POR BASILIO BELLIARD
ANTECEDENTES

El cultivo del ensayo como género literario, donde se expresan las ideas, las concepciones ideológicas o filosóficas de una época y de una nación, acusa, en la República Dominicana, gran variedad expresiva y libertad temática. Sus orígenes se remontan a mediados del siglo xix, cuando adquiere categoría histórica, literaria y sociológica. Fue cultivado, en sus inicios, por periodistas que ejercieron el oficio en las páginas de los diarios de la época. En sus escritos predominaban inquietudes revolucionarias, independentistas, restauradoras, liberales o conservadores, propias del espíritu epocal. Sus preocupaciones intelectuales asumieron el ensayo político e histórico para expresar sus ideales libertarios. Ellos fueron los primeros ensayistas dominicanos que ejercieron el papel de intelectuales críticos de los problemas sociales y culturales de su tiempo, y que sentaron las bases teóricas del ensayo como expresión literaria y plataforma ideológica.

A mediados del siglo xix, se cultivaron el periodismo, la poesía lírica y patriótica, el teatro, la oratoria y el género epistolar, pero el ensayo aún no había adoptado forma y extensión, ni dimensión autónoma. De modo que es un género tardío en el país, a pesar de que Michel de Montaigne lo creó en Francia, en el siglo xvi. Sólo se cultivaba, a través de la brevedad y la espontaneidad del diarismo. Surgen los periodistas-ensayistas, los abogados o políticos como Alejandro Angulo Guridi, César Nicolás Penson, Ulises Francisco Espaillat, Manuel de Jesús Galván, Pedro Francisco Bonó, Manuel de Jesús Peña y Reinoso, Eugenio Deschamps, Gregorio Luperón, Federico Henríquez y Carvajal, entre otros, quienes escribieron artículos políticos, de corte pedagógico o doctrinario, en diarios como El Eco de la Opinión, El Duende, El Progreso, La Reforma, El Orden, La República, La Nación, El Oasis o El Porvenir. Algunos, de vertiente anexionista y pesimista, y otros, más conservadora. El más destacado de nuestros ensayistas de la postrimería del siglo xix será Federico García Godoy, autor de libros esenciales en el pensamiento dominicano como El derrumbe (1916), Perfiles y relieves (1907), La hora que pasa (1910) y Americanismo literario (1918). El otro gran cuentista, y también ensayista, es José Ramón López, autor de La alimentación y la raza, un ensayo de corte antropológico, y Francisco Moscoso Puello, autor de Cartas a Evelina (1941), y Américo Lugo, quien escribió El Estado dominicano ante el derecho público (1916) y El nacionalismo dominicano (1923). A mi modo de ver, Cartas a Evelina, que adopta la forma epistolar en boga, corresponde a una tipología de ensayos que representa una búsqueda de la identidad y la definición del ser nacional, como lo hicieron en América Latina, Samuel Ramos (Perfil del hombre y de la cultura en México, 1934), Octavio Paz (El laberinto de la soledad, 1950), Eduardo Mallea (Historia de una pasión argentina, 1937), Ezequiel Martínez Estrada (Radiografía de la pampa, 1942), Domingo Faustino Sarmiento (Facundo o civilización y barbarie, 1845), Antonio Pedreira (Insuralismo, 1934), etcétera.

 

SIGLO xx

Luego surge en la República Dominicana, durante la era de Trujillo, uno de los prosistas del ensayo más destacado del siglo xx: Manuel Arturo Peña Batlle, autor de La isla de la Tortuga (1951) o Historia de la cuestión fronteriza dominico-haitiana (1946). Le siguen Joaquín Balaguer con La isla al revés (1968), Juan Bosch, autor de Composición social dominicana (1970), Juan Isidro Jiménes Grullón, con La República Dominicana: una ficción (1965), y Sociología política dominicana 1844-1966 (1966), cuyos ensayos oscilan entre las vertientes sociológica, histórica y política, respectivamente.

Como se echa de ver, las líneas ideológicas del ensayo dominicano giran en torno a las cuestiones no tanto estéticas, sino sociológicas, tras la búsqueda por orillar en los territorios del ser social criollo, asumiendo una responsabilidad ética, desde el punto de vista intelectual. Durante la tiranía trujillista, el pensamiento intelectual se vio encapsulado en el marco del estrecho margen de las libertades públicas que permitió dicha era. Por tanto, los ensayistas de esa época, afectos al régimen (Balaguer, Peña Batlle, etcétera), pudieron ejercer su magisterio intelectual, pero supeditados al corsé de sus tentáculos, contrario a las posturas de los desafectos. Otros capitularon a sus designios y, cuando no, asumieron el autoexilio, como Juan Bosch o Pedro Mir; en cambio, otros desarrollaron sus obras creativas o ensayísticas, pagando con sus vidas, sus posturas ideológicas como Ramón Marrero Aristy y Andrés Francisco Requena. O los intelectuales extranjeros que combatieron al régimen desde el exterior, como Jesús de Galíndez o José Almoina, ambos asesinados por escribir libros contra Trujillo y su régimen. De modo que el ejercicio intelectual, desde la labor ensayística, estuvo marcado, como es lógico, por la censura o la autocensura, como lo fueron en todos los regímenes totalitarios de izquierda o de derecha.

Joaquín Balaguer, Peña Batlle, José Ramón López y Moscoso Puello asumen, a su modo, la corriente ideológica y filosófica del pesimismo, que postula el origen de nuestro subdesarrollo en la incapacidad del dominicano para desarrollarse por sí mismo, dentro de un enfoque psicológico, tal y como lo denominó el propio López. En tanto que Bosch y Jiménez Grullón orillan, en su momento, las facetas histórica y sociológica, de corte marxista. Era natural, pues la influencia que ejerció el marxismo, como corriente ideológica y teoría social, en los intelectuales y pensadores latinoamericanos, fue de cardinal significación, incluso trascendió al ámbito académico. Gran parte del debate intelectual que caracterizó la hegemonía del discurso político, desde los años treinta hasta los años setenta, lo protagonizaron Bosch y Jimenes Grullón. Sin embargo, no dejaron un discipulado que continuara sus viejas querellas ideológicas, ya que sus debates estuvieron marcados, en cierto modo, por resentimientos personales, o por la vanidad típica del mundo intelectual. Jimenes Grullón, en su tentativa por articular una sociología política dominicana, diluyó su intelecto en polémicas estériles, y Bosch asumió el liderazgo político de dos partidos que fundó (uno en su exilio cubano, el PRD, en 1939, y el otro, el PLD, en 1973), abandonó la literatura de ficción, a su regreso tras un largo autoexilio, e incursionó en el ensayo histórico, sociológico, político y cultural hasta su muerte en 2001.

La nacionalidad, la identidad y el problema migratorio serán los ejes temáticos que matizarán el centro de las reflexiones de nuestros ensayistas de los últimos treinta años. Los aspectos antropológicos, sociológicos e históricos constituirán las ideas que gravitarán sobre el ensayismo criollo. Dado que la tradición ensayística dominicana ha estado dominada por los historiadores y los abogados, no así por los escritores, desde luego, no acusa una voluntad de estilo, como lo hicieron, con gracia expresiva y brillo prosístico, Octavio Paz, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Tomás Segovia, Carlos Fuentes, Eduardo Mallea, Mario Vargas Llosa, Ernesto Sábato, Tomás Eloy Martínez o Jorge Luis Borges, en el contexto del ensayismo hispanoamericano.

En los años ochenta y noventa surgen en nuestro país Manuel Núñez, con El ocaso de la nación dominicana (1989); Andrés L. Mateo, con Mito y cultura en la era de Trujillo (1993); Federico Henríquez Gratereaux, con Un ciclón en una botella (1996) o La feria de las ideas (1984); Miguel Guerrero, con Enero de 1962: el despertar del pueblo dominicano (1988); Bernardo Vega Las frutas de los taínos (1997); Frank Moya Pons, con Historia del Caribe (2001), Manuel de Historia Dominicana (1978) o La dominación haitiana (1972); Juan Daniel Balcácer, con Trujillo: El tiranicidio de 1961 (2007); José Rafael Lantigua, en La conjura del tiempo: memorias del hombre dominicano (1994); Mu-kien Sang Ben, con Una utopía inconclusa: Ulises Francisco Espaillat y el liberalismo dominicano del siglo xix (1997); Franklin Franco, con República Dominicana: clases, crisis y comandos (1996) y Negros, mulatos y la nación dominicana (1996); Juan José Ayuso, en Todo por Trujillo: fuerzas armadas y militares (2005); Roberto Cassá, con Los taínos de la Española (1974), Historia social y económica de la República Dominicana (1977); Ciriaco Landolfi, con Evolución cultural dominicana, 1844-1899 (1981); Víctor Grimaldi, en Los Estados Unidos en el derrocamiento de Trujillo (1985), entre otros. Todos ellos tienen en común el trasfondo histórico y el cultivo del análisis del pasado, a través del ensayo historiográfico, de los grandes temas del siglo xx, con voluntad de tratado, antes que de ensayo personal —en la acepción de Montaigne—. En Manuel Núñez hay una vocación de pensar nuestra historia, a la luz del pensamiento orteguiano, y aun spengleriano; en otros, sobresale la investigación periodística o la metodología histórica. En efecto, la nostalgia indigenista, el resentimiento del fantasma de Trujillo y su era, la paranoia inmigratoria de los haitianos o la reivindicación del ideal patriótico de los independentistas, han sido los polos que han permeado las ideas centrales del ensayismo dominicano del siglo xx. Por lo tanto, la relación histórica de odio-miedo entre los haitianos y los dominicanos, que entraña la esencia del destino nacional y la frontera, está determinada por la intervención y ocupación del lado este de la isla en 1822, y su consecuente independencia dominicana, en 1844. Todo esto, sumado a la matanza de miles de haitianos en 1937 —llamada el «corte»—, durante la tiranía de Trujillo, conforma el cuerpo estructural del debate sociológico y político del ensayo histórico dominicano. Esos temas migratorios y de la frontera dominico-haitiana constituyen un manantial inagotable y, a la vez, una fuente en constante efervescencia, que avivan las preocupaciones intelectuales de nuestros ensayistas.