POR OLIVIA TEROBA

Extenuada de dar servicios editoriales, estos últimos meses me he dedicado a dar talleres, algo que evitaba debido a lo complicado que me resulta tratar con otras personas, en general, pero más todavía en un rol tan cargado de responsabilidad como la docencia; una inclinación de mi persona cuyos orígenes pueden rastrearse adonde invariablemente lleva toda indagación autobiográfica, la infancia; periodo al que Sergio Pitol vuelve una y otra vez en su escritura.

Como toda actividad creativa a la que dedico mi tiempo, disfruto rumiar los talleres antes de su ejecución, preparar el material, conversar con mi pareja el contenido: si es demasiado o muy poco y si los ejercicios son claros o tendrán alguna complicación inesperada. Cuando acompaño la escritura de otras personas tengo la sensación de sostener en mis manos un animal tierno y delicado, al que cualquier movimiento brusco podría dañar, y la preparación me ocupa más tiempo del necesario.

En vez de conformarse en mi interior una dulce tranquilidad como fruto de estas manías anticipatorias, durante la sesión permanezco tensa, alerta a cada interacción con el grupo. Pienso con detenimiento lo que digo y dejo de decir. Me interesa impulsar y acompañar a los participantes, evitar a toda costa propiciar un entorno agresivo o violento, tan común en los sitios dedicados a la enseñanza de la escritura. Pero la condescendencia tampoco funciona. Hay que encontrar un equilibrio entre el rigor y la amabilidad: nunca quedo segura de lograrlo. Aunque aprendo un poco cada vez, no sé si mi formación en este ámbito concluya algún día, dudo que exista una meta a la cual llegar.

Todo esto me deja exhausta.

Hay varios supuestos cuando se brinda y toma un taller. El más básico, que de tan obvio suele pasar desapercibido: la noción de que lectura y escritura no son actos solipsistas; al contrario, encuentran ventajas con la compañía. Por otro lado, esto no implica que la escritura literaria sea un conocimiento que pueda enseñarse como se enseñan las tablas de multiplicar o la tabla periódica. Con todo y la existencia de decálogos, ars poéticas y manuales, la verdad es que no hay reglas a seguir en la escritura: se trata de una práctica más que de un método.

Entonces, ¿qué se enseña en los talleres? Hace poco escuché a la escritora Sylvia Aguilar Zéleny poner como ejemplo del proceso creativo el documental Agnes by Varda, donde la cineasta cuenta su manera de hacer cine: «eres guiada por lo que filmas». Coincido en que este ejemplo ilustra cómo, cuando se está creando, podemos partir de un punto de vista o una noción, pero llegará invariablemente un momento donde nos dejaremos guiar por el instinto. Existe una base técnica que puede enseñarse, pero el momento de ejecución es personalísimo.

Lo que enseñamos son estrategias para profundizar en el entendimiento del acto creativo y revisar los escritos propios a través de una lectura minuciosa. Ponemos en palabras maneras de pensar y hacer aprendidas sobre la marcha, que no son indispensables para escribir, porque lo único indispensable es una herramienta (lápiz, papel, computadora) y la intención de hacerlo, pero sí pueden allanar el camino de la escritura, hacerlo menos intrincado y por lo mismo más disfrutable.

En el proceso de aprendizaje mutuo, recomendamos lecturas y guiamos ejercicios. Cada desencuentro es una pequeña victoria porque la intención se afina mediante la resta. En su conferencia sobre Borges, Piglia afirma que lo elemental para los escritores es acercarnos a lo que «queremos hacer» en la literatura. Para ello, es necesario saber antes «lo que no queremos hacer».

Decidí evitar el tema de mi infancia en este texto porque últimamente la escritura autobiográfica me ha traído más desencantos que satisfacciones. Durante mucho tiempo creí que podría servirme de mi vida para ejemplificar, para «mostrar en vez de decir», como aconseja Philip Lopate en su manual de escritura. Como recurso literario funcionó con sus altas y sus bajas; el resultado en mi vida personal fue un desastre estrepitoso. Hace un par de meses se publicó mi último libro, Dinero y escritura, el cual suscitó un embrollo familiar que, por temor a que las increpaciones se repitan, no voy a desarrollar aquí.

Una de las dudas más acuciantes en los talleres de escritura autobiográfica tiene que ver con las personas que participan en lo que se cuenta: ¿creerá mi familia que los estoy traicionando? ¿Revelar esta anécdota hará enfadar a mi tía? Por experiencia propia, podría responder que, si tus familiares se toman el tiempo de leerte, hay dos escenarios posibles: en el mejor de los casos, prefieren no hablar del tema o lanzar indirectas pasivo-agresivas en las reuniones familiares. En el peor, toman tus palabras como una afrenta personal y responden en consecuencia.

¿Es necesario contar secretos de familia para escribir autobiografía? Es una pregunta tramposa desde su formulación. Vayamos al fondo del asunto: ¿qué es un secreto?, ¿por qué es un secreto?, ¿qué imagen quiere proyectar la persona en cuestión que se vería trastocada por el conocimiento público de dicha anécdota o por repetir palabras que en efecto pronunció? Para el filósofo José Luis Pardo, uno de los tantos términos que se confunden estos días es el de intimidad. Según su teoría, es un término «maltratado», es decir, que se entiende una cosa por otra y su sola mención evoca tantas connotaciones que para definirla hay que hacerlo primero en negativo; referirnos a lo que no es.

Pardo discurre largo y tendido para dejar claro que intimidad no se refiere a la sexualidad, ni a asuntos domésticos, ni a la interioridad secreta, etérea e innombrable que no podemos expresar siquiera a nosotros mismos. Otro término que queda fuera del campo semántico de la intimidad, y el filósofo se afana en hacer esta distinción, es la privacidad. El ámbito de lo privado es aquello que las normas sociales nos instan a ocultar a través de complejas relaciones que moralizan nuestros actos e incluso nuestro lenguaje. Por eso hay «buenas» y «malas» palabras. En este sentido, cuando decimos lo que no deberíamos decir, desafiamos las buenas costumbres.

En sus textos autobiográficos, Sergio Pitol evita hablar de su vida familiar o sentimental; apenas menciona alguna desavenencia con el clasismo de sus tías o se queja del estatismo y arribismo del medio literario mexicano. Lo que se sabe de la vida privada del narrador, ensayista, viajero, traductor y, antes que nada, lector voraz, lo sabemos por documentos extraliterarios, que no son parte del corpus de su obra. Con todo, después de leer la Trilogía de la memoria, queda la sensación de conocerlo de cerca, de haber compartido con él tardes enteras en cafés, algunos museos, de haber incursionado en sus sueños.

«Escribir es tomar decisiones», suelo anotar en el pizarrón o proyectar en una diapositiva color magenta al comenzar la primera sesión de alguno de mis talleres. Una frase con la ambigüedad de la magia antigua, pero lo suficientemente entendible para incitar una conversación grupal. Así como en la danza o en la gimnasia, en la escritura cada movimiento afecta el proceso entero. Escribir la vida propia es una decisión que se toma con conciencia de los riesgos que conlleva. El impulso suele ser tan poderoso como para enfrentar los reparos.

En mi escritura, busco romper la tradición del silencio que impone la sociedad machista y patriarcal donde crecí. En la escritura de Sergio Pitol vislumbramos una poiesis que genera un espacio propio. Tomando en cuenta que algunos de sus textos citan a Virginia Woolf, es muy probable que leyera Una habitación propia en la traducción de Borges. Este lugar que genera su proyecto creativo, en particular sus textos autobiográficos, desafía lo establecido de manera sutil, con una escritura evasiva, divergente, abierta a nuevas lecturas en el tiempo.

Pienso que Pitol, ausente por largos periodos del medio literario mexicano de su tiempo, expresaba de manera silenciosa su inconformidad con las jerarquías literarias, el chovinismo en la escritura, la masculinidad hegemónica como una forma de hacer y vivir la literatura. Su decisión de publicar la Trilogía de la memoria, los títulos de los textos que la conforman y hasta el orden en que se muestran (el final de El arte de la fuga es la crónica de una visita a un caracol zapatista) son gestos que lo sitúan a contracorriente.

En un tiempo en que pensamos nuestra vida cotidiana y cada desplazamiento en función de su registro, en que conformamos nuestra identidad mediante cúmulos de imágenes, quizá pueda resultar complicado acercarse a estos escritos que describen recorridos que nunca completan una ruta turística, que citan libros muy lejanos del canon y se detienen en tertulias con escritores y diplomáticos o en largas conversaciones con extraños durante el trayecto del tren.

Quizá el exceso de información nos incita a priorizar el ahora y leer el pasado desde la actualidad. Es verdad que si nos acercamos a Pitol pensando en el ensayo autobiográfico que abunda en estos días y que sigue el formato del op. ed., el género de columnas de opinión de los diarios estadounidenses, su lectura puede desconcertarnos. Si entramos a su obra con expectativas rigurosas en cuanto a forma y tema, nos sentiremos inconformes con la sensación de extravío, con la soltura para cambiar de una frase a otra de geografía, cronología y bibliografía.

Hay otra manera de acercarse a esta escritura: teniendo en mente que vivimos una crisis de la narración (Byung-Chul Han), que nos hace falta darle su lugar a un acto sencillo pero radical para cultivar el pensamiento: el de la escucha. La atención es un regalo. La escritura autobiográfica de Sergio Pitol conjuga el proceso esencial para que una narración exista, según Úrsula K. Le Guin. Escuchar, primero, después contar.

Tengo treinta y seis años y no conozco Europa ni Estados Unidos. No es una decisión consciente, tan solo las circunstancias no han sido favorables y yo tampoco me he esmerado en que ocurra. Todo parecía indicar que en 2020 me invitarían a España a presentar un libro, pero se canceló por la pandemia. He intentado entrar a programas de escritura en Estados Unidos y a residencias en España sin éxito. La idea de estas regiones me sigue pareciendo lejana.

En la época de Sergio Pitol, un viaje a Europa era un rito de iniciación para ser legitimado en el mundo literario mexicano. Como en el viaje del héroe (patriarcal), la épica del escritor del siglo XX consistió en conocer Barcelona, perderse en sus calles, hablar con otros escritores y volver a casa con el elixir prometido para recibir la gloria y la fama. Por fortuna para sus lectores, este no es el caso. No hubo un regreso triunfal, sino estancias prolongadas en el extranjero con regresos esporádicos. Su selección de países es irregular, casi azarosa: vivió en España, Polonia y Checoslovaquia, entre otros. Ahí instalado, se dedicó a mirar a la gente, los paisajes, las ciudades; a mirarse a sí mismo y rememorar el lugar de origen con la extrañeza del viajero, dispuesto a sorprenderse y deslumbrarse sin olvidar que el mundo es ancho y ajeno y no podrá agotarlo en su totalidad. Hay algo de derrota en entenderlo, pero también de belleza.

Hace casi quince años viajé a Bogotá por una semana; en realidad era una escala entre Buenos Aires y México que la aerolínea me permitió extender por un precio aceptable. Me quedé en casa de los padres de un amigo. Ellos trabajaban y tenían sus asuntos, así que me dediqué a pasear por mi cuenta. El parecido de Bogotá con la Ciudad de México me agobiaba. Quizá mi antipatía ante las grandes urbes proviene de la angustia de perderme, de desaparecer en un entorno donde no consigo identificar la lógica que lo conforma. Visité el museo de El Oro, después el de Botero. Cerca, estaba el Fondo de Cultura Económica. Entré. Al ver los libros, sentí un cosquilleo en el estómago. Era como estar en casa.

No compré nada: casi todo se conseguía en México. Salí para buscar algo de comer. Antes, pasé por el patio de la librería. Había una frase impresa en una lona que adornaba una de sus paredes: «Uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas». Se me incendiaron las mejillas del entusiasmo: en aquella parada antes de volver a mi país tras un viaje de varios meses, se conformaba poco a poco la decisión de dedicarme de lleno a la escritura.

La voz que conocemos en La trilogía de la memoria se va definiendo, texto a texto, a partir de su encuentro con la otredad. Nos conduce por desplazamientos geográficos, por una variedad inabarcable de lecturas pero también de obras de arte, cine y música. Los momentos donde más inmersiva se vuelve su prosa, donde más nos conduce a otro espacio y tiempo, es cuando se deja guiar por alguna emoción, casi siempre el entusiasmo, la sorpresa, el esplendor del mundo lejos de casa. Lo que puede comunicarse, según José Luis Pardo, es la auténtica intimidad. Lo íntimo es nuestro pensar, nuestro sentir, las emociones que perduran en el tiempo, en la medida que podemos comunicarlas a nosotros mismos y a otros. La intimidad, entonces, tiene como característica fundamental su cualidad de generar una conversación.

Este compendio de textos autobiográficos no es un manual de escritura, pero nos muestra el proceso creativo con una transparencia que incita a hacer la prueba con creaciones propias. No es teoría literaria, pero hace estudios profundísimos de obras a donde difícilmente llegaríamos sin una introducción tan detallada. Es un libro de ensayos que encuentra lugar en una genealogía que remite a Montaigne, a Tabucchi, a Gombrowicz, porque discurre con la espontaneidad del paseo y con un itinerario que anhela agotar el mundo conocido por su autor.

¿Por qué sigo dando talleres si me cuesta tanto trabajo? Otra pregunta con trampa. Lo difícil no conlleva necesariamente sufrimiento. De hecho, hay belleza latente en obsequiarse a una misma el tiempo para entender, por ejemplo, una lectura compleja como los ensayos de Sergio Pitol; permitirse ir de referencia en referencia hasta encontrar alguna verdad insospechada. La frase que leí en aquella pared de una librería mexicana en Bogotá, es suya, por supuesto, y prosigue dentro del libro: «Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas».

Me parece que su escritura prefiere anteponer la suma a la resta: constituirse a partir del mundo exterior, de regiones lejanas, con todo y el costo que conlleva, porque invariablemente todo viajero se encuentra a solas consigo mismo. En «Vindicación de la hipnosis», uno de sus textos más célebres, llegamos por fin a la infancia, pero no presenciamos el suceso que desencadenó todo, apenas nos enteramos de un atisbo. La evasión parece decirnos que la verdad no es siempre la que se piensa. No conocemos nombres ni gestos: pero sí a un niño que llora ante la muerte de su madre, un momento de vulnerabilidad absoluta. La fuga es un movimiento que nos regresa una y otra vez a la escritura misma, al acto de mostrar la intimidad con la confianza plena de que los lectores podremos intuirlo todo, hasta aquello que no dice.