POR KELLY MARTÍNEZ-GRANDAL
A Noel y Ray, a Teatro y Simulacro.

 

Huevo del mar, ella está rodeada.

Gilles Deleuze

 

DONDE SE CUENTA, A GRANDES RASGOS, LA CONSTRUCCIÓN Y DECONSTRUCCIÓN DE LO INSULAR

Épica de las islas. Desde los héroes griegos y sus viajes hasta el alter orbis insular del medioevo, la isla es asunto literario, no sólo como tema sino como conciencia simbólica: un espacio geográfico-espiritual asociado con la búsqueda, la aventura y la revelación: Odiseo e Ítaca, San Juan y Patmos, el rey Arturo y Avalon. Hay, también, una mística de lo insular; de lo delimitado, lo aislado, lo separado. Lo rodeado de agua. En las islas, decía Deleuze, el conflicto entre mar y tierra —esa lucha primigenia anclada en el imaginario colectivo y mítico— no se solventa.

Salvación del naufragio, lugar de descanso y paso, las islas adormecen con el ruido de la espuma. A veces los pájaros, en sus largas travesías migratorias, se posan y cantan. A veces hay pájaros endémicos, nacen y viven allí. Todo depende del lugar, de la isla. Continentales u oceánicas, derivadas u originadas, móviles o inmóviles, de las islas hay que cuidarse. Puede ser que, en ellas, habite Circe. Hechicera solar, entretiene sus días transformando hombres en bestias.

El isleño está obligado a mirarse. Debe descubrir un orden que también es el de su libertad frente al espacio que lo confina, hacerse uno con él y, paradójicamente, sobrepasarlo. Nacer en una isla es nacer en el destierro, aprender a vivir en él, erigirse contra él. Frontera en disolución, el agua y la distancia, la imposibilidad de un otro-semejante. A la vez, la imagen majestuosa de lo otro: el mar con sus muchos dioses, sus muchos muertos. Marineros ahogados que cantan desde el fondo, criaturas sin nombre que habitan la profundo. Contradicción, vista desde el naufragio una isla es alguna parte, un útero para volver a nacer. Las islas son refugio y cárcel. Las islas, bien lo dijo Dulce María Loynaz, pueden morder sus colas en signos de infinito.

Es sobre esa contradicción, que va más allá de lo abierto y lo cerrado, del afuera y el adentro, sobre lo que parece fundarse el mito de la insularidad en la poesía cubana. Nuestra primera obra literaria, Espejo de paciencia, compuesta en 1608 por el escribano canario Silvestre de Balboa contiene ya versos referenciales: «Dorada isla de Cuba ó Fernandina, / de cuyas altas cumbres eminentes / bajan á los arroyos, ríos y fuentes / el acendrado oro y plata fina». Fija, con ello, una necesidad de saberse, de concretarse como espacio fijo e imagen propia. La misma en la que hurgará el modernismo decimonónico —criollismo, naturalismo, nacionalismo— con su afán por la autonomía y la particularidad, no sólo a nivel de lenguaje (un distanciamiento de las claves de la poesía barroca) sino también a nivel de creación de una identidad nacional.

El fenómeno, por supuesto, no es exclusivo de la poesía cubana. El siglo xix en América Latina (y en muchas otras partes) es el siglo de la independencia y de la construcción de un imaginario propio. La poesía fue un medio para edificarlo. En la nuestra, lo campesino, lo guajiro, se ofrece como espacio de lo criollo y lo cubano (todavía no lo isleño) —olores de jazmines y atardeceres en la guardarraya, sonidos de guateque y palmeras y bohíos—, lo heroico como espíritu nacional. Sin embargo, estas nuevas formas de producción cultural —y a pesar del intento de distanciarse a nivel formal— siguieron conectadas con la voz del romancero español. Con una que otra excepción, nuestra intención de llevar la poesía al terreno de lo popular era todavía estetizado, retórico, lírico, culto.

Hizo falta otra forma de asumir lo cubano para que las cosas tomaran otro color: la poesía negra, afro-antillana, negrista, vino a instaurar un nuevo orden. En Cuba, tuvo a su primer exponente en Nicolás Guillén, cuya obra fue clave para insertar, reivindicar, precisar el rol indisputable de la experiencia negra en la cultura cubana (que no es lo mismo que aceptar, pero el todavía pujante racismo cubano no es el tema de estas páginas).

Estamos juntos desde muy lejos,

jóvenes, viejos,

negros y blancos, todo mezclado;

uno mandando y otro mandado,

todo mezclado;

San Berenito y otro mandado

todo mezclado;

negros y blancos desde muy lejos,

todo mezclado;

Santa María y uno mandado,

todo mezclado

todo mezclado, Santa María,

San Berenito, todo mezclado,

todo mezclado, San Berenito,

San Berenito, Santa María,

Santa María, San Berenito,

¡todo mezclado!

Yoruba soy, soy lucumí,

mandinga, congo, carabalí. [1]

 

 

Con la obra de Guillén, se apuntalan nuevas posibilidades del lenguaje y de la creación poética (por primera vez el habla es realmente popular, se incorporan giros y cadencias propios de la afro-cubanidad), se subvierte un imaginario y se crea otro: no la cabeza, sino el cuerpo; no el atardecer, sino la madrugada; no el guateque, sino el velorio. Hermanada con el Harlem Renaissance y su beat de jazz: «[…] predominan en esta poesía el bongó, con su estrépito de frondas agitadas y la mulata, reina y señora que no desplaza a la trigueña, aunque la negra es su azafata más recorrida. Changó borra las huellas de la Virgen de La Caridad del Cobre. Y discurre en alucinante teoría el anca, la rumba, la bata, la cadera, el ron, el solar».[2]

Poesía mayormente urbana, el espacio de Guillén es el del suburbio y el arrabal. El margen, converge al centro de la fiesta, un viejo santo que baja y se monta. Cimarrona y mestiza, su obra y la de los poetas que incorporaron las voces negras a lo idea de lo cubano —Georgina Herrera y Nancy Morejón son indispensables en la lista— terminarán de configurar la idea, moderna por demás, de una identidad nacional.

Pero fue Lezama quien, en su simulacro de una conversación con Juan Ramón Jiménez, puso la piedra primera de lo insular como problema estético. Es decir, como modo específico de componer, pensar y habitar una imagen. Al modo del islario medieval —ese género de la cartografía que terminó siendo literario—, que reinventó la noción fantástica de las islas, con la teleología insular lezamiana se concretará un eidós sobre Cuba. La isla abandona su materialidad, su geografía y naturaleza, y se convierte en condición ontológica y «mitopoética». Para empezar, Lezama escoge la figura de Narciso: lo incapaz de alteridad y diálogo, lo enamorado de sí mismo. Entre el sujeto y su sombra, la impertinencia del agua «abre un olvido en las islas, espada y pestañas vienen / a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca impura».[3]

Una década más tarde, María Zambrano hablará de su sentir a Cuba como poesía, como sustancia misma y su gesto terminará de fundar el centro en torno al cual gravitarán los miembros de Orígenes y buena parte de la producción literaria cubana, incluso en la actualidad. La isla no podía ser medida, calculada, reproducida. No era ya un tema, sino un estado desde el cual se escribe o, incluso, un estado desde el cual se es. En la cueva, apenas percibíamos las sombras de su naturaleza espiritual, apenas lográbamos aterrizar en palabras su trascendencia.

Escribo en la arena la palabra horizonte

Y unas mujeres altas vienen a reposar en ella.

Dialogan sonrientes y se esfuman tranquilas.

Yo no puedo seguirlas, el sueño me detiene, ellas van por mis brazos

Buscando el camino tormentoso de mi corazón.

El horizonte guarda los amigos perdidos, las naves naufragadas,

Las puertas de ciudades que existieron cuando existió David.[4]

 

Es esa producción literaria, fundada sobre la idea metafísica de lo insular, lo que Cintio Vitier recoge en Lo cubano en la poesía, libro monumental no sólo por su prodigiosa sistematización de la literatura, sino porque termina siendo una forma petrificada y marmórea de la cultura. Un panteón, que lo mismo aplica para dioses y muertos. A ambos, de todas formas, hay que ofrendarles algo y es imposible concebir la historia de la poesía cubana sin la gesta de Vitier, así sea para denostarla. Al nacionalismo decimonónico, a las propuestas de Nicolás Guillén o de intelectuales como Fernando Ortiz, Jorge Mañach y Lydia Cabrera —en su intento de subvertir el proceso colonialista europeo a partir del humor, el cuerpo, el mestizaje como elementos inherentes a lo cubano— Vitier opone la abstracción de la isla y un intento de purificar y entronizar la literatura cubana.

Tuvo que venir un pájaro hereje a cagarse sobre el mármol para que el mito de la insularidad descendiera de su altura afrodítica-uraniana y se transformara en afrodítica-pandémica, Venus vulgivaga, popularis o, afortunadamente, en algo peor: la maldita circunstancia del agua por todas partes. Irónico, corrosivo, cáustico —«un tarro de leche cortada con un limón humorístico», como se definió a sí mismo—, Virgilio Piñera (que también había sido parte de Orígenes) publica La isla en peso en 1943, ganándose la crítica feroz de las entonces luminarias de la poesía cubana; de un Vitier que le reclama haber convertido la isla en «una atroz Antilla cualquiera». Su insularidad es paria y hiede. «Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar para desangrarlo». Pero también explota en un erotismo sin contornos, bello y grotesco al mismo tiempo, pues «el perfume de una piña puede detener un pájaro». Contrapoema y contrapeso que derriba «los tópicos del pensamiento insular con una visión desmitificadora, anticatólica y antilírica».[5]

Es precisamente la antinomia Vitier-Piñera, entre muchas otras cosas, lo que varios intelectuales revisarían en la década de los noventa y desde espacios que abarcaban tanto la producción como la crítica literaria. Como escenario, tres eventos particularmente significativos para la cultura cubana: el centenario de la muerte de Julián del Casal, en 1993; el cincuentenario de Orígenes, en 1994 y el centenario de la muerte de José Martí, en 1995. La apuesta por una revisión del canon —refracción (que no reflejo) de una crisis, la del Período Especial y los balseros— conducirá a la reconfiguración de un imaginario y una tradición y, sobre todo, a la reivindicación y actualización de la obra de Piñera como agente subversivo: una autonomía y una libertad sin las cuales es imposible acercarse y leer la literatura cubana actual.

La ruptura de lo canónico tiene, por supuesto, antecedentes (paradoja de las vanguardias no poder escapar de su historicidad) en las generaciones de los setenta y ochenta; en su relación diacrónica-sincrónica, existencial, con la Revolución. Pasadas la celebración y la euforia, pasado el oscuro episodio de la UMAP (en el que tantos poetas se vieron denigrados y envueltos), polvorienta la (poesía) épica de los primeros años, la poética de las décadas posteriores giró hacia la autorrepresentación y la individuación. Es decir, hacia el sujeto que soy frente al mundo. No como resultado del mismo, no de manera pasiva, sino como postura y cuestionamiento. Con Reina María Rodríguez, Marilyn Bobes, Soleída Ríos, Víctor Rodríguez Nuñez, Ángel Escobar, María Elena Hernández Caballero, Odette Alonso, Ena Columbié y tantos otros, la poesía cubana se desprendió primero de sí misma y luego de su función social. Lo poetas no eran ya necesarios para construir la gesta heroica ni eran, tampoco, los hijos de esa gesta. Por voluntad propia, cortaron el cordón umbilical, se expulsaron a sí mismos de la República. Sin abandonar por completo el sentido lírico de las propuestas anteriores, la poesía de esos años puso en escena lo cotidiano, lo conversacional, lo íntimo, lo interior. Lo insular dejó de ser espacio metafísico y se sentó finalmente en la mesa del café. Contempló, desde la ventana, la maldita circunstancia del agua y la incorporó a su quehacer como quien incorpora truenos a una pesadilla.