Es indudable que las cosas no comienzan cuando se las inventa.
Macedonio Fernández
Aun sin la más pálida idea de lo que vendrá, lo decisivo es comenzar. Arrojar las primeras palabras sobre la página, como quien lanza piedras a una superficie cristalina sólo para contemplar las ondas que se forman. No pensarlo dos veces y saltar, dejarse llevar por el hechizo del texto en el acto de tejerse, arrastrados por el ímpetu contagioso de que «todo fluye».
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Lo difícil es dar con la primera línea. Con el tono adecuado, al mismo tiempo representativo y envolvente, que hará de esa frase una suerte de umbral. Hay un cambio de luz que se produce con la mancha de texto, una zona indecisa tras la blancura del papel, un interregno cargado de expectativas que se le presenta al lector un poco a manera de señuelo, con ese regusto ronroneante y seductor del engatusamiento.
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Nada como entrar en materia desde la primera frase. Tras la serie de rodeos y reservas en los márgenes del no empezar, nada como romper la inercia con un enunciado que va directo al grano, que se echa a andar sin contemplaciones, en busca del rastro de su mera posibilidad. Nada como escapar, de una sola zancada, de la franja de retrocesos y vacilaciones; dejar atrás el impedimento y sus coartadas, con la confianza triunfal de un nuevo arranque, montados en el vuelo de su propia ilación, guiados por el impulso del lenguaje en movimiento.
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Practicar una incisión oblicua en el papel —una rendija desde la cual entrever el mundo— y, sin más preámbulos, comenzar.
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A manera de conjuro o encantamiento, las primeras palabras de un texto confían en el efecto de su hipnosis. «…¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre!», «Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta». Ensalmos, invocaciones desde el fondo magnético del lenguaje, mantras paladeados una y mil veces en voz alta, con ese deleite delator de las consonantes suaves intercaladas, que marcan el ingreso a un territorio de extrañamiento —a la vez arranque y continuación de una guirnalda antigua— en que las palabras se despojan de sus obligaciones prácticas y parecen provenir de algún lugar fabuloso y lejano, ya sea de Comala o la Mancha.
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Todos los comienzos felices se parecen; pero cada comienzo que no termina de empezar es infeliz y exasperante a su manera.
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En el principio está una mancha de tinta y el comienzo en realidad es el título, de allí que el texto arranque siempre dos veces: primero con el título, luego con la línea inicial. Por más que en el proceso de escritura el título haya llegado al último, es la primera pista que el lector encontrará a su paso, la que establece el tono y fija la temperatura de todo lo demás. Para algunos poetas, el título hace las veces de primer verso; para otros, el primer verso es ya una suerte de título, de manera que este resulta prescindible. Y ni siquiera se precisa del verso entero: bastaría la primera palabra. La Ilíada empieza con «La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles», de manera que resuene, a lo largo de toda la epopeya, el estruendo de la palabra «cólera» (μῆνιρ, menis), que también podría traducirse como «manía» o «resentimiento».
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Novelas que pudieron ser sólo su primera página; cuentos que caben en la primera línea; poemas que se agotan en el título; títulos que son una suerte de temperatura o de tonalidad.
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Las primeras líneas de un texto son las que más veces se leen, en primer lugar por el propio escritor, que vuelve a ellas con cada corrección y también obsesivamente en sueños, quitándoles una coma, haciéndoles un retoque, regresando la coma. Por su eufonía o importancia cultural, también suelen ser las más recordadas, como en aquella novela clásica de cuyo nombre no quiero acordarme. En el arranque de un texto está ya prefigurada una estética, pero también una estática, una fuerza extraña que nos cautiva y nos hace permanecer allí, en ese campo de fuerza sólo de palabras. Pero también los libros mediocres pueden retenernos en el fango de sus primeras líneas, obligándonos a releerlas una y otra vez, entre el bostezo y el desasimiento.
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Incluso una historia sin comienzo tiene que comenzar. El orden de la escritura no se corresponde necesariamente con el orden de los acontecimientos, pero debe proponer un principio, trasponer un umbral, despejar el territorio para trazar un nuevo sendero en medio de la espesura de los comienzos. Incluso una historia que no comienza del todo —que no termina de arrancar— ha de tener un comienzo.
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Érase una vez un inicio que, por un efecto de retardo, no dejaba que el texto empezara; que lo aplazaba o difería como si necesitara de una antesala, de un rodeo previo, de una preparación; un inicio que interrumpía el inicio, que lo postergaba con el propósito no tan secreto de hacerlo más deseable, más necesario y urgente, como un oasis al que se debe llegar, pero del que sobre todo se debe partir; un falso inicio que, ya en pleno envión, permitió que el texto comenzara de una buena vez sin que hubiera comenzado propiamente.
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¿Quién no ha sido visitado alguna vez por la maldición del ángel exterminador del texto, ese sortilegio que nos obliga a permanecer encerrados en los límites del primer párrafo, a no poder traspasar la puerta de su punto y aparte, atascados en un pantano de signos que no nos dicen nada? Especialmente desconcertante cuando nos visita en la lectura (y nos vemos impelidos a empezar de cero una y otra vez, como si las palabras se hubieran convertido en manchas de tinta que bailan en la bruma, tachones inconexos incapaces de producir el menor sentido), alcanza la condición de pesadilla al escribir, cuando no logramos pasar al siguiente párrafo por más que lo intentemos, presas de una especie de bloqueo de las continuaciones, cautivos en las paredes de nuestras propias palabras, como si no hubiéramos tenido la previsión de abrirles una vía de escape.
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En el comienzo fue el fuego, ese momento en que el fósforo es raspado contra la lija de la cajetilla. En el comienzo fue el prodigio de la oscura gestación de la llama, la danza convulsionada y loca que parece dirigirse a cualquier lado, tantear desordenada y ciegamente en todas direcciones, hasta que al fin se estabiliza en la suave undulación de su crepitar.
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¿Cuántas frases, cuántas líneas es necesario recorrer antes de darnos cuenta de que determinado libro no es para nosotros? En las salas de cine solemos ser más benévolos —o más crédulos. Si bien el acto de abandonar la sala tiene algo de desplante y puede llegar a ser incómodo (se dice que la mejor butaca es la que está junto a la salida), rara vez buscamos el letrero luminoso de «exit» antes de los primeros diez minutos, tiempo máximo contemplado por los guionistas para el primer giro del argumento. Con un libro, en cambio, todo puede ser más intempestivo y abrupto, y no es infrecuente que lo arrojemos lejos antes de terminar la primera línea…
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Como si hubiera una interferencia electromagnética, una mala recepción de la señal, abrimos el libro y, en lugar de un discurso inteligible, en lugar de oraciones concatenadas, nos recibe el paisaje inhóspito de la estática, esa nieve de fondo, ese zumbido también visual que era tan frecuente en los televisores de antaño. Ruido tipográfico, mancha de tinta danzante, signos en plena guerra campal, no es raro que al día siguiente —o sólo unas pocas horas más tarde— ese «bloqueo del lector», como lo denomina David Markson, se haya esfumado por completo y podamos ingresar al texto como si nada.
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Había una vez un comienzo, un comienzo que no hacía sino recomenzar. Las mil y una noches de los comienzos.
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En el texto que sigue me propongo analizar la poética de los comienzos no sólo desde un punto de vista literario, sino también pragmático, hacer un estudio comparativo de los recursos estilísticos y los sobreentendidos culturales que entran en juego a la hora de empezar un texto e introducirnos en el orden del discurso con el fin de capturar la atención.
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El artista de lo breve suele ser, en el fondo, un artista de los comienzos. Más que resistirse al desarrollo y sus complicaciones, reincide en la ceremonia de producir cada vez una llamarada sobre la página, no importa qué tan efímera, sin preocuparse por otra idea de continuación que no sea la de las evoluciones del humo. La miniatura —sea haiku o aforismo— no es sino un simple pretexto para la ritualización del gesto de empezar, para la ceremonia milenaria de reencender el fuego.
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Después de tantos y tantos libros que no debieron seguir, echados a perder a fuerza de estiramiento y afán, víctimas de su propio empuje; después de tantas páginas a las que se les nota el esfuerzo, entumecidas por temporadas monstruosas sobre la silla, resecas por la exigencia a la que fueron sometidas; después de tantos párrafos excedidos, proliferantes, sin aliento, que no parecen acabar nunca, como si sólo a través de más y más tinta pudieran levantar el puente que los lleve hacia otro lado; después de tantas expectativas frustradas, de tantas promesas incumplidas, queda, sin embargo, la belleza insobornable de algunos comienzos.
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No hay que olvidar que, para Marcel Duchamp, el título era un color más.
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Se suelen dar muchas vueltas antes de empezar a escribir; vueltas también de recelo y confusión y duda. A fin de cuentas, esos primeros trazos, torpes y tentativos, significarán embarcarse en una aventura quién sabe por cuánto tiempo, de modo que son también un tanteo, una forma de calibrar con la punta del pie la cuerda floja que uno mismo tensa en el aire para sí mismo. En ese terreno limítrofe de rodeos y prolegómenos, de vacilaciones y ensueños, la cuerda nos oculta su verdadera longitud en la bruma de sus tentaciones y atractivos, a sabiendas de que una vez encima de ella, cuando ya las pisadas hayan tomado vuelo y guardemos el equilibrio gracias al ritmo mismo de la marcha, no será nada fácil dar vuelta atrás.
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Tanto se trabajan las líneas inaugurales, tanto se pulen las palabras que atraparán la atención del lector, que cae sobre nosotros la condena del impulso inicial y quedamos encerrados en las imantaciones de la primera frase, prisioneros en nuestra propia red de presagio y seducción.
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Apuntes, fragmentos inconclusos, líneas que no debían quedarse huérfanas… El cuaderno de notas es también un depósito de comienzos, un amontonadero de piedras basales sueltas, de sueños pálidos y acartonados. Y a veces no queda nada de su antiguo impulso —de su fuerza inicial—, y permanecen como meros esbozos que se desmoronan en la libreta, como ruinas de lo que no pudo ser.
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La forma más pura del “lector salteado” que defiende Macedonio Fernández es la de “el lector de comienzos”: un lector exigente y selectivo, para quien está dirigido ese libro imposible, Una novela que comienza. En vez de picotear aquí y allá, hojeando las posibilidades lánguidas de un mismo libro, el lector de comienzos elige el fuego incomparable de los arranques, da sorbitos de libro en libro para embriagarse con el aguardiente de la promesa, con el elixir reconcentrado de la expectativa. A la pregunta impertinente y manida de si ha leído todos los libros de su biblioteca, el lector de comienzos gusta de responder con una sonrisa ambigua: “Los he probado todos”.
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Instante de diferenciación, zona de inauguraciones estéticas, pista para un cambio de rumbo, el comienzo es el lugar de lo nuevo, un espacio de ruptura con la tradición. Hay una suerte de entusiasmo utópico en el atrevimiento de comenzar aparentemente de la nada, una subversión tácita en hacer tabula rasa y borrar simbólicamente la mancha inabarcable que nos precede para añadir una capa más —gracias a la escenografía efectista de la hoja en blanco—, al palimpsesto implícito.
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El terror a la página en blanco es un juego de niños comparado con el pavor a los pormenores de la trama…
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Uno de los problemas —pero también de los atractivos— del abandono, de ser presas de la interrupción y las postergaciones, de entregarse a la estética aguafiestas del desistimiento, es que no se puede construir un hogar sobre el arranque perpetuo, no se puede habitar en el corte, en la renuncia permanente al segundo párrafo, no se puede montar un campamento sobre el rito de empezar de nuevo.
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Hay un antes de la escritura que también es una forma de escritura, una temporada de este lado del laberinto del texto, una preparación que ya es del orden del lenguaje y puede consistir en merodear durante meses por las inmediaciones de una línea. Ese antes tiene también las cualidades de un laberinto, acaso de una variedad extraña y más tortuosa, pues la ausencia de paredes lo vuelve a menudo indescifrable: un laberinto todavía del todo en blanco para llegar a las puertas del laberinto.
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El comienzo de un texto no es sólo la punta de un hilo seductor e impredecible —esa primera huella que el lector/cazador sigue como un rastro de voz y tinta—, sino también la caja china que contiene todo lo que vendrá de forma implícita y a veces necesaria. Según Salvador Elizondo, en la frase de arranque de una novela deben caber todos los pormenores tácitos de la frase con la cual termina, de manera que esté siempre presente y resuene como un eco de gradación infinita en todas las etapas y fases (y frases) de su desenvolvimiento. Esta idea de comienzo, que debe mucho a la filosofía de la composición de Edgar Allan Poe, da cabida también, por la puerta trasera, a la postulación de comienzos como novelas autónomas, como novelas de pocas líneas.
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Aun el comienzo más hermoso se ve opacado por la madeja de sus antecedentes, por los enredos de sus continuaciones, por las costuras y dibujos de su trama: “Se trata de un hermoso comienzo que exige ciertas precisiones, muchas precisiones, toda una historia”, escribió Georges Perec. De allí la tentación de quedarse sólo con la punta de la aguja, con el fulgor acerado de su filo, su misterio pungente: “No quisiera coser, pinchar, matar sino con la extrema punta. ¡Qué pérdida de tiempo el resto del cuerpo, su continuación! No viajar sino a la proa de sí misma.” La frase es de Claude Cahun, cuyo libro inclasificable, Confesiones inconfesas, se presenta como un collage de comienzos, una piel tejida de puercoespín, un alfiletero vuelto del revés, un largo tallo sin rosa.
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Reconozco que algunas veces he sido engañado por el inicio de un libro: asumí que la tiesura de la bienvenida respondía a que el autor había mandado a un emisario, a un rancio mayordomo de moño y levita a abrir la puerta, sólo para darme cuenta de que ese emisario era el propio autor, disfrazado de la forma en que le gustaría escribir.
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¿No ya la sola palabra “desarrollo” es esperpéntica, falsaria, anticlimática?
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Como un Moisés quimérico que realiza un corte en las tempestades de la página en blanco, plantear un principio implica asumir una postura frente a la tradición, tomar partido en la política de lo nuevo. Si ya en las primeras líneas se respira ese aire de posibilidad, ese ejercicio de distancia y recapitulación; si todo principio incorpora en el fondo una declaración de principios, quizá habría que insistir en la práctica del tajo, volver una y otra vez al instante de las bifurcaciones, construir una máquina de recomenzar.
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No hay un comienzo o, si lo hubo, estuvo precedido por otros comienzos que, a su vez, venían precedidos por otros. La aporía del comienzo consiste en que, no importa cuánto nos remontemos hacia atrás, se trata siempre de una reincidencia. La conocida frase de Samuel Beckett, “Probar otra vez, fallar otra vez, fallar mejor”, que pone el dedo en la llaga y, sin embargo, rebosa optimismo e invita a aceptarnos como artistas acaso joviales del fracaso, podría ser la divisa del escritor de comienzos, a condición de que su exigencia se lleve al extremo. Hay libros que reconocen su falla después de cuatrocientas páginas y sólo entonces prueban a fallar mejor. Ya antes del primer punto y aparte el fracaso revolotea alrededor con destellos negros de buitre, como sombras furtivas de giros cada vez más rasantes, hasta que, tarde o temprano, termina por posarse sobre la página.
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El escritor de comienzos, fiel a ese halo de promesa incumplida de lo que no seguirá más, de lo que no ha de estropearse por el estiramiento y los ripios, debe reconocer ese punto de la escritura a partir del cual ya no habrá retorno, ese portal incierto que, una vez traspasado, lleva al fácil despeñadero de seguir. Puede ser una simple coma, una oración subordinada, la respuesta anodina de un diálogo; lo importante es que debe tener la entereza de detenerse justo allí, al filo del abismo, antes de desatar la avalancha que lo arrastrará lejos, sin más alternativa que llevar hasta sus últimas consecuencias los fastidiosos detalles secundarios…
Nadie lo sabe tan bien como el escritor de comienzos: cada principio es en el fondo una continuación, una respuesta tácita al gran caudal de sobreentendidos, un guiño más en la encrucijada de los desvíos. Nadie lo sabe de sobra como el acumulador de primeras líneas: damos vuelta a la página de un texto implícito, no hay comienzo posible que no sea in medias res.
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Coleccionar comienzos, hacer acopio de sus estallidos breves y susurrantes, en una campana de cristal o una cajita de música, puede ser una estratagema para postergar el final —según las artes de Scheherezade—, pero también una forma de incorporar el final en el comienzo, de infiltrar el fantasma de la finitud en el hálito de la promesa, de liberar al escalón del umbral del terco compromiso de conducir a algún lado.