POR NATALIA ARSÉNTIEVA

Los dioses de cara impasible son eternos,

No les importa el duelo de la Tierra.

Pero en ti, el hombre breve,

Sólo lo pasional es realmente bello.

Valeri Briúsov

 

Tanto en su libro Desde los bosques nevados como en el ensayo biográfico Las inciertas pasiones de Ivan Turguéniev, Zúñiga descubre a un Turguéniev heterodoxo, muy distante del realismo con el que se le suele identificar, y sensible a problemas místico-filosóficos. En su narrativa destaca la inmersión en la profundidad psicológica, pero, sobre todo, la revelación de nuevas verdades, como si el escritor ruso rechazara las apariencias de la vida para mostrar su naturaleza y sentido oculto.

Zúñiga se ha dedicado al estudio de la biografía de Turguéniev, pero al mismo tiempo ha recibido de él una poderosa influencia literaria. Este asunto ha sido planteado en el libro El simbolismo de Juan E. Zúñiga de Luis Beltrán, que descubre en la narrativa de Zúñiga una serie de motivos característicos de los personajes de Turguéniev. El objetivo de nuestro trabajo es profundizar en el análisis comparado de las estéticas de Turguéniev y Zúñiga a través del estudio de Misterios de las noches y los días del último, donde con mayor evidencia se manifiesta la afinidad de su método creativo con el del célebre escritor ruso. La narración en esta obra tan especial se despliega en una serie de relatos místico-alegóricos que parecen partes de un enorme mosaico, en el cual cada tesela tiene belleza propia, pero sólo cobra sentido como elemento constitutivo de una unidad de forma y sentido.

En el mencionado libro, Beltrán señala como aspecto más característico en la obra de Zúñiga la destrucción del mundo idílico, del espacio familiar. En Misterios de las noches y los días, ese conflicto se resuelve mediante la representación del ideal estético del escritor. Esta colección de cuentos puede considerarse su testamento espiritual. Compuesto de cuarenta narraciones breves, Misterios de las noches y los días está concebido en forma de un drama mistérico en prosa. De ahí que para hacer un análisis comparado de este libro con el ciclo de los «relatos misteriosos» de Turguéniev («El sueño», «El perro», «El canto del amor triunfante», «Clara Milich», entre otros), así como con su Senilia. Poemas en prosa, sería importante conocer las propiedades del drama mistérico como género literario que hunde sus raíces en los misterios egipcios antiguos, una serie de rituales y prácticas dirigidas a recuperar la esencia divina transcendental del alma humana a través de la comunicación con lo sagrado. Uno de los primeros estudios de este fenómeno, a caballo entre mito, rito y literatura, fue el tratado Sobre los misterios egipcios, de Jámblico. Autor neoplatónico, adepto a la teúrgia, uno de los cultos mistéricos del helenismo tardío, Jámblico describe estas prácticas como un complejo sistema de imágenes visibles, destinados a representar simbólicamente lo invisible de la comunicación entre lo humano y lo divino. En la obra de Zúñiga este misterio irrumpe en los ritmos cíclicos de la vida humana constituidos por la cadena de noches y días para elevar al hombre de la rutina de lo cotidiano hacia lo verdaderamente superior y valioso. Al igual que en los misterios del mundo antiguo o en autos sacramentales medievales, renacentistas y barrocos, la estética mistérica comprende la presencia de las potencias trascendentales en la vida humana. Aunque, según Jámblico, «el género de los dioses es el más elevado, superior, perfecto», mientras que «el del alma es último, deficiente y menos perfecto», ésta tiene facultades que le permiten «participar de lo divino parcialmente» (Jurado 1997, 52). De ahí que tanto Turguéniev como Zúñiga introduzcan en su sistema de personajes a seres superiores: dioses y «esencias intermedias» de la mitología clásica y helenística (los daimones, sátiros y ninfas), las figuras de los ángeles y los demonios del acervo cristiano, así como las apariciones y fantasmas, procedentes del culto a los muertos o del espiritismo.

El misterio viene representado en las descripciones paisajísticas, que tienen una dimensión espiritual. La naturaleza en ambos escritores actúa como una fuerza creativa que influye en el estado mental de los personajes. La imagen de la luz es fundamental. En la mistagogía simbólica de Turguéniev y Zúñiga las imágenes de la luz simbolizan lo divino que ilumina desde fuera con una luz inmaterial. Las horas de tránsito al amanecer o al atardecer, cuando todo es vago, impreciso, lleno de extraños presagios, es el tiempo del misterio, al producirse el contacto entre dos esferas de la realidad. La niebla, el tiempo gris, otoñal, los días de lluvia o aguanieve transmiten la idea de alejamiento del ser humano de las fuentes de la luz divina. Los grises paisajes otoñales, la penumbra de los interiores crean una sensación de angustia. En cambio, las soleadas extensiones verdes en Turguéniev y los magníficos paisajes montañosos en Zúñiga devuelven el sentido perdido de perspectiva y esperanza.

La narración de Zúñiga gira en torno a una serie de cuestiones de carácter místico-filosófico: cómo se manifiestan la generosidad y los efectos felices de los seres superiores sobre los humanos, por un lado, y cuál es la actitud humana hacia lo misterioso; indaga en la dicotomía entre el libre albedrío y la fatalidad en el destino del hombre, cuál es la naturaleza de la felicidad y del infortunio en esta vida y si tiene o no la vida y la actividad humana continuidad en el más allá. Es muy probable que en la realización de estas tareas el escritor español haya contado con la experiencia artística de Iván Turguéniev.

 

EL MISTERIO DE LA METAMORFOSIS

Es sorprendente la coincidencia del motivo de la metamorfosis estatuaria en los cuentos «Reliquia viviente» de Turguéniev y «La esfinge» de Zúñiga, con el que se abre Misterios de las noches y los días. La tensión dramática en la obra literaria de los dos autores, en parte, se debe a que su pensamiento se balancea entre la actitud escéptica, por un lado, y la místico-filosófica, por otro. Frente a la idea del carácter accidental de la vida humana, el ideal en su narrativa se apoya en el concepto de la providencia y la participación de la esfera de lo divino en la actividad humana.

La tragedia ocurrida con una joven campesina, bella, inteligente, buena cantante, que ha perdido la movilidad en el relato «Reliquia viviente» de Turguéniev, al parecer, se debe al puro azar. Al verla en esta penosa situación, el narrador, que la conocía alegre, llena de vida, al principio se queda aterrado por su aspecto inerte, parecido a una estatua yacente de un sepulcro: «La inmovilidad cruel petrificada de un ser vivo, infeliz, se ha transmitido a mí: yo también me sentí inmovilizado» (I, 324).[1] Al saber que ella no ha perdido el don de cantar e incluso lo transmite a una niña, ya no siente horror, sino lástima y piedad. No obstante, hablando con Lukeria, se da cuenta de que ella no se queja de su nueva condición, sino todo lo contrario. La aprovecha para ser feliz de otra manera y sentir la plenitud de la vida que en ningún caso podría gozar si fuera privada de la soledad contemplativa en la que actualmente se encuentra. De acuerdo con la religión ortodoxa, la joven interpreta lo ocurrido como amor selectivo de Dios hacia su destino: «Me ha mandado una cruz, pues, me quiere». El amor de Dios, del que habla esta joven mujer, ha sido para ella el camino de la ascensión espiritual que ha elevado su alma hacia las alturas incomparables con la felicidad en el amor que la esperaba en esta vida terrenal. De ahí que Lukeria no se sienta desgraciada, y el narrador observa en su aspecto físico la pérdida de lo humano y el tránsito a lo inmutable y eterno: «Me miró, y sus párpados oscuros, cubiertos con pestañas doradas, como las de las estatuas antiguas, se cerraron de nuevo» (I, 326). Lukeria no sólo sueña con ser la novia de Cristo, a la que algún día el señor lleve al reino de los cielos, liberándola del sufrimiento, sino que su propio destino lo interpreta como misión sagrada, que consiste en expiar los pecados de los demás, según las palabras de sus padres difuntos que se comunican con ella a través del sueño: «No sólo has liberado tu alma del pecado, sino también a nosotros nos has liberado de un peso enorme. Has hecho nuestra vida más fácil. Ya has acabado con tus pecados y ahora sobre nuestros pecados estás triunfando» (I, 327). El presentimiento de la joven sobre su muerte prematura e inmediata no tarda en hacerse realidad.

En el relato de Zúñiga «La esfinge», el hombre con un alma sensible desde su infancia se queda impresionado por una esfinge de piedra que veía cada vez que cruzaba con su madre un puente camino al parque. La observa intentando penetrar en su misterio. Interroga a los padres, pero nadie sabe darle respuesta, quién puso aquí a esta fantasiosa criatura y con qué objetivo. Incluso su profesor le desaconseja pasar por el puente para que no tome un camino peligroso. No obstante, el personaje sigue año tras año pasando junto a la estatua hasta que le parece que le habla en un lenguaje críptico, indescifrable. Está fascinado por su figura poderosa que domina la ciudad desde su alto basamento con una mirada un poco altiva, fría y dominante. No obstante, un día la ve abatida entre los escombros de una casa derrumbada y en este momento en su alma entra la angustia por algo que le daba sentido de protección y, de repente, ha dejado de existir. Desde entonces la imagen de la esfinge empezó a aparecer siempre, estuviera donde estuviera, ante él como un espectro, acompañando todos y cada uno de los acontecimientos de su vida.

La hermenéutica de la estatua se remonta a la religión politeísta, donde las representaciones de figuras humanas, zoomorfas o híbridas eran divinos acompañantes del hombre, soporte firme y garante del orden, obras de arte escultórico, que, según el tratado hermético Asclepio, son «dioses terrenales». En la teología pagana la estatua como objeto de culto se consideraba divinidad viva, residente en una obra de arte de piedra o metal, capaz de asesorar al ser humano y hacerle sentir la proximidad de lo sagrado inalcanzable, de satisfacer el instinto de aspiración a la existencia de un poder superior. De ahí la importancia de la écfrasis estatuaria en «La esfinge» de Zúñiga, que tiene una dimensión sacramental. Destinada a ser protectora de la ciudad, erigida para cumplir con su función habitual apotropaica, propia de las estatuas de diversos monstruos y leones del mundo antiguo, la esfinge queda derruida, pero su espíritu no puede existir en el vacío: entra en un cuerpo humano para poseerlo y transformarse en sustancia duradera que retoma su misión interrumpida. Poseído por este extraño poder que la silenciosa e inmóvil figura de la esfinge con sus garras dispuestas a despedazar estaba ejerciendo sobre su alma, una tarde el personaje empieza a sentir que su cuerpo se convierte en duro granito, el mismo que el formidable cuerpo del monstruo egipcio. El protagonista no es un hombre cualquiera, en él se manifiesta la selectividad del destino debido a su sensibilidad místico-religiosa. Miles de personas cruzan el mismo puente, pero sólo uno queda cautivado por la estatua, y es elegido por ella para continuar su labor bajo la lluvia, sol o nieve, convirtiéndose en guardián de su ciudad natal.

Así, en ambas historias, la posesión de las almas humanas por parte de los poderes de orden superior (Cristo, esfinge) puede ser considerada no como una coacción que limita la libertad del hombre o como fatalidad, sino como consecuencia natural de la altura de su nivel espiritual, que permite al ser humano dejar los valores de este mundo a favor de lo supremo y lo divino. Los personajes de Turguéniev y Zúñiga no necesitan hacer el camino habitual de formación en la Tierra, dado que sus almas, que tienen identidad propia, ya están preparadas para trascender el propósito terrenal del hombre y hacer posible su participación de la obra divina en beneficio de los demás.