Hay conversaciones felices que nunca cesan. La larga conversación que mantuvimos con Hebe durante años en su casa de Acuña de Figueroa, se trasladó a los libros de su biblioteca y a sus libretas de notas cuando falleció. Con Eduardo Muslip empezamos a revisar y ordenar su archivo y de ese trabajo surgió el hallazgo de tres nouvelles por entonces inéditas (El amor es una cosa extraña, 2021), crónicas, ensayos breves y cuarenta libretas de notas. Esas libretas son de épocas diferentes y temas varios: agendas personales, borradores de cuentos, clases de filosofía, planes y apuntes para crónicas. Un laboratorio en ebullición que nos hace pensar nuevamente la relación entre experiencia y escritura, por lo inacabado y lo contingente pero también por una cierta felicidad. En ese laboratorio resulta difícil ordenar los fragmentos, construir sentidos absolutos. Entonces me entrego al azar para armar un recorrido; comienzo por una frase cualquiera encontrada en una libreta, azul, poco prestigiosa:
1. «Mensajes de adhesión al bien, responder»
La frase aparece en una libreta dedicada a apuntar los correos electrónicos de sus amigos y alumnos, y las indicaciones precisas de la profesora de computación para aprender a usar el Word y el correo electrónico. Durante años Hebe había hecho un culto del me «llevo mal con los artefactos». Sin embargo a fines de los 90 surfea la ola tecnológica. Necesita los conocimientos prácticos, de uso; y los toma, pero no le interesan la ontología ni la explicación. Le causan gracia, la fastidian, los técnicos que quieren comunicar su sabiduría a los legos y usan una lengua que nadie comprende. Los imitaba gesticulando ampulosamente con los brazos, como si el pecho se les ensanchara o crecieran unos cuantos centímetros. (Por algún motivo la recuerdo siempre cerca del ventanal de su casa, entre la cocina y la mesa de los talleristas, a contraluz). Doble movimiento: seguirá escribiendo todos sus textos a mano y en diversos cuadernos, con una voluntad anacrónica o moderna, pero incorpora la computadora a su vida cotidiana. Ese doble movimiento será siempre el motor de su modernidad. (Encuentro en la Ilíada -una de sus lecturas de cabecera- una entrada para Hebe: personificación de la juventud. Hija de Zeus y Hera). Hebe, radicalmente joven, era de mirar qué hay de nuevo, y tomar solo aquello que le permitía seguir en viaje, lo estrictamente necesario. Con parcial interés por el archivo o el guardado de los materiales y casi nulo interés por la imagen fotográfica. Prefería un presente intenso pero ligero, más bien aligerado, para poder escribir. Como dice en el final de «Querida mamá»: «Yo sospecho alguna pequeña gracia para mí, algún don, pero puede perturbarlo el que yo ya tengo bastantes recuerdos y son un peso grande. Te pediría que vos, que eras creyente, encomiendes a dios tus recuerdos, así yo me hago cargo sólo de los míos. Así más liviana podré recibir esa gracia».
En esa línea, la del orgullo de tirar lastre, puede pensarse otras notas que encuentro. Lista de actividades hechas en enero, probablemente de 2008: «Rechacé publicar una nota en el diario que me pedían el destino de Papá Noel. Rechacé la invitación a Ostende. Rechacé jurado en Cuba y Biblioteca Nacional».
Un criterio arbitrario o insondable parece haberle hecho conservar las libretas que encontramos: los cuadernos de los últimos años conviven con algunos papeles muy viejos, de los años 80; hay libretas de algunos libros que escribió, como Del cielo a casa; pero de la mayoría, no. Lo hallado es fragmento, vestigio, resto. Cuando me convenzo de que la frase «mensajes de adhesión al bien, responder» es una nota sugerente del discurso evangélico que tanto le interesaba trabajar, es decir, la vuelvo «productiva», encuentro en otra página de las libretas algo que refuta mi hipótesis, que la pone en el contexto de las proto redes sociales de los 90. Dice: «Información profética para joder con otros. En vez de elegir responder es reenviar. Dirección de destinatario como cualquier mail con su nombre». Y entonces vuelve la voz juguetona, levemente burlona, que mezcla registros: lo alto y lo bajo, lo altisonante con lo mundano: profecías venidas de un mundo cuyas reglas no nos interesa descifrar, mixturadas con juegos entre amigos para perder el tiempo. Y entonces puedo continuar.
2. Índices telefónicos: «das bett (la cama), des bär (el oso), der brief (la carta)»
En varias ocasiones Hebe señaló que un buen escritor se revelaba por el nombre de sus personajes. Afirmación que no deja de ser algo arbitraria, pero que se vuelve más interesante si la ponemos en relación con otros aspectos de la estética de Hebe: cuando empezamos a leer a un autor que no conocemos nos preguntamos qué trae de nuevo, cómo mira el mundo, solía decir. Siguiendo ese pensamiento, los nombres de los personajes condensan una mirada, un lugar en el mundo, un devenir. Concentran una manera de estar y de hablar la lengua. Hugo Bilik, Uto, Sthephan, Iorá, Florinda, Bernardina, son algunos ejemplos. Pero la clave no parece ser el significado del nombre sino una sonoridad o prestancia más parecida al hallazgo poético que a la semántica. Un nombre capaz de condensar y calzar en la forma de actuar.
Sabemos también, porque lo contaba a menudo, que hacía ejercicios mnemotécnicos y que para conciliar el sueño no contaba ovejitas, sino que entraba en una rueda paradigmática de nombres. Agarraba una letra del abecedario y decía todos los nombres que se le pudieran ocurrir: A: Ana, Amador, Amaranta, Azucena, etc., luego pasaba a la B y así. La distancia entre la palabra y la cosa es uno de los grandes ejes de la escritura de Hebe. Distancia que se traduce en sorpresa, asombro, humor o grieta, hendidura de sentido. Distancia que seguramente reconoce en su propia experiencia, que aprende a nombrar en la filosofía de Simone Weil y en Felisberto Hernández, para luego llevarla al terreno de su escritura: la fascinación ante palabras como si fueran objetos; y a la vez la capacidad de observar un objeto cualquiera como si fuera una palabra, hasta que se revele, como dice Simone Weil. Poder distanciarse hasta que se vuelva pura cáscara observable y por lo tanto personaje fuera del sentido agonístico; personaje al que se le puede «agarrar el punto», «calibrar», como le gustaba decir. Esta posibilidad de agarrar al personaje aparece en unas anotaciones alrededor del cuento «Ella, él, el hijo». Dice en la libreta: «Ella quiere ir como a la raíz de las cosas. Él tiene miedo de mirar más allá de la superficie». Y después ejemplos de sus actos y decires.
Entre las libretas aparece una tarde un índice telefónico devenido por su uso en diccionario básico de alemán y enciclopedia de cultura griega clásica. Así en la B encontramos «das bett (la cama), des bär (el oso), der brief (la carta)», y en la D, «du (tú), drei (tres) die sseit (de este lado)», pero también, «Destino: Está presente en Sófocles, no en Esquilo, cuyo planteo es clásico todavía. Los dioses no ven todo, pero observan a los hombres. Cree ser inocente pero es culpable, habla de obrar bien y mata a quienes quiere».
La asociación y el uso de estos índices telefónicos resulta sorprendentemente inusual, pero lo inusual se transforma en una serie cuando encontramos un segundo y un tercer índice/diccionario, donde figuran organizadas alfabéticamente cuestiones filosóficas. En la A: «Accidente (Locke)», en la C: «Causa. Hume: Nosotros tenemos la ilusión de que en caso de ser traídos de improviso a este mundo podríamos deducir que el movimiento de una bola de billar se comunica a otra. La creencia en la causa solo es explicable por la percepción y el hábito».
Podemos hacer hipótesis biografistas: el uso del cuaderno como si fueran fichas, la preparación de clases, el viaje a Alemania a fines de los años 90. La búsqueda de un sistema clasificatorio y ordenador. Cuestiones de filosofía y cuestiones centrales de la narración: la motivación y lo arbitrario. Sin embargo, cualquier hipótesis verosímil de la vida cotidiana no destaca más que la excentricidad de poner en contigüidad elementos que no pertenecen a la clase esperada. ¿Qué causa hay en esta juntura entre el destino, un mono, el alemán, y la hoja de un índice telefónico? En palabras de Hebe ¿qué argamasa los une? Podríamos decir, el nombre propio. Al fin de cuentas los diccionarios, los índices telefónicos, las enciclopedias trabajan el nombre y la condensación de sentido, el potencial de un relato. Un personaje. Aquello que revela, según Hebe, a un buen escritor. Pero además, en esta yuxtaposición excéntrica de universos, de saberes, de intentos ordenadores del mundo, ¿no está acaso Uto Leopardi, el protagonista de Memorias de un pigmeo? ¿No está el protagonista de «Stephan en Buenos Aires»?
Por otra parte, las entradas netamente lingüísticas de estos cuadernos se asemejan a esos diccionarios rápidos para viajeros post segunda guerra mundial. La teoría conductista del aprendizaje de lenguas. El aprendizaje por palabras sueltas y grupos lexicales que responden a usos funcionales de la lengua «buenos días», «¿puede servirme la cena?», pero también refieren a objetos del gusto propio como «el mono», «el oso». La literatura de Hebe explota el equívoco entre estas formas cosificadas y funcionales de las lenguas y su realidad plástica. La mixtura entre la filosofía y lo popular, el berretín y la funcionalidad. «Stephan en Buenos Aires», «El holandés errante» y «Iorá» son algunos momentos altos de esta colisión. Dice en el final de este cuento: «Estoy en hospital e yo piensa tú, te, tigo cuando estoy en alta é también en baja. Médicos miran para mí como un objetivo, mas yo soy un subjetivo, soy Goran Ahrel, Iorá. Mas luego yo estaré a Buenos Aires e voy a tu casa». (Hebe contaba a veces sobre la carta de Iorá, fumaba un cigarrillo, sacudía la ceniza en el cenicero de metal, se preguntaba. Pero no la conservó entre sus papeles).
3. Campeón: «¿Las señoras siempre mandan?»
Entre cuadernos universitarios y sobres papel madera aparecen dos cuadernos «Campeón», muy modestos, de hojas lisa, amarronadas por el paso del tiempo. Curiosamente traen chicas en plena explosión deportiva en las tapas: una lanzadora de bala, una windsurfista, una rubia haciendo esquí acuático. Lo contrario del contexto, dado que son cuadernos de la época de la dictadura. Muy probablemente estos cuadernos fueron escritos en 1980. Cuadernos de Latín. Con ejercicios, declinaciones, vocabulario y temas de pruebas. Preparados todos con la prolijidad de una profesora o de una alumna del Nacional Buenos Aires, de alguna manera un rol intercambiable en la estructura jerárquica dominada por el miedo: temerosas de no cumplir con la norma, de salirse de lo reglamentario. (Incluso, contaba Hebe, temerosa de que se le corriera la medibacha de nailon). En efecto Hebe fue durante un breve tiempo profesora de ese colegio y esa experiencia se narra en «La casa de altos estudios». Dice: «Tenía la impresión de que cualquier cosa hecha por mí estaría mal: mi miedo era una especie de miedo animal, consideraba suficiente que no me golpearan o no me dejaran encerrada ahí adentro».
Los cuadernos tienen la pulcritud de un cuaderno de primaria: papeles recortados y pegados con esmero. Letra clara, de imprenta, mención del contenido gramatical, ejercitación ad hoc. Sin embargo, el orden, la jerarquía extrema y la desconexión textual entre las frases introducen el absurdo en los ejercicios de traducción, hendidura que interesaba particularmente a Hebe y que hoy podemos releer poniéndolo en el contexto político de enunciación: «La sirvienta no ara a menudo la tierra, pero la granja. La señora no alaba a menudo a sus hijas. ¿Las señoras siempre mandan?»
El segundo cuaderno presenta otros elementos productivos en el mundo ficcional de Hebe. Puedo imaginarla anotando temas gramaticales (subordinadas temporales, concesivas) y pensando frases que permitan ejemplificarlas. ¿Pero qué mundo puede ser dicho en latín? Claramente, el mundo de los ejércitos, de mitología clásica y de la religión católica. Y entonces, y aquí está lo interesante (la imagino concentrada, escribiendo rápido con letra despareja) aparece la deriva, la posibilidad de la mezcla de mundos, lo imposible técnicamente: en los ejemplos, César convive con Penélope o con un gaucho que cambia el recado de su caballo. Series imposibles en latín, disparatadas, pero afines a los mundos de Hebe.
En el cuento «Ablativo en “e” o en “i”» Hebe hace una gran ficción de estas experiencias de enseñanza estricta, repetitiva, reglamentaria, cruel, con cierta incoherencia y, por qué no, absurda. Dice: «Ahora sucedía que los alumnos creían que un texto latino podía traer cualquier cosa; eso significaba que los alumnos no tenían la menor conciencia histórica y tampoco astucia o sensatez para darse cuenta de qué oraciones puede elegir un autor de texto para uso escolar». Y la protagonista de Beni, Luisa, es una profesora de latín, que en la zozobra de la relación amorosa que tiene con Beni, un hombre que aparece y desaparece, piensa: «Sí, ella iba a repasar latín una hora por día o dos si fuese necesario, para ordenar su mente. Nada mejor que empezar con Julio César, que va con los ejércitos de un lado a otro». Pero al rato se enoja: «¿Por qué estaba tan contento ese infeliz?». Y aparece lo absurdo de la empresa: «siempre estaban yendo del Rhodano al Rhin, siempre partía al alba o a medianoche, nunca hacía un recorrido tranquilo por estas regiones al mediodía, siempre andaba mandando emisarios».
El orden y lo absurdo, su fracaso. La retórica triunfalista de la dictadura en las tapas de los cuadernos y su reverso: mujeres muertas de miedo que detectan sin embargo las fisuras. Quizás estas sean formas de pensar las huellas de la dictadura en la escritura de Hebe, a la que nunca alude de manera directa pero asoman como trasfondo en los cuentos de La luz de un nuevo día y en El amor es una cosa extraña. El miedo como marca indeleble en la experiencia cotidiana, y el disparate o la locura, como línea de fuga en la escritura.
4. Del cielo a casa
Son dos cuadernos de notas: uno de entrecasa, cuaderno «Mis apuntes», tapa blanda, animales marinos y algas, hojas lisas; otro para sacar a pasear, de tapa dura, mariposas y plumas, hojas suaves. En ambos aparecen entremezclados los cuentos que formaron ese libro con listas de actividades cotidianas, condensados en imágenes como algunos de los títulos de sus cuentos. Por ejemplo, esta: «Febrero: Héctor, cortina y toldos / Contestador y control/ Fin de mes, horarios de taller / Terminar y pasar “El holandés errante” / Visita animal y veneno de hormigas/ Peluquería y depilación».
Hay listas también que aluden a proyectos de escritura: «Algo que tenga que ver con el Paraguay. La historia de Bonpland». Y una sinopsis de lo que será el cuento «Animal Planet» escrita a mano alzada para que no se le escapen los personajes: «que vayan de un lugar a otro, a Holanda a rescatar monos pero que no miren alrededor, ni compren, ni vayan al cine, ese pálido entretenimiento. Muchas vidas en una, que las vivan todas juntas».
Los textos originales están escritos en la hoja derecha. En las hojas de la izquierda, en el reverso, hace anotaciones, observaciones de escritura. (Una cruz, una línea hacia afuera y un comentario, tal como hacía con los textos de sus talleristas). Al poco tiempo de conocerla, Hebe me dijo que ella solo escribía del lado derecho de los cuadernos. Me pareció insólito, un despilfarro. No me animé a preguntar por qué hacía eso, como tampoco por qué usaba siempre fibrones gruesos. La ubiqué en el rubro «rarezas», como diría ella, y seguí. Recién al encontrarme con sus libretas entendí la estrategia de escritura que por qué no, podría ser también una ética. Diseñar un orden algo excéntrico, levemente corrido, detenerse en los restos y los detalles, lo que va dejando la gente en su habla por ahí, que a la vez responde a una necesidad concreta de trabajo. En el reverso de las hojas aparecen momentos de una segunda escritura, comentarios sobreimpresos. Exploraciones. Búsquedas de personajes en las formas de hablar: «Me decían madrina y entendía madera». De otro personaje escribe: «Amaba las palabras, ¿cuáles? Muy jorobado y después lo aplicaba a cualquier cosa; un día muy jorobado, el pan está jorobado, la calle está jorobada».
En ese ¿cuáles?, en esa pregunta, está el diálogo que Hebe supo mantener siempre con todos nosotros y con los materiales, esa pulsión por el detalle, por la singularidad que se encuentra solamente en la conversación, incluso imaginaria.
Este cuaderno de repente adquiere para mí una importancia mayor. En relación con Hebe, la publicación de Del cielo a casa inauguró lo que sería una etapa insólitamente productiva, es un libro bisagra. En lo personal, yo hacía taller con ella por esos años y recuerdo haber escuchado una tarde de febrero la versión inconclusa de «El holandés errante», la que figura en ese cuaderno. Tiene que haber sido febrero del 2000 o del 2001. Aunque hacía calor tomábamos café, café y gaseosa, usualmente Paso de los Toros. Serían cerca de las 6 de la tarde, y como siempre que yo la visitaba, le pregunté qué estaba escribiendo. Me leyó entonces gran parte del cuento, lo que tenía escrito. «¿Te gustó?», me preguntó. Y se puso de pie, fue hasta el umbral de la cocina, volvió al lado del ventanal, se quedó dando pasos cortos, en vaivén, como siempre hacía. «No quiero terminarlo», dijo y me sonrió con picardía, como si la felicidad de escribir fuera siempre una felicidad primera, una felicidad que sorprende y da pudor confesar, una felicidad que no se quiere soltar.
Quizás por algo de esa escena éste, también, ha sido un texto borroneado y vuelto a escribir, que sobreabunda o se distiende, pierde forma. No puede concluir, apenas interrumpirse. Apenas puedo reiterar la escena de nuestra conversación, del atardecer naranja, el café, el aire de verano, el balcón abierto en el departamento de la calle Acuña. Para que reverbere. Siempre.