POR FELIPE BECERRA

I

Distanciadas una de otra por cientos de páginas, encontramos en el Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, el bosquejo de tres estéticas: la estética de la abdicación, la del desaliento y la de la indiferencia (fragmentos 105, 210 y 428 en la edición de Richard Zenith). La primera es una apología de la derrota. Si, para Pessoa, «la victoria es una grosería», esto es porque con ella perderíamos «las cualidades de desaliento» que en un principio nos llevaron a la lucha. El título del fragmento nos lleva a deducir que el portugués está delineando aquí dos maneras de enfrentar esa batalla a la que asocia el ejercicio de escribir. Mientras que la obtención de victorias, cualquiera sea su naturaleza, debilitaría el propósito en la elaboración de una obra al dejar a su autor o autora cada vez más conforme, la abdicación sería el camino para sostener esa suerte de impulso. «Sólo es fuerte quien se desanima», concluye Pessoa. Más oscura, por su parte, la estética del desaliento distingue a la publicación como un acto innoble —el fragmento anterior, el 209, es más enfático al respecto: «El verdadero destino noble es el del escritor que no publica»—. A la tercera estética no me referiré (me fue indiferente). Para Pessoa, por cierto, la idea de publicar sus trabajos fue siempre un asunto complejo. A excepción de tres colecciones de poemas en inglés, no publicó más que Mensagem un año antes de morir en 1935. Trabajó, en cambio, por más de dos décadas en el Libro del desasosiego, obra que escribiría hasta el final de sus días y que no vería la luz sino de manera póstuma, casi medio siglo más tarde.

II

«Hay una tradición de libros incompletos, sin fin, no terminados, proyectos que llevan la vida entera», escribe Ricardo Piglia hacia el final de Los diarios de Emilio Renzi, la vasta selección de los cuadernos que escribió por casi seis décadas. «Esas obras inconclusas son leídas por nosotros con fervor, como si pudieran hacer ver la imposibilidad de cerrar el sentido; el borrador entendido como texto siempre reescrito e inestable, mal fechado y que no tiene fin». Con la ubicación de esta nota cerca de las últimas páginas de Los diarios de Emilio Renzi, cuyo tercer volumen se publicaría de manera póstuma, Piglia busca instalarlos en esa genealogía de la inconclusión. Pero mi objeto no es desmontar los engranajes de su estrategia, esa suerte de dilatado complot que el escritor argentino fue hilvanando en textos y entrevistas a lo largo de los años. Me interesa, en cambio, una idea en la anotación de Piglia: la que sitúa la radicalidad de estas obras inacabadas, sin otra forma que «el desorden y la fragilidad», en la omisión de un desenlace. Prescindir de un final o dilatarlo indefinidamente serían, para Piglia, maneras de traicionar las lógicas formales de la narración.

III

Tanto el Libro del desasosiego como Los diarios de Emilio Renzi se sitúan en la intersección entre el diario de vida, la autobiografía y la novela. La ruptura del pacto referencial, esa paradoja con la que Pessoa y Piglia juegan constantemente, consiste en introducir los desdoblamientos del nombre y a la vez solventar sus obras en las propiedades del género del diario de vida. Mientras el primero atribuye el Libro del desasosiego a Bernardo Soares, al que en su correspondencia calificaría como «semi-heterónimo» o «personaje literario», en la edición de sus diarios Piglia se presenta como Emilio Renzi, nombre compuesto por su segundo nombre y apellido. Pessoa introduce su obra como una «autobiografía sin acontecimientos», pero en diversos fragmentos se refiere a ella como «novela» –categoría que refrendan algunos críticos y textos de contraportada de sus ediciones. Piglia, por su parte, divulgó la existencia de sus diarios por diversos medios –incluido el documental de Andrés Di Tella– para luego darles un marco ficcional tenue pero suficiente para incluirlos en una colección de narrativa. No es casual entonces que ambas obras aborden la publicación como problema. Podemos, ciertamente, concebirlas como diarios que, disfrazados de ficción, sus autores han hecho pasar como novelas. Más estimulante aún es observarlas desde la otra orilla: como novelas que, al expandirse en el tiempo, adquieren rasgos de aquello que no estaban destinadas a ser.

IV

Me pregunto entonces cuál es la relación, si es que la hay, entre ese desaliento positivo del que habla Pessoa y la perspectiva de una obra sin final, descrita por Piglia. Si, como sugiere el primero, la fortaleza de quien abdica se vincula a su desprecio por la publicación, ¿con cuál versión del desaliento se enfrentan quienes se embarcan en esos proyectos que amenazan con llevar la vida entera? Pienso en esos proyectos de novela no necesariamente inconclusos, pero sí sostenidos por extensos –y, para algunos, excesivos– períodos de tiempo, verdaderas obsesiones a las que autores y autoras parecen someterse para convivir con el desaliento por dieciocho, veinte y hasta treinta años. Y pienso específicamente en novelas, porque en ellas, a diferencia de los diarios, es el final el que viene a sellar la armonía de sus formas. ¿Qué es lo que ocurre cuando, en medio del proceso creativo de una obra que se extiende más de lo presupuestado, quien lo ha emprendido deja de ver sobre el horizonte el destino final de la publicación? Me gustaría bosquejar ciertas ideas en torno a la decepción como estrategia creativa, una teoría que sitúe a la frustración de las expectativas en su centro –y a la experiencia de la decepción ya no como clausura, sino como punto de partida hacia un espacio de osadía y libertad–. «No hay obra más extensa que aquella que uno no se atreve a empezar. Se convierte en una pesadilla», escribe Baudelaire en sus Diarios íntimos. ¿Pero qué ocurre con esas obras que uno no sólo se atreve a empezar, sino también a aferrarse a ellas, en una obstinación malsana y temeraria, por años y hasta décadas? ¿Devienen también ellas, fatalmente, una pesadilla? ¿O es que hay otra posibilidad para pensar en esas obras que dilatamos en el tiempo sin destinación aparente?

V

Las estéticas que bosqueja Pessoa me llevan a pensar el desaliento –o la decepción– en tres niveles interconectados. Etimológicamente, el vocablo «decepción» proviene del latín decipere: burlar, engañar, defraudar las esperanzas. La expresión latina diem decipere se traduce como «entretener el tiempo»; decipere custodiam, como «escapar de la vigilancia». Me interesa aún más la acepción que lo asocia al extraviarse, a perder el rumbo (via decipi). Primera decepción, entonces: las que se dilatan en el tiempo, sin solución de continuidad, son novelas que, en algún punto, se extravían. Novelas que pierden el rumbo a mitad de camino. Es precisamente ese extravío –pérdida de un norte– el que, en el plano literario, las hace defraudar las expectativas del género y, por cierto, del lector. Son novelas que, para leerlas, nos exigen imaginar un enfoque paralelo al de Jauss, Iser y compañía. Imaginar una teoría de la decepción. Porque éstas, si son novelas, no lo parecen. Y si las llamamos así –novelas– a menudo no es más que por descarte, a falta de que aún alcancen su definición mejor. Hay una tercera instancia, ineludible, de esta frustración de las expectativas. Me refiero a las que ocurren en el medio literario y editorial. Porque si hay alguien a quien hacen profundamente infeliz estas obras de dimensiones grotescas, renuentes además a todo plazo, es al editor. Pero también porque aquellos que osan escaparse de la vigilancia editorial jamás salen indemnes. Pierden, digamos, algo más que el rumbo en el camino.

VI

Consideremos cuatro casos, dos de cada lado del Atlántico. El más cercano, para nosotros, es el de Juan Emar. En rigor, Álvaro Yáñez Bianchi —su verdadero nombre— decepcionaba aun antes de adoptar el seudónimo. Único hijo varón del eminente abogado, político y empresario Eliodoro Yáñez, de muy joven eligió ser pintor antes que perpetuar la dinastía. Sus largas estadías en París, donde vivió con holgura, le permitieron conocer de primera mano las grandes tendencias del vanguardismo. De ello dan cuenta las Notas de Arte que publica en el diario La Nación, propiedad de su padre, en las que comienza a fraguar la decepción como su gran obra: en ellas se dedica a fustigar a los escasos críticos de arte y literatura en Chile. Éstos, escribe en una nota de 1924, «lograrán ser útiles cuando se dediquen a inculcar en artistas y alumnos el valor de romper y arrasar con todo». En 1935, de regreso en su país, decide publicar a cuenta de autor tres libros simultáneamente. Las novelas Un año, Ayer y Miltín 1934 componen quizá el más espléndido fracaso editorial en la historia de las letras nacionales, al que agregaría, sin mejor suerte, sus relatos reunidos en Diez (1937). «Primero decepcionar(se), después escribir»: tal podría ser la consigna de su plan maestro, porque fue solo tras estos desengaños que Emar, ya cerca de la cincuentena, se entregaría a una escritura desligada de todo horizonte de publicación. «Soy un escritor y como tal me realizaré», habría escrito en sus diarios por esas fechas. Con ese propósito, desde 1940 hasta su muerte en 1964, Emar se recluye en fundos familiares para trabajar exclusivamente en Umbral, «novela» en cinco volúmenes –o «pilares»– y más de 5 mil páginas cuyo proceso de escritura, como era de esperarse, no estuvo exento de extravíos y desilusiones. En el Tercer Pilar, la rigurosa estructura biográfica en la que Umbral se cimentaba inicialmente, se desploma. «La totalidad de lo leído me ha dejado una sensación como la del día de hoy, es decir, gris, terriblemente gris», leemos en la página 1570. «Llegué a preguntarme para qué yo escribía, qué objetivo pueden tener tantas y tantas páginas sin cohesión, sin unidad». Para algunos, Emar logra sortear el fracaso de esta empresa mediante la sustitución, a mitad de camino, del proyecto biográfico por otro centrado en la invención de un mundo. Es en esta desmesurada aspiración a la obra total que Umbral distorsiona cualquier categoría genérica, además de condenarse a una circulación cuasi-fantasmagórica. Sus únicas ediciones han debido conformarse con la parcialidad o una versión íntegra de escaso tiraje que la ha confinado a unas cuantas bibliotecas institucionales. Pero no son sólo sus monstruosas dimensiones las que defraudan las esperanzas del medio editorial. También lo hace su extensión en el tiempo. El despilfarro de esas décadas (así, en plural) consagradas a un solo proyecto no es algo ante lo cual el medio haga la vista gorda. El desprecio por la publicación tiene un costo que Emar estuvo dispuesto a pagar: se hizo un fantasma.

VII

A altas horas de una noche a fines de los años 20, Juan Emar y Leopoldo Marechal conversan en un bar de Montparnasse. La escena no es irrisoria: Marechal, joven poeta martinfierrista, tiene largas estadías en París durante esa década. Fue en esa ciudad, en 1929 –aunque la concibe tres años antes—, donde comienza a escribir su Adán Buenosayres, novela que solo publicaría en 1948 tras hondas crisis espirituales, ingresos en la vida política y variables períodos de abandono y reescritura del proyecto. Fue la muerte de su mujer en 1947 la que lo impulsa a terminar su obra: «Retomé mi cien veces postergado Adán Buenosayres, lo rehíce todo y le di fin». Pero su adhesión al peronismo, junto con cargos públicos, le reporta el rechazo de sus pares. «Salvo algún brulote sin gracia», dice Marechal, «una consigna de silencio pareció gravitar sobre mi novela» —ese brulote, por cierto, lo escribe González Lanuza, ex-camarada martinfierrista. La caída de Perón termina de empujarlo a un exilio interno —un robinsonismo, lo llama él— en su casa del Once, en Buenos Aires, del que saldría recién en 1965 con la exitosa publicación de El banquete de Severo Arcángelo, su segunda novela. Aunque el caso de Marechal tiene un desenlace muy distinto al de su par chileno —el proceloso caudal del boom, junto al encomio de Cortázar, rescataría su obra de la desaparición—, los largos años invertidos en su epopeya moderna nos recuerdan el alto costo de la demora. Dos décadas no pasan en vano: el escritor y el mundo que lo rodea ya no son los mismos que al momento de embarcarse en la odisea.

VIII

Gestas lentas, epopeyas de la dilación: los tiempos de estas aventuras no son los de cualquier otro proyecto. Sus imbricadas cronologías —llenas de postergaciones, decepciones y espacios vacíos— abren sus procesos de escritura y recepción a una deriva que defrauda las expectativas del sistema literario. «Experiencia con el tiempo: dieciocho días, dieciocho meses, dieciocho siglos» leemos en ese maravilloso «Cuaderno de notas», donde Marguerite Yourcenar describe los pormenores del cuarto de siglo que le tomó la escritura de Memorias de Adriano, su obra maestra. Aunque ya en 1929, a muy temprana edad, Yourcenar había redactado una primera versión de la novela sobre la vida del emperador romano, pronto descarta el resultado. «Todos esos manuscritos fueron destruidos y merecieron serlo». De su íntegra reescritura en 1934 una sola frase subsiste en la versión final – «Empiezo a percibir el perfil de mi muerte»–, pero encuentra el punto de vista. El hallazgo, no obstante, se revela insuficiente. Abandona la novela en 1939 para retomarla sólo nueve años más tarde, periodo durante el que la inconclusión le parece inevitable. «A veces volvía sobre él, pero siempre con sumo desaliento», señala sobre el manuscrito, «casi con indiferencia, como si se hubiera tratado de algo imposible». Las notas que acompañan Memorias de Adriano componen así un apasionante elogio de la lentitud. Sus notas dan cuenta de la vitalidad de ese ir y venir entre abandono y entusiasmo, de un trabajo codo a codo con el desaliento sin el que, para su autora, la novela no habría llegado a ser la que finalmente, con éxito, se publicara en 1951. No es sólo que en un comienzo fuese «demasiado joven» para emprender el retrato de un hombre «que casi llegó a la sabiduría». Esa demora, también, es la que le permite sintonizar cambios que serían imperceptibles en un proyecto de corto plazo, vibraciones que sólo se dan en corrientes más profundas del tiempo, y de los que la novela no deja de beneficiarse: «Todo lo que el mundo y yo habíamos atravesado entre tanto, enriquecía esas crónicas con la experiencia de un tiempo convulso». Después de todo, la gran obra de un emperador no es sino su imperio –una obra que, como muestra la novela, para Adriano fue a la vez su vida entera.

IX

Otro cuarto de siglo le tomó al siciliano Stefano D’Arrigo completar Horcynus Orca, prodigio de más de 1200 páginas que comienza a escribir en 1956. Al cabo de algunos años los rumores de una novela genial, de filiación homérica y melvilleana, llevan a Italo Calvino a publicar un fragmento en su revista Il Menabò. Tras recibir el premio de la Fondation Cino Del Duca, en 1959, a D’Arrigo le llueven las ofertas. Firma finalmente un contrato con Arnoldo Mondadori quien, dice la leyenda, se arrodilla ante él en su pequeño departamento de Monte Sacro, en Roma. D’Arrigo promete al célebre editor revisar las pruebas en quince días, pero lo hace esperar por años. Pese a eso, Mondadori lo tendrá entre sus autores favoritos, al punto de exclamar: «Comencé mi vida con D’Annunzio, la terminaré con D’Arrigo». Entre tanto, con el apoyo económico de Mondadori, el siciliano escribe y reescribe páginas que llena de una lengua nueva, barroca, compuesta de jergas de pescadores de Messina, dialectos del Mezzogiorno y un sinfín de acrónimos y neologismos, para luego colgarlas sobre su cabeza en tendederos de ropa que cruzan su departamento de lado a lado. Cuando Horcynus Orca se publica quince años más tarde, en 1975, el libro (¡cómo no!) decepciona. «Era una novela diferente de la que el público italiano y los editores extranjeros habían esperado por años», recuerda su traductor al alemán, única lengua, además del francés, a la que se ha traducido la obra. Piero Citati la considera un «libro magnífico, arruinado por la incontinencia de su autor»; Paolo Milano, «una obra maestra que no existe». A Mondadori, sin embargo, poco le importaría ese fracaso. Para entonces, yacía en la tumba familiar del Cimitero di Milano.

X

En Bluets, Maggie Nelson menciona un axioma budista según el que la iluminación sería «la máxima decepción». Al enfrentarse estos autores una y otra vez al desaliento de una obra que rehúye del final, ¿no han hecho de esas sucesivas decepciones su propia manera de alcanzar la iluminación? Quizá la postergación, voluntaria o no, de un final, sea una manera de hacer posible un intermedio, un reino entre paréntesis donde escribir en libertad. Pero ¿qué está en realidad postergando quien posterga un final y, de paso, la publicación? ¿Lo hacemos, sencillamente, para mantenernos a resguardo de un miedo atávico al fracaso, al derrumbe de todo aquello por lo que nos hemos definido desde que presionamos la primera tecla? La demora, la obstinación en una obra que se expande sin pautas ni limitaciones, me parece, no responde únicamente a la pasividad. Lo que se pospone, a fin de cuentas, no es en sí mismo el acto de escribir, sino el hacerlo en condiciones que, sospechamos, encaminarían a la creación de obras insatisfactorias. Ese es el verdadero Paraíso de las Obras Inconclusas: una postergación que equivale a imaginar nuevas reglas del juego. O un nuevo juego, más bien, sin vencedores ni vencidos, que en alguna medida consista en inventar y reinventar las reglas a medida que el juego avanza hacia ninguna parte. La utopía de una partida infinita en la que, a costa de constantes decepciones, cada jugador alcanza su iluminación.

 

Una primera versión de este ensayo fue publicada en la revista Palabra pública, nº 31 (mayo-junio, 2024).