POR ANIELA RODRÍGUEZ

Proclama mi alma la grandeza del Señor, rezaba el cuarto de millón de personas que iniciaron su desplazamiento desde San Juanico hasta donde pudieran. Lo habían perdido todo: casas, hermanxs, álbumes de fotografías, el vestido con el que recuerdan haberse sentido libres por primera vez. Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava, y así una y otra y otra vez hasta que encontraran un lugar para pasar la noche, según lo cuenta Carlos Monsiváis en la crónica de ese día.

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No es posible hablar de una historia mexicana del fuego sin San Juan Ixhuatepec.

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San Juan Ixhuatepec se había conformado apenas hacía unas dos décadas, casi en su mayoría por personas que buscaban mejores oportunidades laborales en la capital. En 1984, el censo de población reportó que el número de habitantes fijos se acercaba a los 45,000, mientras que la población flotante ascendía hasta las 25,000 personas. No obstante a lo que se cree, la planta de distribución de Petróleos Mexicanos fue construida después de que San Juanico ya fuera considerado un municipio.

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El incendio de San Juan Ixhuatepec puede categorizarse como un incendio por ignición de gases o flashfire, que se produce cuando un combustible altamente difuso o sus vapores entran en contacto con el aire, con lo que se vuelve muy difícil de dispersar. Un incendio de tipo flashfire es violento: ocurre cuando nadie lo espera, y basta un pequeño movimiento en sus variables para mandarlo todo al caño en un tristrás. Un pequeño cortocircuito, la llama inocente de un encendedor. La estática del pelo de A versus la estática del pelo de B, la ausencia completa de la estática, qué más da.

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Chispa en la noche, crepitar de una vida, deja caer el poeta Hugo Mujica al micrófono. Siento como si algo de esto ya lo hubiéramos vivido todos quienes sabemos de incendios, porque la química y la física casi nunca están de nuestro lado. Nada se quema en vano. Miro el escenario de Bellas Artes: ahí está Mujica, vaya, leyendo con ganas de perderse en el espacio que hay entre su hoja y el vaso de agua. «Una explosión nunca viene sola, está destinada a hacer ruido y el ruido se hizo para alarmarnos, volvernos locos, repetirnos que no estamos aquí: al fin y al cabo somos inflamables e innecesarios», y las manos de Mujica chocan en la madera de la mesa: lo vemos todos, pero decidimos ignorarlo, aunque para cuando nos demos cuenta, la escena nos parezca repentinamente extraña: la forma en la que enfocamos para ver más a profundidad: del escenario, de las luces que parpadean en tonos discordantes mientras recordamos juntos que no: que antes de los incendios siempre está un «no» que todo lo abrasa, y cierras los ojos al mismo tiempo que Mujica se aclara la voz: todo lo que arde muere iluminando.

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Un incendio puede relatarse de muchas formas; una de ellas es a través de la fase evolutiva de sus explosiones. En San Juanico se registraron al menos ocho de ellas, replicadas una tras otra desde las 5:48 hasta las 7:01 de la mañana. La primera explosión fue meramente burocrática, como un modesto recordatorio de las siguientes siete que vendrían luego. Por eso los incendios acojonan tanto: no es la dificultad de apagarlos lo que nos paraliza, sino la rapidez con la que crecen. La segunda explosión, esa que comúnmente es la definitiva en todos los incendios, llegó 69 segundos después de la primera.

No vino la tercera y ya lo sabíamos. Contaríamos su historia para poder dinamitarla.

Cualquier historia que tuviera que ver con los incendios, también sería la nuestra.

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Repetir, en un mantra incansable, ese poema de Jean Cocteau, como si fuera sólo media voz la que te hubiera quedado en ese cuerpo: desnuda casi de la palabra, que apenas es lo único que te salva.

Mi casa se estaba quemando y sólo podía salvar una cosa.

Decidí salvar el fuego.

Toda explosión termina en silencio. Un cortocircuito a gran escala. Primero, el estruendo de algo parecido a la madera cuando está pudriéndose; luego, la raja de luz que se hace más y más grande hasta cubrirlo todo con su carajo manto. Al final, no hay nada: silencio que espera por el siguiente impacto.

Un día escuché cómo explotaba una casa. Lo supimos al escuchar temblar la tierra, porque ningún temblor se parece a otro: este era distinto a los de antes: imaginamos que alguien había puesto una bomba y que sería la última vez que nos veríamos, madre y yo, yo y madre. De eso sólo recuerdo correr como en un trance, ver el esqueleto de concreto y los escombros y, en medio de todo, la gran flama ondeando triunfante: una clase de luz a la que podemos temer, pero termina fascinándonos, porque detrás de todo lo puro hay algo macabro que esconde los dientes esperando devorar lo que viene a su paso, y mientras corríamos por los bomberos con las piernas hechas un nudo, entendimos que a los incendios hay que aprender a domesticarlos. Oramos:

No tengo dónde vivir pero el fuego vive en mí.

Y me defiende discretamente de todo lo impuro.

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Tras la tragedia de San Juanico, el gobierno contabilizó 500 muertos, una cifra que, hasta ahora, se considera ridícula por la magnitud de la catástrofe. El saldo fue, como siempre, ventajoso en las pantallas de tevé y en los titulares de los periódicos; ventajoso, por supuesto, para los altos mandos del gobierno. La falsa trampa del progreso: sólo cosas buenas pueden nacer de las cenizas. De los 296 cuerpos que llegaron a la fosa, únicamente 16 de ellos fueron identificados.

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A veces, si uno está distraído y cierra bien los ojos, el incendio vuelve. No siempre es en forma de San Juan Ixhuatepec; también se llama Ayotzinapa, Pasta de Conchos, New’s Divine. Otras tantas, prefiere tomar nombres como Lagos de Moreno, Tlatelolco o Ciudad Juárez. Hay momentos que sólo es el vestigio de la lumbre pegada a la carne, eso que pela el pellejo y lo escama. Otros, es grito, luz. Y luego, la nada.

WT Galliher, Fuego, 1920, Negativos de vidrio. Colección de la Compañía Nacional de Fotografía (Biblioteca del Congreso)