POR JOSÉ MANUEL CAMACHO DELGADO

Para mi hija Cristina Mercedes, entre risas y bailes, el mejor antídoto contra toda pandemia.

 

Pocos escritores han cultivado el arte de la sutileza con la eficacia narrativa del colombiano Luis Fayad, artífice y responsable de una obra literaria tan sólida como perdurable, que poco a poco gana espacio en las letras colombianas e hispanoamericanas, a pesar de que sus propuestas están lejos de los oropeles de las grandes corrientes de la narrativa hispanoamericana originadas a partir de los años cuarenta del pasado siglo. Su mirada intimista, su gusto por el pequeño detalle, su particular manera de recrear la cotidianidad de los personajes o de los espacios urbanos, su prosa limpia y precisa, sin grandes alardes técnicos, su posicionamiento ético y compasivo hacia los más débiles, su impecable intuición para acercarse a algunos de los temas más trascendentes de la historia colombiana lo convierten en un escritor singular, a contracorriente, lejos de las modas y las tendencias, lejos de las reglas del mercado editorial, lo que no ha sido en modo alguno impedimento para generar un universo narrativo propio, con unas señas identitarias ineludibles en el canon de la narrativa colombiana.

La que hasta ahora es su última novela, Regresos (2014),[1] ofrece una mirada sombría, muy pesimista y descarnada sobre las posibilidades de reconciliación y reconstrucción de un país esquilmado y dañado por más de un largo siglo de conflictos internos. El plural de su título remite, obviamente, a diferentes niveles de interpretación, que van de lo psicológico a lo sociológico, de lo individual a lo colectivo, como si la vida de sus personajes y la del escritor y su propia familia estuviese sujeta a continuos tornaviajes que acentúan la condición errante del ser humano, su continuo ir y venir sin asideros reales, como ya expresara de forma singular el escritor Álvaro Mutis en su heptalogía dedicada a Maqroll el Gaviero.

Luis Fayad ha contado en numerosas ocasiones que Regresos es, casi con toda seguridad, su última novela, por lo que su título adquiere un valor simbólico añadido. Para alguien que se ha pasado la vida fuera de su país —viviendo entre Francia, España y, finalmente, Alemania— este título parece plantear numerosas posibilidades semánticas, entre las que cabría destacar el «regreso» particular a los grandes temas con los que inició su carrera novelística: la transformación de la ciudad, los desajustes y desniveles socioeconómicos, la falta de oportunidades, la deshumanización administrativa, la insolidaridad, los sueños truncados, la desestructuración familiar, el empobrecimiento progresivo de las clases medias y bajas, la deslealtad institucional, la corrupción política, la violencia vertical u horizontal, como la llamó Ariel Dorfman, o el problema de los desplazados que añaden nuevas tensiones a las ya existentes en los núcleos urbanos colombianos. Si en Los parientes de Ester (1978) el foco narrativo estaba centrado en el personaje de Gregorio Camero, quien parecía recorrer de memoria las mismas calles y los mismos establecimientos —de las oficinas del Ministerio, a su casa o al café Pasajes— reproduciendo casi mecánicamente los mismos movimientos, los mismos itinerarios, las mismas rutas que multiplicaban la idea de una rutina asfixiante, en el caso del protagonista de Regresos, Ernesto Gonzaga, éste parece condenado a caer en las mismas redes burocráticas y administrativas que su antecedente, perpetuando una suerte de círculo vicioso que tiene como única salida el fracaso y, más allá, la absoluta intrascendencia del ser humano, laminado por la propia modernidad urbana.

Ernesto Gonzaga ha desarrollado parte de su vida profesional como antropólogo en Montreal, al menos durante los últimos veinte años, y allí ha podido crear una familia y tener hijos junto con una arqueóloga canadiense llamada Lisa. Aunque no hay información explícita en la novela, todo parece indicar que el protagonista salió de Colombia a principios de los años setenta, en un momento crucial en el que los últimos coletazos del periodo de la violencia venían a sumarse a las señales inequívocas de los incipientes cárteles del narcotráfico. El regreso a su ciudad natal, posiblemente Bogotá, parece formar parte de algún programa de reciclaje y reincorporación de gente talentosa, intelectuales y artistas que han tenido que desarrollar sus carreras profesionales fuera del territorio nacional, poniendo de manifiesto una verdad tan acuciante como incómoda, y es que, durante varias décadas, como ya señaló el crítico Ángel Rama, la mejor literatura y el mejor arte se hacían lejos de las fronteras nacionales. Sin embargo, lo que en los primeros lances de la novela se presenta como una coyuntura interesante para tener una nueva oportunidad laboral en la sociedad colombiana, pronto pone al descubierto las carencias estructurales de un país cuyas herramientas administrativas están completamente desfasadas y anquilosadas, convirtiendo cualquier procedimiento en un auténtico laberinto burocrático. Dos meses después de haberse incorporado a una de las oficinas ministeriales, liderando un proyecto sobre la integración de las comunidades indígenas en el Amazonas, el doctor Ernesto Gonzaga recibe la notificación epistolar por la que debe solicitar la prórroga de su puesto de trabajo. Lo que en un principio debería ser un simple trámite con la correspondiente entrega de los impresos debidamente cumplimentados, acaba derivando en una situación laberíntica y pantanosa que es recreada de manera brillante por parte de Luis Fayad, convirtiendo los formularios —como si fuera la versión moderna de los tratados alquimistas— en uno de los ejes centrales de la novela. Si en buena parte de Los parientes de Ester se podía sentir la presencia de Kafka a través de La metamorfosis, como ya señaló en su día parte de la crítica,[2] al comparar la nueva situación de Gregorio Camero con la de Gregorio Samsa, en esta última novela la influencia del escritor checo se deja sentir de una manera todavía más visible en cómo se multiplican las trabas administrativas, generando continuos sinsentidos en todo lo relacionado con la experiencia laboral del personaje, lo que trae hasta la memoria del lector los esfuerzos inútiles de K., protagonista de la inacabada novela El castillo (1926) de Kafka, que convierten por momentos a Ernesto Gonzaga en un personaje próximo y deudor de la literatura del absurdo.

Para garantizar la eficacia narrativa de esta mirada tan sutil como abrasiva de un estado que no funciona o lo hace de forma defectuosa y renqueante, Fayad rodea a su protagonista de personajes que de una u otra manera tratan de ayudarlo y acaban conformando una suerte de familia administrativa. El primero de estos personajes es Carmelo Rodríguez, al que conoce en el avión en su vuelo desde Montreal. Más tarde se incorporarán doña Aurora Céspedes, agente inmobiliaria y auténtica matriarca de la novela, el juez Trinidad Iglesias Rosas y su cónyuge, Belén y su madre, vecinas del mismo bloque de apartamentos en el que vive el protagonista, quienes conforman un microcosmos urbano, un pequeño enjambre de personajes que van y vienen en la dura lucha por la supervivencia. Cada uno de ellos tratará de ayudar al doctor Ernesto Gonzaga en la «imposible» tarea de rellenar los formularios para una prórroga laboral que más bien parece una quimera del gobierno, o una monumental tomadura de pelo, pero lo cierto es que, desde la experiencia y la formación profesional y académica de cada uno de los compañeros del protagonista, se hace imposible lo que debería ser un simple trámite administrativo. Sin embargo, la entrada progresiva de los diferentes personajes en la trama de Regresos sirve a Fayad para indagar en zonas sensibles que parecen estar en los márgenes de ese mundo de mesas, sillones, flexos, estanterías y archivadores de las oficinas ministeriales, dejando al descubierto, con enorme sutileza, la historia más violenta y convulsa de las últimas décadas. Quien primero le ayuda en el papeleo es Carmelo Rodríguez, de profesión incierta, quien se presenta ante el doctor Gonzaga con la suficiente pericia personal como para orientarlo en el embrollo de los formularios de la prórroga. El lector sigue con inquietud esta relación llena de incógnitas e informaciones escurridizas, hasta que averiguamos por boca del propio afectado la truculenta y rocambolesca historia que le tocó vivir y que lo obligó a salir de su país para establecerse en Francia:

Carmelo andaba por la calle catorce repartiendo unas hojas volantes que aludían a los sueldos de los empleados de categoría media, cuando se armó una balacera adentro de un banco. Lo que pasó después es más o menos lo que Carmelo supone antes de que lo apresaran. Él estaba cerca a la puerta y de pronto se encontró frente a los clientes que a gritos trataban de salir y a los tres asaltantes enmascarados que a tropezones y disparos se defendían usando a los empleados de parapeto. Dos vigilantes abrían fuego al aire y pedían ayuda. Al correr a la calle los clientes se mezclaron con los transeúntes en un tropel que embotelló el tráfico y produjo la maniobra de un automóvil que por eludirlos se estrelló contra una casa. Adentro del banco uno de los vigilantes cayó muerto de dos disparos, pero el asalto resultó un fracaso, los asaltantes se metieron entre el desorden, se descubrieron el rostro, salieron de incógnito entre el tumulto y se fueron. Carmelo, con las hojas volantes aferradas bajo el brazo, se encogió e hizo intento de retirarse, pero su movimiento fue de una huida asustadiza que despertó las sospechas de un corro de mirones envalentonados. Cinco o seis lo señalaron y un corro más grande lo cercó contra una pared. Él no entendió el asedio y cauteloso dejó caer las hojas volantes como si esa carga fuera la causa de que los dedos apuntaran a su pecho, pero el cerco de ojos encarnizados siguió frente a él. Carmelo retrocedió, se dio vuelta y chocó con otra barrera de mirones que lo atenazaron y se lo entregaron a un carropatrulla. Dos agentes se lo llevaron esposado sin más pruebas que la inculpación de los mirones (155-156).