Ricardo Menéndez Salmón
Horda
Seix Barral
128 páginas
POR MARIO MARTÍN GIJÓN

Hay escritores con los que, al llegar a las librerías su última obra, ya sabemos, en líneas generales, lo que nos espera. Son autores muy queridos por los departamentos de marketing de las editoriales, que pueden calcular, de antemano y modo aproximado, las ventas y réditos. La previsibilidad, la estabilidad, son las divinidades tutelares de la economía. No deberían serlo, sin embargo, de la literatura, donde ya en los años sesenta, la estética de la recepción fijó en el «horizonte de expectativas» de los lectores, el muro que los grandes creadores han de derruir, la línea de fuga que las grandes obras se saltan a la torera, para tras el desconcierto, rendir al público a un estilo propio. No adaptarse al público, sino crear su propio público, empeño más arriesgado y que hace fruncir la naricita a cada vez más editores. 

Si hay un narrador actual con el que, ante cada nuevo libro, nos encontremos en un paisaje distinto, ese es Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971), pues como supo ver hace tiempo Eloy Tizón, el asturiano ha hecho «de la negativa a acomodarse una disciplina de lucidez». Cuando el éxito de su «trilogía del mal» (La ofensa, sobre un crimen de guerra nazi, Derrumbe, sobre la violencia adolescente y El corrector, sobre los atentados de Atocha) habría llevado a otro escritor a continuar con esas historias de violencia que son a la vez, como aquel olvidado libro de Albert Caraco, «ensayos sobre el mal», Menéndez Salmón nos sorprendió con La luz es más antigua que el amor, bellísima indagación en los enigmas de la creación artística a través de tres pintores, dos ficticios (el renacentista Adriano de Robertis y el soviético Vsévolod Semiasin) y uno real, el expresionista abstracto Mark Rothko. Su posterior novela, Medusa, hacía converger ambos focos en la biografía del artista imaginario Karl Gustav Friedrich Prohaska, cuya mirada impávida ante las atrocidades del siglo XX lleva al límite la cuestión de cuándo la pretendida objetividad se convierte en complicidad. 

Sus novelas siguientes, tanto El Sistema como Homo Lubitz, ponían en escena a hombres solitarios ante un mundo hostil, uno de ellos en resistencia, el otro en una colaboración finalmente autodestructiva. Ambas distopías nos servían como advertencia de los dispositivos de control de la biopolítica, enlazando con esta última obra, Horda, novela corta en su extensión pero de una densidad que, como algunas narraciones de Kafka, nos provoca con la contundencia de una visión extrema: si en el «Informe para una Academia», un simio se explicaba ante un auditorio humano, en Horda nos encontramos en un mundo del cual se ha desterrado la palabra, sustituida por el mar de imágenes incesables dispensadas por Magma que, como el Metaverso hacia el que nos quiere guiar el flautista de Nueva York, ofrece una imitación de la vida más interesante que la vida misma. En ese mundo, como signo irónico respecto a las nuevas generaciones que nacen con un smartphone bajo el brazo, son los niños los guardianes del silencio, efectuando «controles de memoria» con unos temibles dispositivos llamados tesauros, y que suprimen los recuerdos de quienes osan no resignarse a vivir en un presente tan inexpresivo como el rostro de la líder o auriga que los gobierna. Como mínima concesión de esta Feliz Gobernación, que diría Miguel Espinosa, sus custodios han permitido a cada súbdito tener la compañía de un mono, que al final será el mejor recordatorio de su humanidad y un paradójico acicate para la rebeldía. 

La novela viene precedida de una cita estremecedora de George Steiner: «Si el silencio hubiera de retornar a una civilización, sería un silencio doble, clamoroso y desesperado por el recuerdo de la palabra». La pérdida de la memoria, como la pérdida de peso de su principal soporte, la cultura escrita, es uno de los temores ante los que nos advierte de modo sostenido la obra de Menéndez Salmón, pues ya en El Sistema, los ciudadanos eran domeñados gracias al fármaco T29, que suprimía el sueño en sus pacientes y que, paulatina y consecuentemente, iba borrando sus recuerdos. Aquí, ese sometimiento es aún más radical, no medios técnicos más efectivos. Por cierto que aparece Horda después de una destacada incursión en la autobiografía, No entres dócilmente en esa noche quieta, libro que podía haber llevado a pensar que el narrador se internaría en libros posteriores por el camino de la genealogía. Pese a lo que pudiera aparecer, el vínculo es obvio: ambas obras realzan la importancia de la memoria personal, como alimento sin el cual dejamos de ser personas. 

Esa tragedia, esa lucha por intentar no dejar de ser del todo humano, es la agonía que vive el protagonista principal, aludido simplemente como «Él», a través de las tres secuencias de la novela («Antes», «Durante» y «Después») y en cuya mirada se nos sitúa desde el principio. Y lo que vemos es una playa donde varias personas entierran cadáveres (que, luego sabremos, son de monos) alumbrados por hogueras, un paisaje tan desolado como su memoria, vaciada de recuerdos y sin ni siquiera una palabra para pronunciar al enterrar a un ser querido. 

En poco más de cien páginas, esta novela austera, sobria, espartana casi, concentra un abanico impresionante de sugerencias a mitos antiguos y modernos, nunca explícitos, y que por ello premian al lector que, hoy en día, conozca más la obra de Sófocles que el listado de influencers de moda. Desde Antígona, en la mujer que, al enterrar un cuerpo se atreve a arrodillarse, aunque ello implique su ejecución inmediata, a clásicos de la distopía como Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, con su prohibición de los libros, o La carretera, de Cormac McCarthy, con su huida a través de un paisaje apocalíptico, aunque aquí el hombre no huye con su hijo, sino con un mono, que poco a poco va humanizándose. 

El mundo mudo en que se nos sitúa no es oscuro, como el de Blade Runner; muy al contrario, «las ciudades irradiaban tanta luz que la experiencia del cielo estrellado había desaparecido», pero es una luz engañosa, como fueron engañosas las proclamas de concordia ligadas a la comunicación veraz que vendían desde Jürgen Habermas con su razón comunicativa a las últimas ofertas de telefonía móvil y datos ilimitados. En un mundo donde, según algunos estudios, muchos adolescentes saben expresar sus sentimientos mejor con emoticonos que con palabras, no parece tan descabellada la distopía que nos ofrece Menéndez Salmón, donde son los representantes de las generaciones futuras, niños mudos e incólumes, los encargados de velar por un orden en el que el sistema Magma es «un proveedor inagotable de estímulos» y donde «intimidad era ya un concepto intrascendente», aunque en eso ya estamos allí, en la «extimidad» teorizada por Serge Tisseron, y por la cual la vivencia que no es exhibida en redes sociales parece que no vale la pena. 

Frente a la imagen llamativa, de colores chillones, frente al meme resultón, y frente al Magma que multiplicaría esto hasta el infinito, es esta novela sobre todo una sucesión de imágenes muy potentes, como fogonazos o alegorías: la mujer que, contra todas las prohibiciones, lee un libro junto a una fuente, o la fotografía que ella abandona «igual que un murmullo de hojas, la risa la acompañó en su fuga», imagen de un pasado feliz que servirá para hacer germinar la rebeldía y poner en marcha la huida del protagonista en su búsqueda. Pero el principal logro de esta novela es sumergirnos en una mente arrasada pero que pugna por alcanzar la humanidad que ha atisbado en la risa, en la lectura (para él ya inaccesible) o en ciertos gestos del bonobo que lo acompaña. Si nunca olvidaremos al Benjy de El ruido y la furia, por cómo William Faulkner logró evocar una mente disminuida para la cual todo es presente, la agonía del protagonista de Horda, su huida animal a través de una dictadura de la satisfacción visual, nos hace entrever los riesgos de un mundo donde en aras de la comodidad, los humanos renunciamos al esfuerzo de la memoria y al lujo de la risa.