POR SYLVIA GEORGINA ESTRADA

En las páginas 184 y 185, justo al cierre de la novela Las muertas (Editorial Joaquín Mortiz, 1977) de Jorge Ibargüengoitia se reproduce la fotografía grupal de veintiuna mujeres. Los rostros se han borrado y, donde deberían estar los ojos, la nariz, los labios carnosos, aparece un número. No todas las mujeres tienen el privilegio de ese número, nada más hay once a las que corresponden nombres y apodos. En el caso de las chicas marcadas con los dígitos diez y once solo hay una escueta descripción: «las dos mujeres que mató Teófilo Pinto».

Ibargüengoitia, como el resto de los mexicanos, quedó impactado cuando se dio a conocer la existencia de «Las Poquianchis» y sus crímenes. Corría el año 1964 y una mujer, Catalina Ortega, se presentó en la comandancia de la Policía Judicial de León, Guanajuato, para denunciar a sus patronas, las hermanas González Valenzuela. La mujer relató que huyó de un burdel en el que las prostitutas sufrían hambre y maltrato físico. También dijo que algunas de las jóvenes habían muerto. La policía resolvió ir al pueblo donde estaba el cabaret, San Francisco del Rincón, y lo que encontraron conmocionó primero a Guanajuato, después a México y, cuando las páginas de los diarios sensacionalistas comenzaron a ser devoradas por los lectores, los cables comenzaron a llegar a las agencias internacionales.

Mujeres desnutridas, torturadas, muertas a golpes. La cifra de víctimas se ha perdido entre las exageraciones de la nota amarillista y los malos registros de los ministerios públicos. Las hermanas María de Jesús, Delfina y María Luisa González Valenzuela fueron capturadas, llevadas a juicio y sentenciadas a una condena de cuarenta años por lenocinio, secuestro y homicidio calificado. Antes del juicio, una turba de gente embravecida intentó sin éxito lincharlas.

«Las poquianchis» se convirtieron en las asesinas seriales más mediáticas del México del siglo veinte. Una muestra del horror que enfrentaron miles de mujeres atrapadas en las redes de trata de personas. La mayoría de las veces, el modus operandi de varios prostíbulos que funcionaron durante los años cincuenta y sesenta en el Bajío mexicano era el mismo: buscar adolescentes de entre doce y catorce años; si estaban solas e indefensas se las secuestraba, si no, se le decía a los padres o parientes que las iban a contratar como sirvientas de casas elegantes. En este último caso, los familiares recibían dinero a cambio de las niñas. «Las Poquianchis» eran la punta del iceberg.

Estas jóvenes prostitutas sin nombres, sin rostros, sin historias, forman parte de lo que Ibargüengoitia narra en Las muertas. Pero el escritor ve los dos lados de la moneda. Con su genio crítico y satírico, que supo retratar distintos rasgos de la realidad mexicana, plantea varias cuestiones: ¿por qué fue posible que existieran «Las Poquianchis»?, ¿cómo se construyó el pacto de silencio entre la policía y los prostíbulos?, ¿por qué decenas de familia dejaron que sus hijas se marcharan con mujeres desconocidas a cambio de dinero y vagas promesas?, ¿qué condiciones sociales, políticas y culturales permitieron que decenas de mujeres fueran secuestradas, prostituidas con engaños, asesinadas y olvidadas durante varios lustros, en total impunidad?,

Las muertas es el libro que más tiempo le costó a Ibargüengoitia y, a juzgar por algunas de las cartas que le dirigió a su esposa, Joy Laville, también el que implicó más esfuerzo. El proceso duró trece años y tuvo cuatro borradores. El primero de ellos se tituló «El libro de Las Poquianchis» y se escribió en 1965. El detonante para su escritura fue que Ibargüengoitia accedió durante cerca de diez horas, «de contrabando», al expediente del caso, pues sólo los abogados defensores podían acceder legalmente a estos documentos. Así lo relata Alejandro Lambarry en su artículo «Manuscritos, inéditos, cuadernos y correspondencia: la creación de Las muertas de Jorge Ibargüengoitia», publicado en Nueva Revista de Filología Hispánica y que se puede leer en la biblioteca digital JSTOR.

Tener acceso al expediente fue determinante para la forma en que el guanajuatense abordó la escritura de Las muertas. Si en el primer borrador trató de construir un texto de no ficción con los nombres reales de víctimas y victimarias, a lo largo de los años se dio cuenta de que no funcionaba. Había demasiados huecos en la historia. En cada publicación amarillista aumentaba el número de cadáveres, que pasaron de dieciséis a treinta, a cincuenta y luego a cien. Incluso hoy, al teclear en Google «número de mujeres asesinadas por Las Poquianchis», el motor de búsqueda arroja, en primer lugar, la siguiente información: «El número confirmado de víctimas es de 91, pero se cree que pudieron matar a más de 150 personas, lo que las convierte en las asesinas seriales más prolíficas registradas en la historia de México». De acuerdo con lo registrado en el expediente judicial, la policía encontró seis cuerpos. Ibargüengoitia llegó a visitar los lugares del crimen: el burdel de Lagos de Moreno y la casa de San Francisco del Rincón, donde varias mujeres estuvieron encerradas por meses.

Después de ese primer borrador decidió crear una historia de ficción, relatándola con el formato de una crónica novelada. El libro, que el autor finalizó en 1976, durante su estancia en el International Writing Program de la Universidad de Iowa, inicia con el siguiente epígrafe: «Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios».

Así que las hermanas González Valenzuela se convirtieron en las hermanas Baladro -palabra inventada con un fuerte sonido, inconfundible, como si fuera una voz de alerta-, el estado de Guanajuato en el Estado del Plan de Abajo y la foto grupal de las madrotas y las mujeres del burdel en una imagen sin rostros.

Ibargüengoitia fue uno de los pocos escritores mexicanos del siglo xx en poner la violencia hacia las mujeres como tema central de un libro. Las muertas retrata el machismo, la misoginia, la violencia y el desdén por la vida de las mujeres que han sacudido a la sociedad mexicana a lo largo de su historia. El autor muestra cómo esa brutalidad se normaliza, se ve y se ignora desde las altas esferas políticas, pasando por las autoridades judiciales y la policía, hasta los vecinos y tenderos que hacían la vista gorda ante este un grupo de mujeres encerradas y las familias que vendían a sus hijas para sobrevivir.

En el apéndice número seis de la novela, titulado «El libro de Arcángela», el autor hace un apunte de la corrupción de los funcionarios mexicanos. En esa página se consigna que existe un enorme cuaderno con algunos de los registros financieros de los burdeles: «La tercera parte del libro se intitula entregas. Es lo que paga Arcángela a las autoridades para estar en paz con el municipio. Por ejemplo, diez pesos diarios a las policías que estaban en el turno en la cuadra, sesenta al Presidente Municipal, sesenta al inspector de policía, etc.».

En el cuento «La mujer sentada» (1947), de Sergio Magaña, el autor relata cómo una joven de dieciséis años es obligada por su familia a casarse con el viejo y rico cacique de un pueblo agrícola, que suponemos está ubicado en la provincia mexicana. A la chica le gusta otro joven de su edad, así que en la víspera de la boda les confiesa a su padre y a su prometido que ya no puede casarse, pues ya tuvo relaciones sexuales con un muchacho. El novio pide justicia, así que la mujer es asesinada de forma salvaje y cruel y es puesta a la vista de todo el pueblo para que quede claro el escarmiento. La gente sólo mira y calla. La justicia la dictan el dinero y el poder. Una mujer es un artículo de cambio. El relato causó polémica cuando fue publicado porque se decía que la brutalidad que retrata no correspondía a la sociedad mexicana. Hoy, tras los casos de las muertas de Juárez que han convertido a la ciudad fronteriza en un enorme cementerio donde se han asesinado a más de dos mil trescientas mujeres en tres décadas (según lo consignó El País en un reportaje publicado en enero de 2022), sabemos que estaban en un error.

A través de la ficción, Ibargüengoitia otorga nombre e historia a algunas de las mujeres que pasaron por los burdeles de «Las Poquianchis», personajes complejos que tejen relaciones de amistad, amor o poder. Las madrotas no son estos seres malvados cuasi demoniacos que muestran los periódicos, sino mujeres que sufren por un hijo muerto, por un novio díscolo o por la humillación a la que las somete el rechazo de los hombres de poder, que primero toman su dinero y después las desconocen.

El término «feminicidio» comenzó a utilizarse en México apenas en el siglo xxi (el delito de feminicidio se incorporó al Código Penal en 2012), pero su origen viene de un libro publicado por John Corry en 1801 para hacer referencia al asesinato de una mujer y más tarde, en 1976, el vocablo fue utilizado por la socióloga estadounidense Diana Russell en el Tribunal Internacional de Delitos contra la Mujer. En el vocabulario de Ibargüengoitia no existía esta palabra, pero para los lectores actuales de Las muertas sigue estando presente y, de manera intensa, la sensación de que la historia narrada continúa sucediendo, de una u otra forma, en México: una serie de feminicidios conocidos, permitidos y avalados por un sistema corrupto, patriarcal y machista.

Tras volver a leer Las muertas me parece muy clara la relación entre la escritura de Ibargüengoitia con una parte de la literatura latinoamericana actual. No sólo por el tema, sino también por el uso de materiales como archivos y expedientes, visitas al lugar de los hechos y, en general, el empleo de herramientas periodísticas como recurso narrativo, ejemplo de ello puede ser Señas particulares (Secretaría de Cultura del Distrito Federal / Lectorum, 2002), de Josefina Estrada, en donde la autora lee expedientes, observa cadáveres y entrevista a familiares de fallecidos, enterradores, periodistas de nota roja y personal del Servicio Médico Forense del entonces Distrito Federal (Semefo). La escritora ofrece una crónica sobre la investigación de casos de personas que murieron por causa violenta o desconocida en la capital mexicana.

Desde la ficción, llama la atención novelas como Cometierra (Sigilo, 2016), de Dolores Reyes, en donde la protagonista tiene un extraño poder: puede saber qué ha pasado con las personas desaparecidas al comer la tierra que ha estado cerca de ellas. La mayoría de los casos que enfrenta Cometierra son los de mujeres asesinadas, así que la adolescente les da voz a estas muertas, que tienen la oportunidad de contar su historia. Durante una entrevista para el diario mexicano El Universal, la escritora argentina afirmó que en esta novela narra «desde la tristeza, del dolor, de la desolación que significa para las mujeres todas estas vidas de otras mujeres arrancadas de esta forma».

En esa misma línea, también se encuentra la novela Los Divinos (Alfaguara, 2018), de Laura Restrepo, basada en el feminicidio de una niña de siete años a manos de un hombre adinerado de treinta y ocho. Obra en la que explora cómo un grupo rico y privilegiado de Colombia se relaciona de manera violenta con su entorno femenino, amparados por su estatus y una sociedad que se hace de la vista gorda ante sus excesos.

En el terreno de la no ficción destaca Chicas Muertas (Penguin Random House, 2014), de Selva Almada, una crónica que rastrea los asesinatos impunes de tres jóvenes en pequeñas ciudades agrícolas de Argentina, y en la que la autora habla con exnovios, hermanos, padres y amigos de estas mujeres para que sus historias no se olviden, pues la justicia hace mucho tiempo que dejó de recordarlas.

Sin duda, uno de los libros recientes más notables sobre el tema es El Invencible Verano de Liliana (Penguin Random House, 2021), de Cristina Rivera Garza, una obra, cruzada por archivos, diarios y expedientes, en que la autora narra el feminicidio de su hermana Liliana, sucedido el 16 de julio de 1990, así como el periplo de la familia para conseguir justicia. En su ensayo ¿De qué hablamos cuando hablamos de feminicidio?, Rivera Garza apunta que: «para hablar de feminicidios hay que vérsela con ese otro lenguaje que descubre los modos de la violencia y reclama para sí, y para todas, el cumplimiento cabal de la justicia y la transformación radical de lo que nos rodea y nos constituye. Nada más, pero tampoco nada menos».

Cuando leí por primera vez a Ibargüengoitia cursaba el primero o segundo año de la carrera de Comunicación, y de inmediato me sentí conectada con su forma de narrar, ágil, ingeniosa, llena de humor, también con su manera de retratar los vicios de la sociedad mexicana, muchos de los cuales siguen vigentes. Empecé con Dos crímenes, luego seguí con Estas ruinas que ves, Los relámpagos de agosto, pero Las muertas fue la novela que me provocó más desasosiego, pesadumbre y admiración debido a su conexión con el periodismo, en distintos niveles. Desde la estructura de la novela hasta la sátira que realiza el autor del diario amarillista Alarma!, que convirtió las acciones de «Las Poquianchis» en una suerte de novela folletinesca, publicada entre enero y febrero de 1964. En un pasaje, el autor relata que: «Los periodistas y el público en general hubieran querido encontrar más cadáveres. Ese interés afectó la comprensión de la historia». Y añade una escena en la que vemos al inspector asignado al caso llevar a los hombres acusados de cómplices al cabaret en el que se hallaron algunos de los cuerpos. Así que durante «tres días enteros» los hombres cavaron hoyos por todos lados sin ningún éxito.

Hoy, que sigo leyendo a Ibargüengoitia con el mismo asombro, vuelvo a Las muertas y observo esa foto en blanco y negro de veintiuna mujeres que miran a la cámara, ya no veo los números, sólo las historias. Hace sesenta años un país entero se estremeció con las acciones de «Las Poquianchis», Ese horror sigue presente, miles de mujeres desaparecen, mueren, se olvidan. Por eso estas historias siguen aquí, a la espera de que la violencia deje de ser parte de nosotros.