POR SERGIO RAMÍREZ
Fuente: wikicommons

En su cuento Apocalipsis de Solentiname, escrito en 1976, Julio Cortázar relata que al proyectar una noche en París las diapositivas de las fotos que ha tomado durante su viaje a Centroamérica, en lugar de los cuadros inocentes de colores encendidos de los pintores primitivistas de la comunidad de Ernesto Cardenal en Solentiname, cada vez que oprime el botón aparecen escenas imprevistas de la brutal represión que entonces reina en América Latina, cundida de dictaduras militares.

Y más imprevisto aún, entre esas imágenes de horror aparece Roque Dalton, «un muchacho flaco mirando hacia la izquierda donde un grupo confuso, cinco o seis muy juntos le apuntaban con fusiles y pistolas; el muchacho de cara larga y un mechón cayéndole en la frente morena los miraba, una mano alzada a medias, la otra a lo mejor en el bolsillo del pantalón, era como si les estuviera diciendo algo sin apuro, casi displicentemente, y aunque la foto era borrosa yo sentí y supe y vi que el muchacho era Roque Dalton, y entonces sí apreté el botón como si con eso pudiera salvarlo de la infamia de esa muerte…».

Roque Dalton (1935-1975), poeta y novelista, es el más importante escritor de El Salvador en el siglo veinte. Tenía fama de feo y se preciaba de ello, basta ver en las fotos su quijada pronunciada y su rostro que parece el de un boxeador castigado de manera inmisericorde en el cuadrilátero.

Un feo de gracia inagotable, e imaginación desbordada no sólo en sus libros sino en su vida, inventor leyendas que él mismo echaba a rodar como aquella de que sus tíos abuelos eran los célebres hermanos Bob, Bill, Grat y Emmett Dalton, que en los años dorados del far west formaban una banda de célebres malhechores, asaltantes de trenes y de bancos, cuyas cabezas habían sido puesta a precio en carteles pegados en todas las cantinas y garitos desde Kansas hasta Oklahoma.

Su fantasioso parentesco con los hermanos Dalton se inspiraba en el hecho de que su padre era un tal Winnal Dalton, un aventurero tejano dicen unos, un millonario dice otros, que por alguna razón recaló en El Salvador donde se enredó en amores con una enfermera llamada María García, a la que conoció porque le suturó las heridas resultantes de una pendencia con el millonario Benjamín Bloom, cuyo nombre lleva el hospital infantil de San Salvador. Winnal Dalton nunca quiso reconocer a Roque, que de todas maneras tomó su apellido.

Dos veces durante su vida de militante juvenil comunista cayó en manos de los sicarios de la casta militar, y las dos veces fue condenado a muerte. La primera vez en 1960 iban ya a matarlo cuando un golpe de estado depuso al coronel José María Lemus, presidente de turno, y la segunda vez en 1964, el propio día de Cristo Rey, ocurrió un terremoto en San Salvador que derrumbó las paredes de su celda de la Penitenciaría Central, y escapó entre la polvareda, sacudiéndose la cal y los cascajos.

Gabriela Mistral había bautizado a El Salvador como «el pulgarcito de América» por su exiguo tamaño. Roque tituló Historias prohibidas de Pulgarcito su libro de poesía que publicó en 1973, dos años antes de su asesinato. Allí aparece su celebrado Poema de Amor dedicado a los salvadoreños desarraigados y trashumantes, un sucedáneo del himno nacional y con mucha mejor letra:

…los eternos indocumentados,
los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo,
los primeros en sacar el cuchillo,
los tristes más tristes del mundo,
mis compatriotas,
mis hermanos…

El Salvador tiene un poco más de 21 mil kilómetros de superficie, donde viven más de 6 millones de personas, a razón de 350 habitantes por kilómetro cuadrado, un verdadero hacinamiento que ha obligado, junto con la pobreza endémica, a la emigración hacia Estados Unidos de más de 3 millones de salvadoreños.

En los tiempos en que Roque se hizo poeta y se hizo comunista, Pulgarcito se hallaba dominado por catorce familias oligárquicas, un número mítico y a la vez simbólico, familias endogámicas dueñas de las plantaciones de café, de los bancos y de las industrias, que se hacían construir palacetes victorianos y en algunos casos castillos medievales con fosos donde reptaban caimanes verdaderos, mejor que perros guardianes. Para mayor comodidad habían delegado el poder político en los militares, algunos de ellos tan conspicuos como el general Maximiliano Hernández Martínez, un teósofo daba conferencias por radio acerca de los flujos magnéticos y la transmigración de las almas, y que no vaciló en ordenar en 1932 el ametrallamiento de 30.000 indígenas encerrados por el ejército en la plaza de Izalco, como ganado en un corral.

Roque Dalton (1935-1975), poeta y novelista, es el más importante escritor de El Salvador en el siglo veinte. Tenía fama de feo y se preciaba de ello, basta ver en las fotos su quijada pronunciada y su rostro que parece el de un boxeador castigado de manera inmisericorde en el cuadrilátero

Bajo estas circunstancias, ser poeta y ser militante no era nada raro, como lo fueron todos los escritores salvadoreños de la generación de Roque surgida en los años cincuenta.

Cuando la lucha armada se desencadenó surgieron diversas fracciones guerrilleras que se disputaban entre ellas la primacía de la razón ideológica, y los juegos sectarios de las células que sostenían sus reuniones nocturnas en las instalaciones de la Universidad Nacional se volvieron letales cuando las armas de fuego sustituyeron a los mimeógrafos de imprimir volantes. Es así que Roque fue asesinado el sábado 10 de mayo de 1975, cuatro días antes de cumplir cuarenta años, no a manos de las fuerzas represivas de la dictadura militar de turno, sino de sus compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). La extraña acusación era que Roque actuaba como doble agente de los servicios secretos cubanos, y de la CIA.

Su memorable novela autobiográfica Pobrecito poeta que era yo, se publicó en Costa Rica bajo el sello de la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) en 1976, un año después de su asesinato, con un texto al final de Julio Cortázar, Una muerte monstruosa.

La atmósfera de la novela es la de San Salvador de mediados del siglo veinte, y sus personajes los poetas que ensayan sus primera armas en la literatura y en la vida, entregadas a largas peroratas en los bares, pláticas de las que surgen como pompas de jabón las eternas preguntas sobre el dilema entre el arte y la vida, la acción revolucionaria y la indiferencia estética, los que se condenan y arden entre las llamas de la vida burguesa, y los que se salvan porque son capaces de abrazar la causa, conformidad o renuncia a la conformidad; y rodeando sus pláticas sin fin, entre café y ron, el paisaje del país congelado en su miseria, en la opresión secular, en su pobreza espiritual, en la mediocridad del poder, todo el discurso narrativo dividido en distintas estancias:

El prólogo, titulado Los Blasfemos del bar del mediodía

Álvaro y Arturo (un día común).

Roberto (conferencia de prensa).

Mario (la destrucción. Diario).

Un intermezzo: Apendicular (Documentos, opiniones, comentarios en off).

Y finalmente José (La luz del túnel)

Una novela experimental en todo sentido, que se aventura a explorar distintos espacios de lenguaje, empezando por el lenguaje oral, y que busca una estructura capaz de englobar la vida cotidiana de San Salvador y retratar un tiempo histórico dominado por los sueños y la incertidumbre.

Roque fue un escritor compuesto de varias partes, como un modelo para armar, entre ellas su parte de convicción en la necesidad de la lucha armada: «Cuando usted tenga el ejemplo de la primera revolución socialista hecha por la “vía pacífica»” le ruego que me llame por teléfono. Si no me encuentra en casa, me deja un recado urgente con mi hijo menor…», dice en uno de sus epigramas.

Su parte de ortodoxia, que lo llevó a escribir Un libro rojo para Lenin, mixtura entre poemas de acentos nerudianos, reflexiones teóricas y citas aleccionadoras del propio Lenin, en homenaje a cuyo centenario la Casa de América de Cuba publicó el libro en 1970, y que va dedicado, además, a Fidel Castro, «el primer leninista de América».

Tiene también su parte de iconoclasta irreverente, con lo que sacaba de quicio a los jerarcas de la línea soviética embalsamados en vida, como en Taberna y otros lugares, poemas escritos en Praga en 1966; en ese libro, sus epigramas llenos de gracia comparten páginas con un conversatorio delirante entre jóvenes parroquianos cosmopolitas de la taberna U Flekú, que siempre están hablando del marxismo con insolencia desfachatada, burlándose solapadamente de los más sagrados principios ideológicos mientras beben cerveza negra de barril y tratan de hacerse oír por encima de la música festiva de las polcas; no pocos revolucionarios latinos entre ellos, porque era un tiempo en que para llegar a La Habana desde cualquier parte de América, había que hacerlo a través de Praga. Poemas como éste, por ejemplo, Sobre dolores de cabeza:

…Y es que el dolor de cabeza de los comunistas
se supone histórico, es decir
que no cede ante las tabletas analgésicas
sino sólo ante la realización del Paraíso en la tierra.

Así es la cosa.

Un poeta con su parte etérea, mal dotado para imponerse entre los aprendices de brujo que reverenciaban al becerro de papel de los manuales marxista-leninistas. Y con su parte de padre de familia amoroso, casado muy joven, y con su parte de bohemio errante y mujeriego. Y un poeta, en fin, con su parte de ingenuo como para creer que servía para la lucha armada y por eso regresó en secreto a El Salvador donde lo esperaba su suerte disfrazada de espanto.

Roque volvió clandestino a San Salvador el 24 de diciembre de 1973. El poeta Alfonso Quijada Urías, compañero suyo de generación, dice que fue «el retorno de Gulliver» al país de los enanos. Ya vemos qué clase de hilos de plomo eran aquellos con los que lo ataron. Se trató de una fecha escogida seguramente adrede, porque en la víspera de Navidad la vigilancia policíaca se relaja, y lo hizo, por supuesto, con un pasaporte falso que le permitió pasar sin sobresaltos los trámites de migración en el aeropuerto internacional de Ilopango, sometido antes en La Habana a una cirugía cosmética por los mismos especialistas que cambiaron la fisionomía del Che Guevara cuando partió hacia Bolivia.

En los meses previos había recibido en Cuba entrenamiento militar. Cortázar recuerda que una noche fue testigo silencioso de una animada discusión entre Roque y Fidel Castro sobre armas de guerra. «Una metralleta invisible pasaba de las manos del uno a las del otro…las diferencias entre el corpachón de Fidel y la figura esmirriada y flexible de Roque nos causaba un regocijo infinito».

Y entonces lo mataron. La trama de su asesinato parece sacada de las páginas de El señor de las moscas de William Golding. Lo declararon bajo arresto en una casa de seguridad del barrio Santa Anita de San Salvador, junto con el obrero Armando Arteaga, y ambos fueron sometidos a juicio sumario. El seudónimo de Arteaga era Pancho, el de Roque «tío Julio» porque los bisoños guerrilleros del ERP lo veían como un viejo.

En el juicio fueron exhibidas como pruebas capítulos y párrafos de libros de Roque, o poemas suyos, en los que los jueces guerrilleros veían sesgos evidentes de su traición, o de sus debilidades ideológicas pequeño burguesas. Hasta sus bromas fueron usadas como prueba, y se le señaló también «su irresponsable bohemia».

No se sabe si una vez dictada la sentencia de muerte el poeta y el obrero fueron ejecutados allí mismo en la casa del barrio Santa Anita, o los llevaron al Playón, un páramo de lava petrificada del volcán San Salvador en Quezaltepeque, al norte de la capital, donde los escuadrones de la muerte de la policía del régimen botaban cadáveres de prisioneros asesinados en las cárceles. Las versiones difieren según los nebulosos testigos que recuerdan a medias.

Otro asegura que le inyectaron un somnífero antes de dispararle a quemarropa, piedad o cobardía, con lo que Roque habría muerto mientras dormía, pero también existe la versión de que sus verdugos lo tomaron por sorpresa y uno de ellos le dio un tiro en la nuca, al estilo de las ejecuciones de prisioneros en las ergástulas de la KGB en la Unión Soviética, como en la novela Oscuridad a mediodía de Arthur Koestler.

Sus hijos, que se han empeñado en averiguar las circunstancias del crimen, creen que realmente los prisioneros fueron llevados a la colada de la lava del volcán, y tras ser asesinados, sus cuerpos fueron apresuradamente enterrados en una fosa de poca profundidad, atrayendo antes de que amaneciera a los animales carroñeros que empezaron a devorarlos.

En los días siguientes apareció en alguna pared de uno de los pasillos de la universidad un comunicado mecanografiado, suscrito por el Estado Mayor del fantasmal Ejército Revolucionario del Pueblo y escrito en prosa perdularia, dando una justificación oficial al asesinato:

«El Ejército Revolucionario del Pueblo fue objeto de infiltración enemiga por medio del salvadoreño Roque Dalton, quien militó durante algún tiempo en nuestra organización revolucionaria y quien estaba colaborando con los aparatos secretos del enemigo. La labor traidora que realizó Roque Dalton en el seno de nuestra organización costó a nuestra organización y a nuestro pueblo la vida de dos de sus mejores combatientes Armando y Mauricio y el fracaso de algunas acciones militares revolucionarias. Roque Dalton fue detectado, capturado y fusilado por las fuerzas del E.R.P. Existen innumerables pruebas de su labor traidora en el seno de nuestra organización…».

Años más tarde, ya pasada la larga guerra de los años ochenta librada por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), al que se integró el ERP, el crimen fue justificado con cínica frialdad como «un error político ideológico», algo así como un daño colateral.

Roque había escrito un poema que se llama Alta hora de la noche, un verdadero epitafio para su tumba desconocida:

…No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto
desde la oscura tierra vendría por tu voz.
No pronuncies mi nombre, no pronuncies mi nombre,
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre…