POR EMETERIO DIEZ PUERTAS
Durante la peor crisis económica de España en sesenta años, el desempleo y la corrupción fueron de la mano, es decir, irrumpieron en las encuestas como las dos mayores preocupaciones de los españoles. De hecho, la crisis económica de 2008 aumentó la sensibilidad contra la corrupción. En su Índice de Percepción de la Corrupción de 2017, que mide ciento ochenta países, la organización no gubernamental Transparencia Internacional indicaba que España pasó de ocupar el puesto 20 en la lista de países con menos corrupción en el año 2000 al puesto 42 en el 2017. Y en relación con Europa señalaba: «España es junto a Hungría y Chipre el país que más empeora, pero, además, como muchos países europeos han mejorado bastante, nuestra situación empieza a ser comparativamente cada vez peor». Ahora bien, si retrocedemos más en el tiempo, los datos del CIS dicen que el rechazo de la corrupción política durante la última legislatura de Felipe González (1993-1996) era similar a la del mandato de Mariano Rajoy (2011-2018).

La democracia española, en efecto, ha estado salpicada desde sus inicios de numerosos escándalos de corrupción: el caso del aceite tóxico de colza (1981), que originó la muerte de cientos de personas por el consumo de aceite adulterado; el caso Rumasa (1983), sobre la expropiación de las empresas de Ruiz-Mateos; el caso GAL (1987), un asunto de terrorismo de Estado; el caso Roldán (1993), sobre el enriquecimiento con fondos reservados del director de la Guardia Civil; el caso Banesto (1993), una estafa de los ejecutivos de este banco; el caso Filesa (1995), sobre la financiación ilegal del PSOE; el caso Pallerols (1997), lo mismo pero ligado al partido Unió Democràtica; el caso Malaya (2005), uno de los muchos ejemplos de corrupción urbanística; el caso Nóos (2010), sobre el desvío de fondos públicos por parte del yerno del rey; el caso de los ERE falsos (2011), un fraude en los expedientes de regulación de empleo por parte del PSOE de Andalucía; el caso Gürtel (2009), sobre el expolio de las arcas públicas por parte de las autoridades del PP; el caso Bárcenas (2013), sobre la financiación ilegal del PP; o, entre otros, el caso Pujol (2014), en el que se juzgan los delitos de cohecho, tráfico de influencias, delito fiscal, blanqueo de capitales, prevaricación, malversación y falsedad por parte de la familia del expresidente de la Generalidad de Cataluña.

El cine español no ha dudado en retratar esta circunstancia, como lo demuestran La escopeta nacional (1978) y Todos a la cárcel (1993), ambas de Luis García Berlanga, o ejemplos más recientes como B (2015), referida al extesorero del PP, Luis Bárcenas. Incluso la corrupción es tema de series españolas como Crematorio (2011, Canal+), sobre la especulación urbanística en la zona de Levante, y La peste (Movistar, 2017), donde la Sevilla del siglo xvi es una metáfora del poder y la corrupción. Precisamente, el objeto de estas páginas es examinar lo que llamaremos el discurso de integridad en algunos de los títulos rodados durante el mandato de Mariano Rajoy que han reflejado el tema de la corrupción en las pantallas. En concreto, se analizan dos películas, ambas premiadas con el Goya en alguna de las categorías de guión. La primera, El hombre de las mil caras (2016), está escrita por Alberto Rodríguez y Rafael Cobos (también creadores de La peste) a partir de un libro, Paesa, el espía de las mil caras, de Manuel Cerdán. La trama trata del agente secreto Francisco Paesa y del exdirector general de la Guardia Civil, Luis Roldán. La segunda, El reino (2018), está escrita por Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña y es una indagación sobre los últimos casos de corrupción en España.

 

LA CORRUPCIÓN

La corrupción puede definirse como el abuso que perjudica lo público para conseguir beneficios privados. Según Manuel Villoria Mendieta, todo caso de corrupción implica: 1) una persona que ocupa una posición ligada a ciertos privilegios en una organización pública, no gubernamental o privada; 2) esos privilegios debe ejercerlos en beneficios de quienes le han designado para ese puesto, es decir, los ciudadanos, los socios o los accionistas; sin embargo, 3) esos deberes se incumplen, casi siempre de forma oculta; porque 4) «existe un beneficio directo o indirecto, actual o futuro, para el ocupante del puesto que no está previsto entre los beneficios legítimos que se deben tener por ocupar tal posición» (2006, 54-55). La persona puede ser un político, funcionario, empresario, banquero, sindicalista, periodista… y, en la cúspide, lo que algunos llamarían la «casta», una nueva aristocracia inamovible y transformista que se perpetúa. Los privilegios comprenden desde adjudicar obra pública y puestos de trabajo a repartir dividendos, regalos y tarjetas de empresa. El incumplimiento comprende la especulación urbanística, el fraude fiscal, la apropiación indebida de bienes, el dinero negro, las cuentas bancarias en paraísos fiscales, la financiación ilegal de partidos, el fraude electoral, los abusos de poder, la compra de jueces, el tráfico de influencias, el caciquismo, el soborno de funcionarios, el control de medios de comunicación, la mentira, el plagio, la colaboración con el crimen organizado… El beneficio casi siempre es el enriquecimiento personal y el poder.

Heidenheimer habla de tres tipos de corrupciones: negra, gris y blanca (citado por Villoria Mendieta, 2006, 42). La primera está condenada por las leyes. Por ejemplo, el cohecho. La corrupción gris es la que condena la opinión pública, pero no las leyes. Por ejemplo, las puertas giratorias, por la que los ministros pasan a ser ejecutivos de grandes empresas. La corrupción blanca la toleran las leyes y la ciudadanía. En muchos países de África, por ejemplo, no es corrupción colocar como funcionario a un familiar. Es decir, según la época y la sociedad se tiene una visión distinta sobre lo que es y no es corrupción.

La gravedad de la corrupción estriba en los daños que su existencia provoca en la economía y el sistema político de un país. La corrupción reduce la productividad, aumenta el gasto público ineficiente, disminuye los ingresos del gobierno, reduce la inversión extranjera y, sobre todo, debilita las instituciones y el Estado pierde legitimidad, es decir, pone en peligro la democracia. Por eso, las voces independientes y críticas al margen del Estado, como son los intelectuales y artistas, las ONG y los medios de comunicación, están comprometidas en su erradicación. Las dos películas que vamos a comentar son un ejemplo. Dice Rodrigo Sorogoyen a propósito de El reino: «Yo opino que tenemos una sociedad adormilada, adormecida. No obstante, cada vez está más sensibilizada ante la corrupción. Fruto de que estamos más sensibilizados es que ha habido dos guionistas, dos productores, un director y un agente que han dicho que esta película hay que hacerla. A lo mejor esta película no se nos ocurre cinco años antes porque estábamos adormecidos» (EFE, 10-9-2018).