No se puede saber con exactitud, dicen algunos reconocidos astrofísicos, qué había antes de que la singularidad inicial del Big Bang diera inicio al tiempo cronológico como lo conocemos. Esa apertura disruptiva del evento, del estallido ultravioleta, que podemos identificar como un misterioso tiempo de Kairós, dio luz al tiempo de Cronos, en el que todo lo que es parece no poder sustraerse a un irrefrenable deseo (y el deseo es tirano, como dicen) de movimiento y multiplicación. No sólo los entes más tangiblemente “materiales” se multiplican, sino que cada acto de lenguaje (lingüístico y no lingüístico) agrega al mundo una ficción que en la repetición cobra inadvertido pero firme estatuto ontológico. Es evidente que no sabían nada los griegos de antaño, o no habían visto lo suficiente, cuando dijeron que lo anterior al mundo fenoménico era el Caos; porque ciertamente caos merece llamarse esto (y no aquello previo, sea lo que sea), que desde entonces nos interpela enfáticamente sobre cómo demonios organizarnos, o sobre cómo organizar los demonios que hemos creado. Bendito sea el libre albedrío; en este paseo errático del ser que se ha visto exacerbado por la llegada de la técnica moderna, y que se ha alejado tanto de las zonas de apertura de verdad originarias, hasta el mismo Dios podría perderse.
Si el comienzo fue un Big Bang y fue caliente, a su debido momento, muchos esperan que el tiempo cronológico tenga un fin, que esa potente energía inicial pierda fuerza de trabajo y todo culmine en una muerte entrópica conforme la radiación electromagnética sufra un incremento en su longitud de onda (hablando de demonios, la física llama curiosamente a este fenómeno epigonal “corrimiento al rojo”). El corolario de este derrotero significaría según algunos llegar a una esperada disipación final con la que toda buena ciencia ficción (o literatura que comulgue con intereses filosóficos de exploración gnoseológica en un sentido amplio) ha fantaseado de alguna u otra manera, melancólicamente, a lo Lars von Trier. Mientras tanto, la ficción ha desplegado todos sus esfuerzos imaginativos en tratar de organizar ese paisaje escatológico de un presente que terminó por concretar nuestras peores pesadillas de un futuro como contaminación y proliferación de detritus, ilustra lúcidamente Marcelo Cohen en “La ciencia ficción y los restos del porvenir”.
En el contexto de la obra de Cohen, en el que todo problema de la ciencia se encuentra entrelazado en una cosmogonía compleja que no reniega de vinculaciones filosófico-teológicas, la promesa de esa muerte piadosa luego de tanto despilfarro al que conduce el camino de la entropía (al menos entendida en términos clásicos), se asemeja mucho a la paz oriental. Dice Cohen en su libro dedicado a Buda: “Antes de entrar en el Nirvana, que no es el paraíso, sino una beatífica extinción total, pudo ver de nuevo y en un instante innumerables mundos pasados y supo que nunca más le tocaría la tarea de vivir, bajo forma alguna” (Buda, p. 8). En esa espera, si acaso quisiéramos buscar amparo por otros lares, hasta el Dios Solo, cuenta Cohen, nos ha abandonado. Se ha cortado la lengua entregándonos el lenguaje; o, para algunas tradiciones, donándose como tal para que ensayemos a gusto y piacere sus infinitas combinaciones. Las plegarias parecen haber servido poco y, aunque hace tiempo nos hemos regalado la existencia vegetativa a través de múltiples pantallas, alivios momentáneos de la carga del ser o paliativos sucedáneos de una extinción final aún no alcanzada, seguimos en la carrera activa de la multiplicación infernal.
En nuestras sociedades postindustriales, dice Marcelo Cohen en “Realmente fantástico”, conviven más que nunca estas dos grandes pulsiones que Freud identificó como Eros y Tánatos: tal vez esa avidez desenfrenada por la que llenamos el mundo de flaymotos, robotines, fotovivs y ciborgues, no sea más que un paseo vertiginoso de una materia (traumatizada desde el inicio de los tiempos por el estallido inicial en la que fue arrojada a la experiencia) en busca de una quietud final, tan deseada como temida.
Si bien todo parecería indicar que el mundo fenoménico en todas sus variadas y complejas expresiones no es más que aquello que George Santayana llamó el “largo rodeo hacia el Nirvana” (¡Realmente fantástico!, p. 214), es también la dispersión de un “Todo (que) razona”, un “Todo (que) tiene imaginación” (Algo más, p. 83) potencialmente creativo de nuevos órdenes. En clave romántico-spinozeana, el paseo de una naturaleza que es un organismo dinámico y autoformante que se despliega incesantemente a través de distintas potenciaciones de individuación. Una unidad material que se expresa en sus múltiples variaciones en todos los entes que entendemos como naturales, y en segundo y tercer orden, en los objetos técnicos y en las infinitas creaciones culturales del lenguaje. Se trata de una materia que se escribe, un código que se expande, se modifica y, a su tiempo, afirma sus más predilectas versiones.
Si lo que había en el inicio era, como creen algunos astrofísicos, un núcleo altamente denso (acaso un Dios Solo que se donó en un estallido), o una nada parecida al Nirvana, es una de las tantas preguntas que hace atravesar la escritura de Cohen por mil laberintos; por mil teorías cuyos aciertos trata dialécticamente de integrar en un universo conceptual ficcional, y sus desaciertos o excesos metódicamente de apartar. Porque para Cohen narrar es, ante todo, “estirar un pensamiento en todas las direcciones”. Escribir-pensar es suturar la escisión histórica entre poesía-filosofía que se profundizó durante la Modernidad, devolverle contundencia e impacto al pensamiento volviéndolo un conjunto de imágenes casi tangibles, por medio de las cuales la operación ficcional nos enfrenta a una anagnórisis a la que el logos, con su respeto metódico, no nos puede del todo conducir.
Uno de los mayores problemas que Cohen ilustra es que en el dibujar desorientado de esta materia animada, que se expresa en todos y en todo, ésta ha ido perdiendo lógicamente ímpetu. En ese trajín, la voluntad se ha ido dispersando y diluyendo cada vez más. Por momentos parecería que hasta perdiendo deseo… y ya estamos advertidos acerca de los problemas de la fatiga de los materiales y de la merma de nobleza de su energía. En ese contexto, Cohen nos hace avizorar parecería que el peor de los escenarios: depuesta la mano férrea pero funesta de los totalitarismos y expuestos los espejismos de las gentiles democracias, con sus últimas fuerzas esa agotada materia (que algo recuerda de la vieja separación alquímica) se ha dividido momentáneamente en una constelación insular que Cohen llama Delta Panorámico. Porque la dispersión total no sólo significa una muerte irrevocable, como supone la entropía clásica, sino la pausa que da lugar a lo que tímidamente va despuntando.
Se podría pensar que la turbulenta entropía positiva como la concibe Ilya Prigogine, citada por Cohen en varias ocasiones, es el modelo de ese universo postdiluviano que retrata. Pero el caos de Cohen no es del todo el de esa entropía positiva en donde, a diferencia de la entropía clásica, las nuevas organizaciones se abren paso por oscilatorias bifurcaciones y turbulencias violentas. Se trata de un universo en el que se multiplican las organizaciones de lo disperso luego de que las grandes unidades han sido depuestas, en el que las estructuras ensayan pausadamente nuevas fórmulas de relación y distribución en medio del contexto de disipación. Una alternativa que llega como salida a la lógica previa de las unidades dominantes que, no obstante, presenta en sus inicios algunas dificultades.
Detonada la hegemonía de la unidad, parece que las partes han tomado distancia para poder observarse afirmando y reclamando su autonomía, sin saber muy bien cómo relacionarse. Cohen se detiene en los relatos de las pequeñas organizaciones germinales y en sus desdibujados puentes de relación. En este sistema insular multinodal, sus habitantes han elaborado distintas culturas y mitologías a través del ejercicio creativo de la “palabrística” y ensayan múltiples formas de organización comunitaria o social, al tiempo que mantienen un diálogo en el espacio virtual de la Panconsciencia.
En medio de tanta dispersión, queda no obstante la pregunta nostálgica (acaso ya improcedente) de qué podrá ser lo que vuelva a aglutinarnos. Al menos políticamente hablando, hacernos comparecer a una vida en común que no descanse en las sobreinvestiduras de ciertas figuras o en relatos identitarios abultados de los que se han alimentado históricamente los regímenes de tintes totalitarios, como sucede en el El oído Absoluto; o en organizaciones fuertemente personalistas, como ilustra con maestría Cohen en Casa de Ottro. Acaso ya no tengamos tampoco, ni quisiéramos conservar, una dimensión identitaria fuertemente asociada a la nostalgia tanguera. A ese mito de origen arrabalero, sobrecargado de Ser, que impregna y ancla pesadamente las subjetividades de los personajes de ese universo previo a la división insular del Delta en el que transcurre Inolvidables veladas.
Cómo lograr una conformación de lo transindividual (y su adecuado correlato narrativo fundacional) que respete las creaciones autónomas individuales y su necesario grado de conflicto, es un problema político (explícitamente adorniano y, de paso, muy actual) que atraviesa toda la obra de Cohen. La pregunta parece ser cómo alcanzar una unidad diferencial que integre las disonancias del yo, sin caer en clausuras y borramientos del conflicto y la divergencia. Hablando en concreto, cómo volver posible el sueño adorniano de una dialéctica negativa que permita sostener una unidad no sintética que mancomune dinámicamente sin ahogar la sana tensión entre sus partes integrantes. Porque sucede que, en la compartimentación radical del mundo que comenzó durante la Modernidad ilustrada, se consolidó paradójicamente un modelo de falsa unidad que se erigió a costa de la producción de seres puramente genéricos empaquetados en la reproducción mecánica de lo mismo.
Dos grandes problemas se desprenden para Cohen de esta base; como se anticipó, el de la relación (que no es sino el problema de la comunidad) y el de la repetición (que no es sino el problema de la cosificación o de la reificación). Empecemos por este último, aunque ambos problemas lógicamente son solidarios.
Sin poder entregarse a la tan anhelada como resistida paz de la extinción de la energía del deseo, entretanto esta confundida materia, cuya sabiduría evidentemente hemos tenido demasiado en alta estima, busca obstinadamente también formular estructuras y organizaciones adecuadas para la vida. A pesar de su proliferar incesante y su errancia en apariencia caótica, la naturaleza es más bien conservadora: el movimiento de la materia termina siendo, como desliza Cohen en “El fin de lo mismo”, como el del oleaje del mar: repite siempre el mismo ciclo e instaura un equilibrio entrópico altamente estable muy parecido por momentos a una estasis de muerte. Todo el universo conserva su estructura gracias a esa repetición en la que nada habla realmente por fuera de sus carriles habituales, si se observa al menos a grandes rasgos: los cuerpos celestes respetan sus órbitas, las estaciones sus ciclos, en el devenir sociocultural los sujetos se conforman siguiendo un camino ordenado por instituciones que son por lo general disciplinantes de cualquier impulso genuinamente creativo. Al menos en el correlato social, parecería que a pesar de los simulacros de cambio lo realmente nuevo se encuentra atrapado entre las sábanas de un goce fantasmal que prorroga indefinidamente su concreción.
En el mejor de los casos, esos Consorcios que Cohen retrata ficcionalmente a imagen y semejanza de los antaño señalados por Adorno y Horkheimer en su emblemático texto sobre la Industria Cultural, gestionan grados mínimos de caos y patrocinan disidencias calculadas para evitar que en la (auto)reificación del sujeto naufrague inevitablemente el pulso social y vital: “nuestro Consorcio quiere que pase casi nada para que parezca algo”, dice uno de los personajes de El testamento de O´Jaral. Sujetos en primera instancia por un repertorio de sentidos comunes que nos constituye, por la repetición de un mismo relato camaleónico que se nos impone, vivimos encauzamos en rígidos railes institucionales. Lograr “la victoria sobre la repetición” (“El fin de lo mismo”, p. 91) supone abrirse a la nutrida aventura de reordenar y redireccionar la gramática de la lengua que nos conforma, revisar los lugares comunes y los apegos que inadvertidamente nos fosilizan en una versión que por momentos percibimos como obsoleta pero que no sabemos cómo trascender.
Paradójicamente, reordenar los sentidos que nos componen supone necesariamente para Cohen volver a esa instancia indiferenciada del sin sentido, para dar cada tanto un vistazo. En ese usual sincretismo no sincrético que ensaya Cohen entre filosofía-ciencia-religión-política-etc., la indiferenciación anhelada que representa el Nirvana se corresponde, a su vez, con lo que la física subatómica denomina función onda. Se trata de una relación que, como comenta Cohen en sus ensayos, establece el mismo Erwin Schrödinger cuando piensa el encuentro entre los principios de la física subatómica y aquellos postulados de la mística oriental que cancelan la dicotomía sujeto-objeto sobre la que se fundó históricamente nuestra episteme occidental.
Antes de avanzar, por si acaso recordemos, desde principios del siglo XX la mecánica cuántica constata que la materia presenta una dualidad curiosa: se comporta al mismo tiempo como onda y corpuscularmente, dependiendo de si se registra o no el movimiento de los fotones mediante un dispositivo de medición. De ahí la importancia filosófica que para la cuántica tiene la figura del observador (ya contemplada por la teoría de la relatividad), la cual no existía como variable para la mecánica clásica newtoniana. Es así que, a nivel subatómico, la intervención del observador abre un acontecimiento angular (un tiempo de Kairós, conjeturemos) por el que la materia colapsa como corpúsculo o partícula en una posición determinada. En su ausencia, por el contrario, simplemente continúa la propagación libre de la onda.
Haciéndose muestra ficcional de las derivas ontológicas de esta idea, los personajes de Cohen tramitan la organización de su subjetividad en una constelación de relaciones dinámicas entre yo-otros (observadores mutuos) que los fija en una versión particular de sí mismos. Toda estructuración y transformación del yo es en resonancia con otro (yo es siempre un yo-con otros), lo cual remite necesariamente a un problema del vivir en común o de la comunidad. Por eso el cuidado sanitario del yo, a través de una amable vigilancia sobre los apegos a las ideas preestablecidas de las que nos volvemos inadvertida concreción, es la primera responsabilidad del sujeto con su comunidad. Es el imperativo del ajuste preciso del yo cual si fuera una de las cuerdas de un arpa eolia en El oído absoluto, o el de “Transformarse poco a poco en una línea tan finita que alrededor todo se aclare, incluso las otras letras”, como registra en su diario Aliano en Donde yo no estaba (p.26).
Para que esta dialéctica de multiplicidad de yo que se escriben, se afinan o modulan incesantemente en su relación unos con otros, dé su mejor versión es necesaria una suave pero permanente autoobservancia que mantenga al yo firme pero versátil, alejado de la fosilización que propicia la repetición desmedida de lo mismo. Pero además, cada tanto, es menester que el yo mantenga contacto con esa realidad ondular indefinida en la que todas las posibilidades subsisten sin las determinaciones estructurantes de ningún observador. Acercarse a ese espacio de indiferenciación en el que todo se desjerarquiza, y que la filosofía asimismo ha enunciado con sus variantes de mil y una maneras (ápeiron, noúmeno, lo neutro, nirvana), supone transitar una dimensión en la que lo subjetivo se flexibiliza pero también encuentra una libertad que habilita repensar la organización cultural del mundo fenoménico como lo conocemos. Visualizar y capitalizar las potencialidades de tal ejercicio quizás descomprima o relaje ese movimiento tensionado entre pulsión de vida y pulsión de muerte que referíamos antes.
En ese horizonte se mueven los personajes de Cohen, forjando sucedáneos (no siempre efectivos ni afortunados) de ese espacio indiferenciado, bajo la forma de dispositivos como la Panconsciencia, apelando a drogas como el Todolvide y, fundamentalmente, construyendo espacios de retiro que los mantengan momentáneamente alejados de las relaciones que los determinan. La soledad de O´Jaral, que se aísla de la regencia sofocante de los Consorcios, supone la ejercitación de una labor de traducción que es espera activa del advenimiento de una revelación que se dé a partir de la constante reescritura de sí mismo. Esta revelación que espera, dice el personaje, puede que no sea sino “una simple ética práctica, o una estrategia de supervivencia y bienestar” (p.81), que en el programa de Cohen se avizora como la antesala a la llegada de la anhelada comunidad. Porque la comunidad que soñamos y no hemos visto aún comienza con un saneamiento profundo del yo que encontrará, a su debido tiempo, sus justas compañías: las cuerdas con las que mejor resuena, las letras con las cuales forma una palabra al mismo tiempo eufónica, visualmente bella y de rico significado. Ese yo que se sumerge en la búsqueda de su aplomo justo, de su tensión óptima entre versatilidad y firmeza, se reúne espontáneamente por nuevos lazos de afinidades electivas. Hecho ese trabajo, es posible que se vuelva improcedente la pregunta sobre qué puede ser lo que nos aglutine y, en términos de Prigogine, podamos organizarnos espontáneamente en torno a mejores atractores (porque esperamos que sean varios y dispuestos al intercambio) hacia los que se inclinan los sistemas luego de un punto de alta inestabilidad inicial.
Entretanto, todo se resuelve en un equilibrio de metódicas distancias y separaciones alquímicas que los personajes de Cohen siempre ejercitan. Para que el retiro funcione como un recurso y no se asiente en una estasis cercana a la muerte, los sujetos cohenianos se mueven en una danza dialéctica entre episódicos diálogos y solitarios ejercicios de silencio; entre acercamientos y alejamientos que los reconfiguran en relación con otros o en la libertad de su ausencia. En ese horizonte de trabajo a largo plazo, de espera activa y metódica ejercitación sobre el yo, los personajes ensayan por prueba y error combinaciones posibles de la comunidad. Se embarcan en microbatallas que en su adición vuelven posible día a día la génesis de una comunidad que se atisba en el horizonte de los tiempos.
Inmersos en ese paseo dilatado de la materia se percibe algo que va moviendo el corazón lentamente; organizando vasos comunicantes de una vida en común y una consciencia más dinámica del tiempo que reconoce que todo momento escatológico es al mismo de vital génesis. Asumir un corazón, ya lo sabemos, es una pesada carga. Poco importa; pasada la aletargada dispersión, cuando se levanta el viento, hay que intentar vivir.
Bibliografía
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