POR  JOSÉ BALZA

CICO

Es el emisario de lo prohibido. Desembarca en el barranco y la noticia vuela entre hombres y mujeres, con diversas resonancias, pero dirigidas a un mismo punto. Nadie parece dar importancia a su aparición y ellas, sobre todo, fingen ignorarla.

El hombre que suscita ese interés secreto, sin embargo, carece de presencia y quizá ni siquiera reconocería la fama que lo define. Estatura mediana, delgado, de ojos negros agudos y nariz afinada; los labios estrechos, combados por un leve arco despectivo que quizá solo sea una media sonrisa o el marcado gesto de fumar. A los jóvenes y niños les parece viejo; a los adultos, detenido en unos eternos cincuenta años.

Se ha dicho que nació en Uracoa, en Tabasca o Buja, lugares remotos para aquellos años sin autos ni carreteras, de transporte en curiaras a canalete o con pequeños motores fuera de borda Evinrude y no menos escasos Archimedes o 22. Traía un equipaje mínimo, señal de su errancia, aunque podía quedarse en el pueblo hasta seis meses. Después iba a otro y a otro o tal vez regresara a su origen. Nadie advertía que debió de tener un contacto eficaz con lugares cosmopolitas como Trinidad o Porlamar, prueba de lo cual eran sus innovaciones. Alguien dice que se llamaba Asisclo Moreno, pero para todos fue siempre Cico Moreno o, como en un código especial:

–¡Llegó Cico!

Aparte del incesante cigarrillo, bebía con pulso firme, pero nadie lo vio realmente borracho o tirado en alguna orilla del río por la madrugada, como ocurría con sus amigos.

Aparecía Cico y los hombres de la población –veinte casas en la ribera de las grandes aguas– se aprestaban a renovar su humor, a escuchar chistes, asociaciones sobre personas, secretos lejanos o locales, trucos; pero, de manera especial, a escapar de la policía y la ley huyendo por las noches hacia la pata de las ceibas en los bosques próximos al rebalse para jugar peligrosas partidas de cartas. Linternas, el humo de unos tizones, alguna sábana sucia y ya el garito estaba listo. Allí se podían perder conucos, curiaras, sortijas, dinero. Cico sabía despertar el gusto por el azar, la ambición, el riesgo. Y aunque nada después lo demostrara, ganaba o arrebataba a los otros muchos bienes con discreción. El resultado de las partidas fue y sigue siendo un enigma.

Hasta el peligroso Mencho Díaz, a medias cacique, millonario salvaje y criminal, llegaba en su gabarra desde El Pajal alguna noche y se perdía con los otros en la selva. Arriesgándose con este hombre vulgar y temido, Cico paraba una partida. Corría el comentario de que el otro volvía a buscarlo para tener la revancha, pero Cico parecía invencible.

Entre las mujeres, de todas las edades, el estremecimiento era mayor y más misterioso, indecible. Hasta el punto visible de que, se supo, una vez Pragedes, ya madura, sinuosa y con muchos hijos, le impuso:

–Cico, no vuelva a llegar por el puerto de mi casa.

Se llamaba puerto el lugar del barranco frente a cada casa por donde la gente bajaba o subía hacia el río. La lancha del correo, en la que solía viajar Cico, podía detenerse donde él pidiera. De esta forma, Pragedes puso a salvo su escasa reputación.

Dicho íntimo temblor despertaba en las viejas una añoranza acogedora, en las maduras una expectación que anulaba a sus maridos, en las niñas un vivo latir de sus zonas. Algunas susurraban que Cico escondía un historial de violaciones y que las chicas forzadas o «sacadas» en el pueblo por varones regionales eran el resultado de las incitaciones efectuadas por Cico sobre ellos.

Pero una cosa fue el pérfido comentario común sobre el hombre y otra la manera real como era recibido, por las mujeres, en las casas. Los hermanos y maridos, que mucho lo apreciaban y hasta confiaban en los resultados de sus partidas nocturnas, ni siquiera suponían las sutiles maniobras diurnas de Cico, en su ausencia.

¿A cuántas pudo seducir? No hay noticias de que tuviera hijos o mujer en algún lugar. El viajero introdujo ante los hombres el condón, no tanto como instrumento preventivo sino como trofeo, también el urticante mentol chino y pequeños calidoscopios con imágenes de rubias abundantes en tetas.

Lucía a veces una gruesa Biblia que nadie se interesaba por tocar o leer. Cuando llegaba a las casas donde alguna mujer (de cualquier edad) lo saludaba con atención o le ofrecía café, extraía de su bolsillo cierto folleto blanco, lo extendía como un reducido acordeón y la visitada vibraba desde lo profundo por aquellas poses sexuales en que hombres y mujeres hacían el amor con movimientos nunca soñados.

Para entonces podía abrir su Biblia, que en verdad era una caja vacía, desde la cual emergía una verga gruesa, tallada en madera aceitosa que la mujer contemplaba seria o sonriente, extasiada, mientras Cico abría su bragueta de botones para mostrar el original.

 

EL ANTIFAZ VERDE

En una mínima aldea, siete casas a orillas del inmenso río, casi invisibles en la selva, un chico de trece años lee. Más que leer interpreta las pocas ilustraciones que sintetizan la trama de esa noveleta. El libro llega a sus manos prestado por una anciana que guarda sus ejemplares en una caja de cartón. La narración trata de un hombre con capucha oscura que defiende a gente de la gran ciudad; en sus aventuras conoce a una mujer rubia, vestida de rojo y con antifaz, que también se ocupa de salvar casos.

El muchacho de la aldea y sus hermanos celebran las tradiciones locales: navidad, carnaval. En esta oportunidad, su mamá, costurera, le hace una capa y un antifaz verdes con retazos sobrantes. Él los luce durante ese carnaval y cuando terminan las pequeñas celebraciones, los guarda. Estamos en 1952. La población carece de luz eléctrica, pero la luz lunar es poderosa. Después de conocer las aventuras del hombre encapuchado, se le ocurre salir por las noches, con capa y máscara, y recorrer a escondidas las salvajes rutas del pueblo. Nadie lo ve y él cree estar resolviendo misterios; ignora que está husmeando el futuro. Usar un antifaz lo convierte en alguien imaginario, viril y audaz.

Cuando, a mediados de marzo del 2020, ese mismo hombre sale de su apartamento –ahora en una ciudad– a comprar alimentos, ve con sorpresa que algunas personas ocultan el rostro con mascarillas. Algo había escuchado por televisión acerca del nuevo virus. Y solo entonces –ya está en su viejo auto, dispuesto a regresar a casa, es mediodía–, de manera casi prodigiosa, parece descubrirse a sí mismo, fragmentado por la luz y las otras personas, corriendo por la calle con su capa verde y el antifaz.

Mientras conduce, sonriente, vislumbra la carátula de aquella narración: los dos enmascarados en peligro. Al llegar al apartamento, busca con ansiedad en su pantalla y allí están de nuevo. El nombre del autor, G. L. Hipkiss; la ¿acuarela? de Moreno y, en el ángulo superior, la capucha del vengador. Es el mismo libro que tuvo en sus manos: Víctima propiciatoria.

Y entonces, con calma, vuelvo a ver a aquel muchacho de trece años que recorre como sonámbulo –a pesar de espinas, bejucos, zancudos y serpientes– los trechos sombríos del bosque, iluminado a ratos por el esplendor lunar. Él nunca supo lo que temía o quería ver. Esta aclaración posible me corresponde a mí.

Han pasado casi setenta años. El antifaz verde fue mi señal secreta de pertenecer a un reino propio. A medias entre ser vegetal, pez terreno, zona de claridad estelar, sombra, tierra, muchacho y hombre, agua: cuanto lo imaginario pudiera fortalecer en mis gestos simples, carentes de significados pero sentidos como imprescindibles, mientras buscaba una certeza. Esta, sin duda, tenía que pertenecer a lo íntimo y único, mezcla de animalidad y lucidez, siempre marcada por la sorpresa y la dicha. Una forma recóndita de lo superior.

Ahora, invadido por noticias, información y análisis, también por el peligro político que nos cerca, enmascarado para cumplir hasta la más mínima diligencia, veo las calles con gente apresurada y temerosa, tratando de que nadie se acerque de forma imprudente, protegiéndose de una amenaza invisible y real; y, muchos de nosotros, conscientes de que otro peligro encapsula a la pandemia.

El sometimiento del país y la ciudad ocurrió de manera gradual, pero notable. No hubo resistencia violenta a la práctica de la muerte. Por ahora es tarde. La población ha sido exilada, dispersada; los líderes aprisionados o muertos. Política y droga son la alianza perfecta para los que mandan.

Pero este hombre, después de conversaciones secretas, sale hoy de manera inocente, como cuando niño, a cumplir una tarea. Han calculado que su edad sería garantía de camuflaje. Y convenció a los otros. Vuelve a ir enmascarado; se acercará al centro del poder, investido con los infalibles instrumentos de hoy. Sin identidad, sin huellas de sí mismo; disimulado por su edad y su cuerpo viejo, aunque aún firme y ágil.

Alguien lo ha llevado a poca distancia de la casa del poder. Luego, camina con naturalidad, seguro de su acción. El día es brillante y lo disimula dentro de los demás. Pasa primero por el parque de árboles suavemente movidos. Reconoce el aura de un placer mortal. Y no puede dejar de sentir que una parte suya recorre de nuevo las vías de su infancia: sus ojos son las hojas vibrantes; manos y pulmones las ramas, sus pies raíces que sacuden el suelo. En su cabello –raramente duradero– el viento hace sonar sílabas que son identidades: los nombres amados de la gran ceiba y su ampulosa cintura; el tinte bermellón de los almendrones; el caimito en su danza violeta; cedros de oscuro verdor; el raudal en oro puro de los araguaneyes; una planta de bucare; los caobos y su vino aéreo, cada pino una estela; palmeras ondulantes como abanicos, cacao y cafetales blancos. Hierba, arbustos, elevados troncos; los árboles de antes y los de ahora fluyen dentro de él, sostienen la ciudad.

Cuando está a pocas cuadras del objetivo, nota la altura de los edificios, que fueron orgullo de actualidad para la urbe. Se asoma a la entrada del más alto; ve gente salir de un ascensor. Y un impulso voluptuoso también lo lleva a repetir uno de aquellos gestos que él, por añoranza, cumplía cuando recién llegó: subir a la terraza más alta y desde allí ver todo.

Total
2
Shares