer; en especial, cuando esos libros han sido visiblemente «vividos», tienen subrayados, anotaciones y otras marcas de lectura. Desde luego, no escribes libros si no prefieres la soledad a la compañía. Sin embargo, la idea de que eres parte de la vida de otras personas mientras vives la tuya es tremendamente poderosa. Cada encuentro con un lector o con una lectora, cada oportunidad en la que alguna persona se me acerca para decirme que un libro que he escrito significa para ella lo que significan para mí los libros que son importantes en mi vida: cada una de esas oportunidades —tan habitual como podría parecer— me toma por sorpresa, y esa sorpresa es una de las emociones más intensas que conozco.
