«Está claro que hoy vivimos en un mundo de no excéntricos, de personas a las que se les niega la más simple individualidad, de tan reducidas que se ven a una abstracta suma de comportamientos preestablecidos. El problema hoy no es ya el de la pérdida de una parte de uno mismo, sino el de la pérdida total, el de no existir en absoluto». Son palabras de un escritor que imaginó ciudades invisibles, a un hombre habitando copas de árboles o al señor Palomar, amante de observar las olas una a una, el cielo al completo. Mediando el siglo XX, antes de que el algoritmo imperara, Italo Calvino ya señalaba una alarmante falta de excéntricos, con millones de humanos mirando hacia los mismos cuatro lugares, ninguno de ellos presidido por Naturaleza.
Con internet, y pese a que pueda parecer lo contrario, el apelotonamiento en torno a un mismo Centro se sublimó. Ese Centro, determinado por Occidente, era urbano y virtual, y se desinteresó aún más de todo lo que considerara aledaño o periférico. De las naturalezas no humanas, solo atraía su utilidad. No se veían como algo vivo de lo que aprender, con lo que compartir. No como un fundamento de nuestra existencia.
La lengua española, la segunda más hablada del mundo, demostró su vocación centralista casi extinguiendo a Naturaleza de sus relatos. En la España del siglo XXI, los 7.905 kilómetros de costa y las 52 reservas de la biosfera han reportado montones de dinero pero poquísimas narraciones escritas, porque buena parte de la intelectualidad se plegó durante décadas a los ritmos del mercado. A fin de cuentas, los escritores comen, y muchos, al detectar que escribiendo sobre viajes o naturaleza no llenaban la cesta de la compra, se dedicaron a géneros más nutritivos. En Latinoamérica, donde los espacios salvajes son inmensos, el extractivismo ha contaminado, sometido y matado a discreción, y el letal peligro de escribir sobre naturaleza explotable (y cuál no lo es, a ojos del depredador) ha repercutido en una producción literaria raquítica.
Una consecuencia: hasta 2018, numerosos hispanohablantes que leían un libro donde la naturaleza era protagonista, afirmaban haber leído un texto de nature writing. Nuestra lengua acudía a otra para explicar ese tipo de literatura, evidenciando la enorme distancia abierta entre nosotros y el resto de seres no humanos. Ese año, organizamos en Barcelona el Festival LiterNatura, palabra de proximidad pensada para acercar el universo «verde» al imaginario hispano. Al buscar libros adecuados, se constató la escasez de títulos en español, detonando nuevas preguntas sobre los géneros y los argumentos y las poéticas que más interesan. Esos mismos días, alguien advirtió que la lengua española sumaba casi dos décadas muy ajena a las vanguardias literarias. Sin debatirlas. ¿Dónde estaba la vanguardia? ¿Dónde el excéntrico?
Hoy –exactamente hoy– se habla poco de poéticas, de estética. Lo que importa es el TEMA, y entre todos despunta la Inteligencia Artificial. Las máquinas desplazan ya no solo a las personas que caminan las ciudades sino también a las que imaginan universos en su casa, la biblioteca o un bar. Occidente ha puesto a la IA en el Centro de la creación, porque eso es lo que se discute: en breve, ¿sabremos crear sin ella? ¿Creará ella más y mejor?
Ante semejante decadencia, la LiterNatura emerge como una apuesta reactiva a las fuerzas centrípetas empeñadas en convencernos de que el futuro está en la IA. La sofisticación extrema es un signo histórico de declive, y ahí estamos. Olvidando aún que, al margen de la obvia funcionalidad de las computadoras, la vida se sustenta en la experiencia física, los recursos naturales y en la relación que tengamos con los seres que nos rodean. Esta evidencia no lo es desde hace años. Solo las últimas crisis sistémicas y la reciente pandemia han abierto rendijas de duda entre algunos inquietos, que se asoman a tientas a la periferia de lo «natural», la mayoría ignorando aún qué se siente al vivir en un bosque o la selva y desprovistos del vocabulario para designar a la abubilla o la achicoria, pero con la intención de explorar.
Los excéntricos veteranos saben que por ahí empieza el cambio: por la palabra. Personalmente, al instalarme en un refugio de pastores para escribir sobre dehesas percibí que me faltaban sentimientos y, claro, palabras. Sustantivos. Nombres. Con ellos se indaga en los márgenes, se cultiva la disidencia y se propone la vanguardia.
Por ejemplo.
Mi abuelo se llamaba Gabriel, como mi padre, pero a mí todos me llamaban Gabi. Cuando fui a firmar mi primer libro, no distinguí escritores que firmaran con diminutivo en España. Aunque en la tradición anglo ahí estaba Walter Whitman, el autor de Hojas de hierba, que decidió tratar a sus lectores como trataba a sus amigos, y se presentó ante ellos como Walt inaugurando una línea que seguirían desde premios Nobel (Toni Morrison) a presidentes de los Estados Unidos (Bill Clinton), emprendiendo un diálogo horizontal con el público, alterando las jerarquías culturales y políticas. El contemporáneo de Walt, Henry David Thoreau, se llamaba en realidad David Henry, y un día decidió cambiar el orden de su nombre. Luego, escribió Walden, inaugurando la llamada nature writing, o un libro sobre desobediencia civil. El chamán yanomami Davi Kopenawa eligió llamarse Kopenawa tomando el nombre del espíritu de la avispa, tras sacudirse los nombres que le habían endilgado otros y con los que no se sentía bien.
Cuando decidí firmar como Gabi, solo conocía la historia de Whitman, pero el paso de los años me ha regalado este hilo que vincula a personas que reivindicaron su autonomía desde la elección del propio nombre mostrando su disposición a abandonar el orden, la ortodoxia, el centro, cuando lo creyeran sensato. Y si Thoreau se negó a pagar impuestos, Kopenawa rompió el molde de la tradición oral de su pueblo al pedir a Bruce Albert que escribiera sus historias en un libro: La caída del cielo. «Me hice chamán para poder curar a los míos», dice el yanomami. Por eso, al deducir que plasmando su ideario en un libro podía proteger mejor a los suyos, acudió a Albert. Algunos lo han llamado traidor. Otros, vanguardista. Un ejemplo de adaptación al medio. De Inteligencia Natural.
La LiterNatura también expande voces humanas así, tan silenciadas como la naturaleza que habitan, portadoras de una sabiduría ecosistémica que millones desconocemos. Indígenas jóvenes, con frecuencia educados en la ciudad, ya escriben sus propios libros manteniendo la mirada excéntrica, como el limeño descendiente de los kukama kukamiria Joseph Zárate, autor de Guerras del interior, donde atiende a la desbocada explotación de madera, oro y petróleo en su país. Zárate parte del periodismo, pero está profundizando en la poesía documental e investigando formas de «dar voz a la gente de una manera sutil, con un impulso poético sin renunciar a la fuerza de los datos y la memoria histórica». Dice que le gustaría que la crónica latinoamericana «difunda otras formas de ver el mundo. Leer más crónicas hechas por personas negras, por gente de las comunidades indígenas, por autores de las disidencias sexuales». Cuyos relatos expresarán naturalezas ignotas.
La formidable novedad de indígenas que escriben para contar historias propias conecta con libros que expanden la voz de otros silenciados habituales, dígase una puercoespina, una tángara o un jaguar. La reciente ganadora del premio Sor Juana Inés de la Cruz, María Ospina, y el también colombiano Santiago Wills, permiten acceder a la emotividad animal, a sus relaciones y estrategias de supervivencia concediéndoles el trato de «persona» que en varios países ya distingue tanto a animales como a ríos, montañas… Autores que afrontan el enorme desafío de hacer atractivos a protagonistas hoy ninguneados pero que descienden de los perros Cipión y Berganza imaginados por Cervantes, de Moby Dick o los lobos de Jack London. Sin olvidar a virtuosos de las raíces como Paco Calvo, que en su Planta Sapiens ha revolucionado nuestra mirada botánica introduciéndonos a nada menos que la Inteligencia Vegetal.
Los autores de LiterNatura han entendido que, más allá de la irremediable denuncia a los destrozos medioambientales, deben hallar vías para seducir a lectores no iniciados y vincularlos a esas naturalezas que hasta ahora observaron de lejos o ni siquiera contemplaban. Por eso, por ejemplo, Santiago Beruete se ha alejado por primera vez del ensayo para escribir un libro de relatos, aunque algunos de sus libros anteriores ya presentaran historias que parecían ficción. Los títulos de Beruete resumen la confianza que tiene en la seducción por la palabra: Jardinosofía. Verdolatría. Aprendívoros. Así titula a sus ensayos, que a la vez contienen gran cantidad de palabras nuevas, destacándose como un titán del neologismo, zapador de híbridos verbales que invitan a crear más.
Sobre el decisivo uso del lenguaje, el antropólogo Aníbal G. Arregui señala un episodio de la versión española de El principito que ayuda entender muchas cosas:
–No puedo jugar contigo –dijo el zorro–. No estoy domesticado.
–¡Ah! Perdón –dijo el principito. Pero, después de reflexionar, agregó– ¿Qué significa domesticar?
–Es una cosa demasiado olvidada –dijo el zorro–. Significa crear lazos.
Arregui indica que, en la versión original, Saint-Exupéry utilizó la palabra apprivoiser, que significa «domesticar»… pero también «amansar». Esa es la acepción que eligió Saint-Exupéry, basta leer el tono de su historia. Al emplear apprivoiser, «el zorro no pide la domesticación de la especie Vulpes (…) pide una intervención más personal. Pide una intervención que los haga únicos en su relación». Sin embargo, el traductor hispano interpreta que la relación humano-animal debe producirse desde el dominio de uno y, por tanto, el sometimiento del otro.
Arregui lo expone en su Infraespecie, un libro que cuestiona lugares comunes y símbolos. Comienza así: «Darwin era un brillante racista». A continuación, brinda ideas y ejemplos que abogan por la interlocución con nuestro entorno más allá de la raza y la especie, en una decidida apuesta por «las relaciones no convencionales». Las que podrían cambiar el relato, quizás hacer un mundo más justo y sano. Pone como ejemplo el productivo diálogo entre el chamán Kopenawa y el climatólogo António Nobre; la teoría de la bomba biótica, con la que los rusos Anastassia Makarieva y Viktor Gorshkov han invertido los modelos meteorológicos tradicionales probando que los ciclos hídricos de la biosfera determinan la circulación del viento o la lluvia, y no al revés; las relaciones cordiales que los pescadores mantienen con el delfín rosado en la Amazonia, o los vecinos de la barcelonesa montaña de Collserola con los jabalíes.
«Estamos, probablemente, ante el final del Antropoceno», dice Arregui, intuyendo que el cambio climático y las amenazas nucleares –ambos fruto de una nefasta gestión humana del entorno– liquidarán pronto el mundo que conocemos obligándonos a entender más profundamente a los seres no humanos… y a los excéntricos, si aspiramos a sobrevivir.
Es en los intermedios y el margen donde se juega el futuro, en la mezcla iluminada, y eso afecta a las narraciones. De ahí viene Delta, mi libro sobre el año que pasé en la última casa antes del mar en la isla de Buda, una de las primeras que el Mediterráneo inundará en el delta del Ebro, donde la costa desaparece a un ritmo de diez metros por año. El fango fértil que proponen los sedimentos, la idea de final (del río) y principio de algo más grande (el mar), la de frontera geográfica y la intención de dar voz al coro no solo humano empleando estadísticas que convivieran armónicamente con una tensión lírica y con las emociones de las personas que habitan ese espacio agonizante dio lugar a un libro que pone a muchos márgenes en el Centro con una estructura de apariencia sinuosa y, sin embargo, creo, bien arraigada.
Hace veintipico años me incluyeron en alguna vanguardia. En aquel momento me pareció extraño, un artificio, no hallaba demasiados paralelismos entre mi obra y las demás, pero con el tiempo he comprendido que presentar a remesas de autores chisposos incita al debate literario y estimula el interés por la prueba, por lo exótico. Hoy, que reconozco claramente en Delta una propuesta transformadora mucho más sólida que cualquiera mía anterior, no escucho hablar de vanguardias. ¿La vanguardia ya no tiene quien la escriba? Como mucho, se habla de temas. De temas de moda: Los feminismos. La Inteligencia Artificial. Muy bien. Pero, ¿y la estética? ¿Dónde queda la belleza? ¿La transgresión formal y estructural? ¿El desafío? ¿La propuesta esencialmente innovadora?
Delta bebe de todo lo escrito aquí para, de manera solapada, sin exhibiciones pero haciendo temblar la forma, deslizar una mezcla de registros, géneros y voces que abrace la totalidad de un espacio. Si, hasta ahora, al hablar de novela coral aludíamos a los seres humanos, en Delta he intentado que se exprese el ecosistema entero proponiendo un coro biodiverso. Aportar una obra que refleje el signo de los tiempos incluyendo a todos los seres, con los afectos y tensiones que los enlazan.
Esta invitación llega junto a las de Ospina, Zárate, Beruete, Mónica Ojeda o Wills; junto a las de, en otras lenguas, Kopenawa, Paul Kingsnorth, Robert Macfarlane, Annie Dillard, Philip Hoare o Robin Wall Kimmerer, esbeltos excéntricos que, desde sus laboratorios silvestres, están proponiendo letras como raíces frescas, perfumadas con un aire nuevo, heraldos de lo que vendrá.