Las filtraciones, cuando atacan nuestras paredes o techos, son siempre una mala noticia. Suelen avanzar pausadamente: un día descubres que esa esquina del techo tiene un tono algo más oscuro que lo habitual. La vas observando hasta que, dos semanas después, la mancha ha crecido: se ha expandido también por la pared y no puedes precisar cómo ha sido. En cambio, una filtración metafórica de una literatura a otra, de la que se produce en un continente y viaja a otro, no requiere llamar a ninguna compañía de seguros para arreglar lo ocurrido. Por el contrario, la filtración literaria es motivo de celebración, concretamente la de la literatura latinoamericana, que lleva ya tiempo extendiéndose por la literatura española contemporánea. Quiero pensar que también está ocurriendo en el otro sentido, pero a mí, como habitante de este lado del Atlántico, me corresponde traer ejemplos de lo que hemos recibido, que es tan festivo y abundante como una cesta navideña.
Aterrizar es una palabra pertinente para emplear en un texto como este, pues los libros, en su versión física, suelen llegarnos en avión. Aterrizan menos libros latinoamericanos de los que nos gustaría ver por aquí, ya que, nos sorprenda o no en estos tiempos donde todo parece posible, sus mecanismos de distribución están más cerca de la máquina de vapor victoriana que de los adelantos tecnológicos actuales. Por eso, los libros de Latinoamérica que recibimos vuelan sobre todo en maletas y mochilas de amigos. Ellos, y ellas, como pacientes cero de la transmisión literaria, viajan de allá para acá trayéndonos literatura inesperada gracias a festivales, ferias y otros encuentros literarios, y son los principales artífices de esta grata contaminación que han experimentado nuestras lecturas y, como consecuencia, nuestra escritura.
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Algunas figuras y espacios locales también han sido significativos para este fin: la librería Juan Rulfo, del Fondo de Cultura Económica, lleva décadas trayéndonos lo más selecto de México y de todo el continente. Hoy también lo hace Lata Peinada desde Barcelona (aún lloramos la sucursal de Madrid, que cerró hace solo unos meses). Y, entre las personas, le debemos un aplauso a Constantino Bértolo, primer editor de Caballo de Troya, quien, además de fijarse en algunos y algunas que estábamos empezando a aclararnos la garganta para alzar la voz impresa a principios de este siglo, nos trajo a rioplatenses como Damián Tabarovsky, Mario Levrero, Daniel Guebel y el bombazo refrescante que supuso la novela Las primas de Aurora Venturini, con esa particular libertad sintáctica de la que tanto aprendimos. Todos estos autores vinieron para quedarse: han ido circulando por otras editoriales y ahora se encuentran en muchas bibliotecas personales de lectores de España.
Leer en las ediciones tan austeras de Caballo de Troya las novelas tempranas de Tabarovsky –La expectativa, Una belleza vulgar y Autobiografía médica– me quitó los muchos miedos que arrastraba, esa pesada bola carcelaria de cuyo candado tenía las llaves aun sin saberlo. Asistir a la naturalidad con la que Tabarovsky insertaba en su narrativa, sin mediar palabra ni preparar a los lectores, citas de sociólogos franceses por doquier me pareció de una impertinencia literaria maravillosa. Y leer las muchas cuestiones y asuntos no resueltos que Tabarovsky incluye en sus páginas, entre los cuales destaca siempre la pregunta sobre cómo seguir escribiendo hoy, me ayudó a reconciliarme con mi incertidumbre y con mis dudas constantes. ¡Albricias! ¡Se puede escribir desde el no saber!: ese fue un valioso aprendizaje.
Igualmente, los textos híbridos de Carolina Sanín, a la que comencé a leer en plena pandemia, me abrieron las ventanas de un cuarto donde faltaba algo de ventilación. ¿Se podría decir entonces que la literatura española estaba mal ventilada? Para mí esa brisa necesaria aparece cuando en un poema hablan las tortugas de las Islas Galápagos, como ocurre en el poemario Las Encantadas de Daniel Samoilovich. O cuando la propuesta es ordenar el Martín Fierro alfabéticamente, como hace Pablo Katchadjian en su libro de título autoexplicativo: El Martín Fierro ordenado alfabéticamente.
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En España, muchos escritores reverenciamos a nuestros colegas de Latinoamérica, como si ellos se hubieran caído de niños en la marmita de la creatividad y el dominio lingüísticos y al leerlos asumiéramos que no podemos manejar tantos recursos. «Leer a María Gainza me hace ver que querría que en España fuéramos tan versátiles tan fluidos y capaces de modular el castellano del modo en que lo hacen ellos» –comenta Javier Montes, que es, además, brasileñófilo, a juzgar por sus últimos libros, dos de ellos con trasfondo carioca. Otro aprendizaje claro para él lo sitúa en La guerra de los gimnasios de César Aira: «Me enseñó que hasta ir al gimnasio es un tema perfectamente literario; en cambio, la literatura española suele tirar hacia algo más serio y solemne».
Seria y solemne, pero también realista y costumbrista: esos son los adjetivos con los que se suele calificar la literatura española, la literatura que nació en la misma península en la que Cervantes escribió El Quijote, que es todo menos serio, solemne y realista. Quizá cuando el rio suena, agua lleva, pero las estadísticas están empezando a cambiar y esos adjetivos, como si fuesen un traje estrecho de hombros o corto de mangas, ya no les sientan bien a las obras de bastantes escritores españoles. Que se lo digan a Agustín Fernández-Mallo, que escribió El hacedor de Borges (Remake) con la voluntad lúdica de homenajear al autor argentino, aunque María Kodama no supiera leerlo así.
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Reconforta constatar que la savia literaria de América Latina circula entre autores jóvenes, esos a los que se da por llamar voces emergentes, como es el caso de Berta García Faet, Premio Nacional de Poesía Joven «Miguel Hernández» en 2018. Para ella, muchas de sus lecturas esenciales son en gran medida obras latinoamericanas: «Cuando tenía diecinueve o veinte años fue muy importante y todo un shock toparme con Poemas humanos de Vallejo en la biblioteca de una casa rural. Luego, grandes hitos en mi vida como lectora (y por tanto, como escritora) fueron, entre otros, Recuerdos del porvenir de Garro y Los ríos profundos de Arguedas. Y en medio y después, muchos tesoros que me hacen sentir que las tradiciones literarias latinoamericanas (en plural) también son las mías».
Atención a ese plural que emplea García Faet al hablar de tradiciones literarias latinoamericanas, algo obvio para muchos pero que viene bien recordar, pues a menudo nos referimos a «lo latinoamericano» como si hablásemos de un enorme país con unos intereses estéticos y poéticos homogéneos. Pero esto no es en absoluto así, especialmente en lo que respecta al mundo del libro: las lógicas son otras, y además, hay países con industrias más fuertes, como Argentina, México y Colombia, cuyos libros llegan en mayor cantidad y frecuencia a España. Por eso hay que dar las gracias también, a riesgo de que este texto parezca la página final de agradecimientos de un libro cualquiera, a la existencia del Festival Centroamérica Cuenta, un encuentro literario anual que ayuda a los escritores españoles a cambiar de paisaje. Quien pudo ir a sus primeras ediciones, celebradas en Managua –y donde hoy, desgraciadamente, muchos los artífices del festival no pueden volver por razones políticas– descubrió un mundo totalmente ajeno y cercano a la vez. A pesar de que las cosas están cambiando, la literatura centroamericana sigue siendo una asignatura pendiente para muchos, entre los que me incluyo.
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«Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje», escribió en un poema Enrique González Martínez, discípulo rebelde de Rubén Darío. Ese legendario verso marca su voluntad de cambiar de rumbo poético y de abandonar las imágenes modernistas, con sus arpas polvorientas y sus aves de porte refinado. En la poesía española actual también hay deseos, si no de talar, sí de regar esos olmos secos hendidos por el rayo que, sin duda, nos han dado mucho literariamente, pero que ya es hora de que se pongan un poco más exuberantes, un poco más selváticos.
En este sentido, la Residencia de Estudiantes ha llevado a cabo una labor extraordinaria. Su colección de libros con CDs (un formato que ya nos provoca cierta nostalgia) titulada Poesía en la Residencia, en los que se puede leer y escuchar el recital de muchos de los poetas que pasaron una temporada en la casa, es una idea fabulosa, pues de la manera particular de recitar de un poeta también se aprenden aspectos de su escritura. Asistí al recital de Gonzalo Rojas y recuerdo no saber distinguir cuándo estaba leyendo poemas y cuándo presentandolos: Rojas era un portento lírico, ya fuese dentro o fuera del marco de la lectura. Lo mismo le pasaba al poeta cubano Lorenzo García Vega, que pasó tanto por la Residencia de Estudiantes como por el festival Cosmopoética (otro agradecimiento, por sus muchos aciertos, a quienes lo programaban). García Vega era la antisolemnidad personificada. Escuché hasta carcajadas entre el público esos días, algo no tan frecuente en un recital de poemas en España, y quiero pensar que García Vega ha sembrado algo de su lirismo en España que crecerá en las nuevas generaciones de poetas.
Como ya he apuntado, ese aterrizaje, discreto pero continuo, también se lo debemos en parte a muchas editoriales independientes españolas que deciden confiar en un autor o autora de Latinoamérica y, con tesón, lo publican aunque al principio nadie note nada. Eso ocurre con la editorial Las Afueras, que, desde Barcelona, es nuestra prescriptora de lecturas llegadas de América. Aloma Rodríguez ha conocido a Mercedes Halfon gracias a sus ediciones: «sus libros tenían algo muy próximo, también estéticamente, a lo que a mí me interesaba en el momento de leerla. Y en mis talleres literarios, también uso mucho el libro Las clases de Hebe Uhart, editado por su alumna Liliana Villanueva».
Uhart aterrizó en cambio gracias a la editorial Adriana Hidalgo, que empezó a imprimir parte de su catálogo en España hace ya una década. Así ya no había que esperar a que los libros cruzaran el Atlántico: el PDF lo hacía en su lugar y una imprenta peninsular se encargaba del resto. Uhart, en su voz narrativa, combina dos rasgos que me entusiasman en cualquier persona: parece ingenua, despistada, pero en realidad no se le escapa ni un detalle de lo que sucede a su alrededor. Y algo muy importante: escucha a sus personajes, los deja hablar. Todo su saber literario lo ha compartido en sus talleres, algo que deja ver su generosidad. Precisamente, los talleres literarios son otro legado de Latinoamérica a la literatura española. Y me refiero a un tipo de taller no vinculado en concepto y forma –por suerte– con el modo estadounidense de las clases de escritura creativa. La idea de comunidad, pero también la de un maestro con sus discípulos fieles es la esencia de estos talleres nacidos en América Latina, que muchas veces se celebran en las propias casas de los escritores. Tuve la suerte de dar con uno así en mi veintena, fundado por un escritor español y otro argentino con vocación de divulgadores de la buena literatura: Ramón Pedregal y Rafael Flores. El lugar era un punto de encuentro de escritores en ciernes en el Madrid de los años noventa, donde no era tan fácil coincidir con escritores latinoamericanos como lo es hoy, tal como menciona también Javier Montes: «Siempre pienso que Madrid se ha vuelto una ciudad mucho más amable, divertida y cortés, con un ritmo más humano y agradable, con una atmósfera vital mejor respecto a mis recuerdos de infancia y adolescencia, por la presencia de muchos más latinoamericanos residentes aquí. Eso nos ha enseñado a ser menos ásperos y menos torvos, algo que quizá sean rasgos de españolidad. Creo que eso le ha pasado también a la literatura. Nuestra generación ya se ha criado leyendo a autores latinoamericanos, cada vez más y siempre para bien».
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Tampoco nos engañemos tomando demasiado al pie de la letra el refrán «de lo que se come se cría»: no nos vamos a convertir en epígonos de Caparrós, de Poniatowska o de Rita Indiana solo por leerlos fervorosamente. Ni siquiera sería deseable. El novelista Fernando San Basilio me corta en seco cuando le pregunto por la posible influencia en su escritura de Jorge Ibargüengoitia, autor mexicano al que ha leído con entusiasmo y sobre el que está terminando su tesis doctoral: «Esto me recuerda a la diferencia entre imitar y parecerse. Imita quien quiere y se parece quien puede. Yo puedo querer imitar a Robert Redford pero el resultado no es que finalmente me parezca a Robert Redford». De todos modos, poco después acaba reconociendo que algo del mexicano se ha filtrado en sus libros: «¿Qué cosas he aprendido, no obstante, leyendo a Ibarguengiotia y que puedo reconocer en mis libros? Algo que para mí es una máxima: el diálogo ha de ser austero, fugaz. Y también el gusto por un cierto lirismo que a veces puede llegar a lo cómico. El humor verbal sintáctico que vemos en Ibargüengoitia siempre me ha inspirado para escribir».
Andrés Barba, que ahora mismo vive en Posadas (Argentina), también tuvo algunas revelaciones en su época de estudiante universitario al ir descubriendo «otras» lecturas por su cuenta: «La primera sorpresa fue ver lo poco que se conocía a Felisberto Hernández, que en mi opinión es absolutamente fundamental para entender toda la literatura rioplatense. ¿Cómo un autor tan importantísimo podía estar tan desaparecido del mundo español? Ahí descubrí que nos había llegado solamente lo que las grandes editoriales consideraban que era digerible o comprensible para el público español».
Hablando de digestión, me gusta particularmente un simil culinario-familiar que emplea Barba, así que lo usaré como cierre de este recorrido por la polinización literaria entre América Latina y España: «Existía una especie de papá que había decidido qué platos podíamos comer y cuáles no, y me di cuenta de que muchas veces los platos que más nos gustaban eran los que nos habían sido negados». Así que, armados con nuestras cucharas, pero también con nuestras plumas, hoy convertidas en teclados de ordenador, reclamamos comer literatura nutritiva para que la nuestra nazca más libre y apasionada.
Como al final va a resultar que sí, que de lo que se come se cría, hagamos entonces realidad en nuestra escritura estos versos de la uruguaya Circe Maia, Premio Internacional Federico García Lorca de Poesia en 2023: «Por detrás de mi voz/ –escucha, escucha–/ otra voz canta./ Viene de atrás, de lejos/ viene de sepultadas/ bocas y canta».