POR MANUEL GUTIÉRREZ ARAGÓN

La publicación de la novela de Carlos Saura Ausencias (edición al cuidado de Antonio Fernández Ferrer) nos ofrece una magnífica ocasión para hablar de su autor, personaje escondido entre las páginas de una ficción que narra lo que las fotos enseñan, también lo que no muestran pero que se puede descubrir en ellas, e incluso lo que se puede fantasear a partir de una imagen tomada de la realidad. En definitiva, parece que estamos hablando del propio cine de Carlos Saura.

Por las páginas de esta novela se mueven fotógrafos de referencia en la historia del arte de la cámara que parecen invocados por el autor como espíritus protectores de las páginas que escribe, empezando por Diane Arbus, a la captura de personajes marginados en barrios conflictivos de Nueva York, o siguiendo con Erich Salomon, inventor del reportaje fotográfico, que terminó su vida en las cámaras de gas de Auschwitz.

Al texto lo acompañan una serie de dibujos de cámaras de variada invención que forman parte del juego narrativo. Todos están realizados por el autor, a manera de comentario visual. De vez en cuando, tras el aparato fotográfico asoma un señor de calva redonda y ojos que miran para afuera y ven para adentro, algo melancólicos. Una extraña pareja esta la del autor y su cámara. Una suerte de aparición inesperada del fotógrafo en la toma, en la acción —en este caso, un dibujo—.

Visto lo visto, y leído lo leído, no puedo sino recordar la de veces que ha aparecido Carlos Saura en mi vida, y también su fascinación por ese ojo mecánico que ha dejado de pertenecer al mundo externo para convertirse en órgano vivo y propio.

La primera vez que toqué una cámara de cine —una Arriflex de 35 mm, sin insonorizar— fue durante una clase de Carlos Saura en la Escuela de Cine de la calle Monte Esquinza. Y digo toqué porque el tacto me produjo una impresión distinta a la que proporcionaba el manejo del bolígrafo, el lápiz o la pluma, que son como prolongaciones de la mano. La cámara tarda un poco más en convertirse en amiga, siempre tiene algo de ortopédico o de querer obrar por su cuenta. Yo creo que algunos de mis colegas directores nunca han perdido el miedo a la cámara. Algunos primerizos, al salir de la Escuela de Cine, eran sometidos a cierta prueba por parte de técnicos veteranos: les hacían mirar por el visor de cámara cerrando adrede el obturador. Si les daba apuro decir que no conseguían ver nada y daban su aprobación al encuadre, estaban perdidos. La cámara y los técnicos harían la película por ellos, la puesta en escena la decidirían otros.

Hoy ya no se suele mirar tanto por la cámara, sino que el encuadre se hace desde un monitor. Bueno, en realidad, en vez de tener ante los ojos una sola máquina tenemos dos. Las máquinas crecen en su propia simplificación.

Carlos Saura, profesor de dirección, manejaba la cámara como a una amiga, no sé si íntima, pero sí con algo de seductor: el aparato se dejaba llevar. Se notaba.

Por mi parte, miré y toqueteé la cámara con cierta aprensión, había que aflojar las roscas para los movimientos y volver a apretarlas para que el encuadre se fijara, además de manejar la palanca de la base con suavidad. Pero todo como quien no quiere la cosa, como si fuera lo más natural del mundo.

Las clases de Carlos Saura eran diferentes de las de los demás profesores. Nos movíamos en una escuela de cine muy marcada por la resistencia a la dictadura y, por lo tanto, inevitablemente politizada. Las prácticas escénicas, aunque tuvieran una duración de tres o de diez minutos, eran consideradas sobre todo desde el punto de vista de las ideas, del sesgo, de la intención. Y ya se sabe que el infierno está lleno de buenas intenciones. Pero las clases de Saura eran distintas, se hablaba también de la puesta en escena, del encuadre, del montaje. En definitiva, eran rigurosas, por no decir tan implacables como la realización misma de una película. En un rodaje no valen disculpas o explicaciones externas. En la pantalla sólo existe lo que se ha rodado.

Quizá a algunos aquellas clases les parecieran frías. A mí no, la verdad. Me atraía la seducción de la forma, de la imagen sin explicación literaria, ya que yo venía, precisamente, del ámbito de la literatura, en el que había transcurrido mi infancia y adolescencia. Así que comencé a aprender lo que era captar el mundo con la cámara y a distinguir el cine de la literatura. No sé si habré terminado de diferenciar una cosa de la otra, pero Carlos hizo todos los esfuerzos que pudo para que así fuera.

La siguiente gran impresión que me proporcionó el ojo cinematográfico de Carlos Saura fue el visionado de La caza en la pequeña salita de proyección de la Escuela de Cine. La caza demostraba que en España se podía hacer un cine exigente con el cine mismo, casi ascético, aunque por eso mismo de terrible impacto. Un cine despojado de adherencias extrafílmicas, de ruido, pero no menos apasionante. Y, desde luego, era una película que parecía que se iba construyendo delante de la cámara, en un tiempo y espacio propios. El ver La caza me mostró que era posible una manera de expresarse que no fuera el burdo cine nacional que veía en las pantallas habitualmente. No me refiero a que ese cine fuera malo —con frecuencia lo era—, sino que en el medio cinematográfico mismo podía encontrar una cierta transparencia independiente del tema y del argumento.

Bueno, una revelación, sí. Y, además, al alcance de la mano.

*

En una ocasión Carlos Saura y yo coincidimos en Shanghái durante una estancia profesional. Carlos tenía interés en encontrar antiguas cámaras Leicas, que colecciona. Así que nada de ir a la casa Leica de Xin Tian Di, en el barrio comercial de la ciudad. Tuvimos que atravesar las infernales autopistas elevadas, las vías atestadas de coches, motos y bicicletas, en medio del estrépito y los atascos. Al llegar a los mercadillos del sur, llovía y el suelo estaba embarrado. Recorrimos por largo tiempo varios puestos sin suerte. «Todo sea por encontrar la cámara prefecta», pensé.

Al volver al hotel, durante el trayecto y contestando a mi pregunta sobre los míticos objetivos exquisitamente pulidos que han retratado a grandes estrellas y hazañas bélicas, Carlos contestó que todo eso era agua pasada: «Las cámaras digitales tienen objetivos tan buenos o mejores que las Leicas».

*

Muchos años más tarde —más que muchos— me encontré en La Habana con una exposición de fotografías de Saura realizadas con una cámara Polaroid. Resulta curioso que tuviera que ver esa exposición fuera de España, pero los caminos del cine, como los del Señor, son inescrutables.

Sobre la superficie aún fresca de la foto instantánea, el autor había trazado, unas veces con rotulador y otras con el dedo, unos trazos sobre la imagen captada. Era un resultado muy expresivo, de cierto primitivismo visual, por la mezcla entre lo real inmediato y la figuración-desfiguración de la captura. Saura cambiaba o transformaba lo que había retratado, lo hacía más suyo, se lo apropiaba.

Toda fotografía tiene algo de sorpresa. «¿Qué ha salido?», se oye decir a veces después de hacer una foto a alguna persona, como si el que lo pregunta desconfiara un poco de que el que salga no sea él (o no salga como se imagina). Pero ¿quién iba a ser si no? En la Escuela de Cine los directores y los operadores estaban nerviosos hasta poder contemplar, en la pequeña sala antes mencionada, lo que ellos mismos habían rodado el día anterior. Es el factor sorpresa ante la realidad aprehendida, por si acaso ella se escapa por los bordes del fotograma o, más simplemente, no somos como nos imaginamos.

También hay algo de arqueología cuando buscamos en las antiguas fotos —la antigüedad es un concepto difuso— el rostro de alguien al que intentamos recordar: olvidado, muerto, desconocido…

Uno de los más hermosos ensayos de Roland Barthes —a condición de no tomárselo demasiado al pie de la letra— es sobre la fotografía, La cámara lúcida. Su madre —a la que estaba especialmente unido— acababa de morir y Barthes nos habla de una fotografía suya que conserva, a la que llama «la foto del invernadero». Nunca nos la muestra, no se la enseña a nadie. Escribe un libro sobre ello, pero no desvela la imagen que lo ha motivado. Quiere que siga siendo una invocación, un fantasma. Para Barthes la esencia de la fotografía es la plasmación de lo que fue. En el arte fotográfico hay mezcla de amor y de muerte. Y una muestra del tiempo interrumpido.

En las fotos retocadas por Saura, mediante esos trazos vigorosos, hay una renovación constante. Tomó la foto, que es el pasado, y nos la trae al presente otra vez sobredibujada, como una máscara para engañar el tiempo. Cada vez que veo una foto de Saura, siempre pienso en lo que fue y en lo que sigue siendo.

Real Academia Española