POR VICENTE LUIS MORA
(Universidad de Málaga)

Puede parecer oportunista traer a colación el nombre de Franz Kafka cuando hablamos de Pablo Katchadjian, como si esas poderosas «K» que principian los apellidos justificasen el pasadizo por fatalismo consonántico. Sin embargo, la relación entre argentino y checo es fácilmente demostrable, y aporta un horizonte de sentido a la lectura del primero. El propio Katchadjian cita a Kafka de manera harto elocuente en varias ocasiones, luego veremos algún caso, y además se ha referido a él en ensayos como «Arte y técnica. La aureola técnica» (Artefacto, n. 6, 2007), como ejemplo de «nueva sensibilidad» por la inclusión de tecnologías en la literatura (Isabel Hernández recuerda en su edición de El proceso en la editorial Cátedra que Kafka fue el primer escritor que describió aviones en vuelo en lengua alemana), donde Katchadjian demuele la falsa imagen de un Kafka ajeno a lo social y despreocupado de la realidad de su época. Es decir, que es el argentino quien no nos deja olvidar a Kafka cuando lo leemos.

Pensemos en la novela de Katchadjian Una oportunidad (2022). Esta obra parte de un supuesto fáctico no plausible, como es el hecho de que el narrador intradiegético se confiesa embrujado. Desde la primera línea de la novela, por tanto, asistimos a un dato imposible presentado como desiderátum e inequívoco punto de partida, ante el cual debemos suspender nuestra incredulidad, según la descripción de Coleridge. Algo similar sucede con La transformación o La metamorfosis de Kafka, que parte de otra situación fantástica aclarada en su primera línea. Katchadjian mantiene el planteamiento a rajatabla, con lógica impecable e implacable, hasta sus últimas consecuencias, como el Kafka de El proceso, libro con el que Una oportunidad puede tener varios puntos de contacto. Katchadjian acota un sistema de reglas para cosechar racional y sistemáticamente las consecuencias sembradas en el esquema original. Y esto se hace mediante dos herramientas conceptuales también presentes en El proceso: la ambigüedad estructural (véase Una oportunidad, Sexto Piso, 2022: 67) y la exposición de todas las opciones posibles, sin que el narrador-protagonista suela optar por alguna, precisamente porque el embrujo se lo impide. Es una situación similar a la de Josef K., que también columbra de forma agotadora todas las posibilidades que se le abren a lo largo del juicio, pero su irritada desesperación le impide afrontarlas y elegir, dejando que sean otras personas o la libre lógica de los sucesos quienes tomen decisiones por él.

Otro posible punto de contacto con Kafka, detectable tanto en Una oportunidad como en libros anteriores de Katchadjian como La libertad total (2013), es el enfrentamiento de los personajes a una situación no menos injusta que irracional, con puntuales actos de violencia. En Una oportunidad, una pareja de agentes pertenecientes a una suerte de «sección literaria» de la policía somete el narrador a delirantes interrogatorios. Los agentes son cambiados por otros parecidos, lo que recuerda la indefinición colectiva del tribunal de Der Prozess, compuesto por miles de personas de las más variadas edades y trabajos: «Las caras de la gente de la primera fila estaban dirigidas hacia K. con tanta atención que estuvo contemplándolas desde arriba unos instantes. Por regla general eran ancianos, algunos de barba blanca» (Kafka, El proceso, Cátedra, 1989: 103). Igual que K. se relaciona con distintas personas (el abogado Huld, el comerciante Block, el pintor Titorelli) que no pueden ayudarle, el narrador de Una oportunidad pasa por tres brujas (Sandra, Alberta y Luz) que no consiguen desembrujarlo del todo. Quizá por todo eso, en el último interrogatorio de la novela de Katchadjian leemos:

«Mozart era alegre», dije por decir algo. «Mozart era un genio», dijeron. «Un genio como Kafka», dije. (139).

En ambos autores hay una constante tensión entre libertad y forma, que en Katchadjian cobra la forma de la constricción: tanto en el plano semántico como en el formal, las repeticiones vertebran un estilo burocrático, paródico en su procedimentalidad.

Pero no todo son parecidos y alusiones, también hay diferencias: si bien hay sentido del humor en ambos (la escena donde Titorelli le vende a K. tres copias idénticas del mismo cuadro es una simple genialidad), el absurdo de Katchadjian es más luminoso, y el hecho de dar una oportunidad, el gesto de ofrecer una salida, es el núcleo de la novela del argentino, frente al fatalismo brutal y sin escapatoria del checo. Si Kafka es un pesimista absoluto, Katchadjian es un optimista cuyos personajes no olvidan que son sacudidos sistemáticamente por un sistema inicuo. Y el humor no está ahí para suavizar u ocultar la tragedia, sino para elevarla a paradoja, para producir un cortocircuito lector y convertirla en una contradicción tan insoluble como simbólica.

Este compromiso social emboscado tras una trama más o menos abstracta ha sido señalado por parte de la crítica que ha analizado sus novelas, como Victoria Cóccaro al examinar Qué hacer (2010). Adolfo Rodríguez Posada (2018: 53), en un artículo sobre Gracias (2011), ha escrito que «No sorprende pues que el mundo ficcional de Gracias se construya en torno a la barbarie de la esclavitud; ni que la novela, leída en el contexto actual en el que se inscribe, parezca remitir su crítica, en última instancia, a un colonialismo corporativo, un colonialismo débil podríamos alegar, vinculado a la deriva imperialista de la cultura económica de la globalización». En estas condiciones, la obra de Katchadjian se opone a la «prosa de Estado» –según Marcelo Cohen, el modelo del escapismo–, y de hecho su El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007) sería un modo de quebrantar una de las obras fundacionales de la nación argentina, como ha visto Alexandra Saavedra (2018).

Pero, junto a la vertiente social de Katchadjian, no hay que descuidar en el análisis los poderosos componentes estéticos. Lo que Mark Fisher (K-punk, 2019: 130) llama la «espacialidad perversa», presente a su juicio en Kafka o en Kazio Ishiguro, también podría encontrarse en la película Nada (2004) de Vicenzo Natali y, por supuesto, en La libertad total (2013) de Pablo Katchadjian; en esta especie de limbo narrativo que une a película y novela el lectoespectador queda atrapado en el onirismo espacial de la diégesis, sin tener claro dónde se encuentra exactamente el protagonista, ni dónde se ubica quien lee respecto a la acción (es decir, no sabemos si asistimos a una ficción o, más bien, a una ficción de segundo grado, una mise en abyme, donde la sorpresa de los personajes ante el espacio límbico es el correlato de nuestra estupefacción ante una novela «sin agarres», concepto mencionado al final de Una oportunidad). Se genera así, en varias obras de Katchadjian, una extrañeza estructural frente a una trama narrativa compuesta por un lenguaje tensionado por la falta de referentes; lenguaje usado por personajes a veces difíciles de distinguir en espacios inasibles, surrealistas o intercambiables, donde nuestro interés es máximo, pese a todo, por la singularidad de la propuesta y por la complejidad irónica de los razonamientos discutidos. Es como un simposio de lógica sostenido entre las llamas del infierno, que se vuelve cómico porque como lectores asistimos a él desde fuera, agazapados tras el lenguaje, viendo cómo lo triste se vuelve evidencia de la condición humana y lo físico descriptivo se volatiliza en el seno de lo metafísico.

Si seguimos la versión de La vanguardia permanente (2018) de Martín Kohan, las novelas de Katchadjian superan el límite de lo sensible de nuestra época, quebrando la idea misma de tradición. Si aceptamos otro criterio, el del Damián Tabarovsky de Fantasma de la vanguardia (2018), Katchadjian sería una de las pocas excepciones a la cristalización del fantasma vanguardista –y, de hecho, recuperar y activar espectros es parte de su poética–. Si seguimos a Julio Premat («Los relatos de la vanguardia o el retorno de lo nuevo», 2013), Katchadjian escaparía del anacronismo característico de la vanguardia contemporánea porque no pretende ser «nuevo», sino insertarse en una actitud de entronque con cierta tradición –la de Kafka, entre otras–, cancelando el cul de sac donde suelen terminar otras novelerías mal entendidas. «No hay nada original porque existe la Historia, pero la Historia misma es la que da lugar a las cosas originales», confiesa Katchadjian a Anna Maria Iglesia en una entrevista. La de Katchadjian no es una vanguardia contemporánea, sino una vanguardia kafkiana, homérica, borgiana, martinfierrista.

Creo que ese es el milagro: cuando vamos a etiquetarlo, Katchadjian desaparece; al intentar explicarlo, cambia y metamorfosea su prosa, temas y estilo. No se sitúa ni detrás ni delante de nuestro tiempo: el talento de Katchadjian está por todas partes. Es una época distinta, superpuesta al presente, cruda pero brillante. Basta abrir sus libros para vivirla.

Obras citadas:
Iglesia, Anna Maria (2020). «Pablo Katchadjian: ‘Trato de buscar ese desorden culposo activamente, quizá porque no soy antiperonista», The Objective, 17/08/2020.
Rodríguez Posada, Adolfo (2018). «Colonias sin metrópolis: neoimperialismo y barbarie en Gracias de Pablo Katchadjian», Caligrama, 23(3), 47-62.
Saavedra Galindo, Alexandra (2018). «Retóricas de la intervención literaria: El Aleph engordado de Pablo Katchadjian», Revista Chilena de Literatura, 97, 269-295.