POR CYNTHIA RIMSKY

Cada vez que me da por escribir de un libro que despierta mi curiosidad, me enfrento a la duda de si estaré leyendo bien. Tengo la sensación culposa de que leo poco e imagino demasiado. Tal vez todos leemos así y nos lo guardamos; millones de novelas lanzadas al mercado como una droga legal para poner a los lectores a imaginar, creyendo que leen. Confieso que de chica era voraz, me atragantaba de libros: cuatro por quincena era el límite que ponía la biblioteca, cuatro llevaba. Me ponía ansiosa la continuación de la historia, leer era una forma de preguntarme qué iba a pasar después. Me saltaba descripciones, el paisaje del norte de Inglaterra, la pensión en el balneario fuera de temporada, la psicología de los personajes… lo único que me interesaba era seguir la trama.

Puede que los libros que escribo den la falsa impresión de que tengo una espertise en digresiones. Desde ya les advierto que mi ignorancia es tal que siempre escribí digresión y recién ahora me doy cuenta de que es digresión. Tendría que haber advertido que ese malentendido me iba a jugar una mala pasada. Anoche recibí un correo donde me devolvieron la versión 1 de este texto, que ustedes debieran estar leyendo en vez de esta. Los argumentos eran atendibles, convincentes. En buen chileno lo que mandé no tenía na´que ver con lo que me pidieron.

En un gesto extremadamente caballeroso y comprensivo me proponen probar otro formato. Tengo pocos días y aún no me decido. Me siento dividida entre mi parte conciliatoria y mi espíritu dubitativo que se pregunta si no estarán equivocados y la versión 1 sí trata sobre la digresión. Para comprobarlo tendría que reunir pruebas, probarlo. Mi espíritu se anima, en esta contienda apuesto por mí. Voy por la victoria.

En la época en la que comencé a escribir no existía la costumbre generalizada de los talleres o cursos, y a los escritores/escritoras los conocías solo por el nombre en la portada del libro. No tenía a quien preguntarle cómo se vuelve del cementerio donde iba casi a diario a enterrar los comienzos que resistían una continuación. Muchísimo después -publiqué por primera vez a los cuarenta años- tuve la sensación de que podía resultar y fue porque me di cuenta de que esa joven lectora que salteaba páginas enteras con descripciones, paisajes, psicologías, para seguir la trama, ¡también se saltaba las tramas de las cuatro novelas que leía cada quince días! Donde decía que la heroína escapaba de la casa familiar en la que era incomprendida (leía); donde decía que caminaba hacia el acantilado sola con la carta en el bolsillo (leía); donde decía que sacaba la carta del bolsillo… Dejaba la carta de la novela y leía la carta que iba a dejar en el velador de mi madre cuando huyera de esa casa y de esa familia para llevar una vida de novela.

¿Y si la falla está en que escribo como leo, perdiendo pedazos de trama, de descripciones, la psicología, las ideas? ¿Y leo como miro, borroso y distorsionado, con errores de foco? Cuanto tiempo y lecturas perdidas. A menos que… leer salteado sea tan legal como leer de corrido. Si en la escuela aceptaran otras formas de leer, por ejemplo, leer salteado, comprender salteado, pensar salteado, saltear pescados; entonces mi forma de leer, de comprender y de pensar sería norma universal y nadie podría decir que en mis textos no está visible la digresión. Está, pero mirado desde arriba; invisibilizado por el salto, pero existe, alega triunfal la versión 2.

Alan Pauls se refiere en Fallar otra vez —promocionado por la editorial como un ensayo a favor de la escritura imperfecta y la desobediencia narrativa como origen de la literatura— a una categoría de artistas con problemas «que tuvieron quizás una única gran lucidez, la clarividencia recatada y ambiciosa a la vez, y que de allí en más les serviría para el resto de sus vidas de artistas, de preguntarse si esos problemas no serían en realidad lo único que tenían. O, más que lo único, lo más propio, lo más precioso que tenían».

De ser así la digresión no sería un procedimiento «que genera un nuevo orden temporal que explora la suspensión textual para desplazar la trama narrativa en favor, justamente, de la narrativa, problematizando así la experiencia tanto escritural como lectora a partir de rasgos como la digresión, la incertidumbre, el hibridismo formal o la ausencia de linealidad», sino una condición física y mental de algunos escritoras y escritores que por desconocidos motivos tienen otras formas de leer. Pienso en todos y todas las que sufrieron rechazos; daltónicos, disléxicas, tartamudos, miopes, y muchos otres incapacitados de pensar en forma lineal o progresiva… las penurias económicas y existenciales que pasaron a causa de su falla; la sensación de fracaso, los suicidios, la ruina moral. Y no estamos hablando de un pasado remoto.

Hace unos meses llegó a mis manos un libro acerca de dos hermanos, los hermanos Rivera, dos poetas de Viña del Mar. Ximena muere en el 2013 con cincuenta y cuatro años, como una poeta de culto, cuatro libros de poesía y dos antologías reunidas. Diez años después su hermano, también escritor, con menos reconocimiento y obra, publica el libro 2 Poniente en ediciones Mundana.

El libro desconcierta desde la portada. Bajo el título, en lugar del nombre del autor, aparece el de la hermana, corrido hacia la derecha: a Ximena Rivera. Es raro encontrar una dedicatoria en la portada. A menos que esté como una bajada que agrega información al título. No encuentro esa información.

El texto al interior tampoco es claro. Tiene 28 entradas, algunas en prosa; poemas del hermano, un poema de la hermana, una fotografía en blanco y negro de Viña del Mar cortado por el estero, una elegía de Guillermo a la calle 2 Poniente que abarca desde las página 47 a la 61 y que cierra el libro… Empieza con lo que crees será una biografía de la hermana, a poco de leer se transforma en las memorias del hermano en Viña del Mar; se transforma en un libro de poemas inéditos de él; se transforma en una rendición de cuentas con su pasado y con la hermana y su enfermedad, en un pretexto para publicar una elegía post mortem

Reconozco que cuando leí el libro me dieron ganas de escribir sobre él para indagar más en su misterio. Cuando del dossier me pidieron un texto sobre la digresión pensé en matar dos pájaros de un tiro. 2 Poniente está plagado de digresiones. De hecho, si pongo sobre el libro los fundamentos teóricos de la digresión, calzan a la perfección. Me cuesta entender entonces que no la vieran en la versión 1. O el error está en la segunda parte de mi afirmación: escribir de un libro digresivo lleva necesariamente a escribir sobre la digresión. Ahora comprendo: no basta con que la digresión exista, hay que hacerla visible.

Como no lo pensé antes, si la digresión es -según la institución que la estudia en la universidad de B, con fondos de los países A y M, e investigadores diseminados por todo el mundo- una figura, como toda figura tiene su lado oculto que se resiste a ser visto ante una mirada superficial. En qué institución más importante y complicada se ha transformado una palabra de tres sílabas.

Hacer visible me lleva directo a Proust y a su búsqueda para extraer la verdad de unos árboles o de un campanario en Martinville. Proust introduce un matiz confuso en la existencia real de lo que no es visible. Parafraseándolo quedaría así: si bien lo que está oculto existe, no existe aún, y es tarea del escritor o escritora introducirlo en su campo visual. Es la mirada la que hospeda a lo no visible. «¿Buscar? No únicamente; crear», escribe en algún tomo de En busca del tiempo perdido.

Qué tarea más ardua me espera. No solo deberé hacer visible la digresión de 2 Poniente, también me corresponderá crearla. Por otra parte, es un alivio que un escritor de la talla de Proust avale la lectura imaginativa. Ya no me da tanta pena borrar pedazos completos de la versión 1, que ustedes debieran estar leyendo en vez de esta; por el contrario, me reconforta la posibilidad de crear una versión 2 con mi espíritu dubitativo y una 1.5 con mi parte conciliadora. La institución está en lo correcto, me faltó pensar la digresión. ¡Espléndido!

Pero. Siempre un pero. Si bien 2 Poniente cumple a cabalidad con los fundamentos de una obra digresiva, contemporánea y resistente, en su interior se tensa una hebra ligera, ingrávida, una fibrilla verdecita y delgada. Para una escritora contemporánea es como decir que en este libro hay un pecado. Si no pesquisé la trama en la versión 1 fue justamente porque se oculta bajo las digresiones. La trama es en realidad una indagación literaria que parte cuando el hermano se pregunta cuándo se torció el destino de los lectores Rivera.

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Esta fibrilla verdecita y delgada se hace presente en los cuatro momentos en los que se enfrentan a la lectura. El primero se sitúa en la casa de la infancia en la calle 2 Poniente. Viña del Mar está dividida por la calle 8 Norte; hacia 1 Norte vive la clase alta con sus chalets. De 8 Norte hacia 14 Norte, los que prestan servicios a los ricos las fábricas, bodegones, industrias textiles, un cine, tres iglesias, un matadero, un sanatorio, el Asilo de los Dolores. Busco en el mapa dónde queda la calle 2 Poniente que le el da título al libro. Tiene apenas dos cuadras, como si fuese un pasaje puesto allí para cruzar de una parte a otra de la ciudad. Es lo que hace Guillermo Rivera durante su infancia, va y viene entre ambos mundos. Una de esas visitas le dejará las primeras cicatrices en su lectura del mundo; Guillermo va con sus amigos -hijos o sobrinos de las lavanderas del pasaje- a dejar sábanas y ropa recién lavada a los chalets, entran por la puerta de servicio, dejan el bulto donde la sirvienta les indica y aceptan el trozo de pastel o bebida que les regalan. De vuelta a la parte de la ciudad en la que viven, con el estómago contento y quizás cuántas ideas alocadas en la cabeza, repara por primera vez en las condiciones de pobreza en la que viven sus amigos, en su condición de sobrevivientes, con el vapor elevándose como humo desde los tambores en los que las lavanderas hierven la ropa blanca.

Da la impresión de que la lectura del hermano, signada por la dualidad y el resentimiento del que abreva buena parte de la tradición literaria chilena, no le entrega la explicación que busca. Recurre entonces al recuerdo de un segundo momento de lectura que se extiende desde la adolescencia hasta los 20 años y en el cual aprenden a leer literariamente. Esto les produce un terremoto. No es extraño en un país como Chile. Trato de recordar si a esa edad la lectura tuvo el mismo efecto o, por el hecho de no haber libros en la casa de 2 Poniente y de convivir tan cerca de los desposeídos como de los «ciudadanos relevantes para el poder», los hermanos cargaban con una fragilidad de la que se aprovechó la literatura. Juzguen ustedes.

«Recibíamos el impacto como si se tratara de un trueno… impresionables…habíamos descubierto la figura del poeta y del escritor… en el centro de algo. Vitales, incisivos, crispados… nos amanecíamos conversando, fumando, leyendo. Llegábamos atrasados a todas partes… no nos importaba entender solo la mitad, creíamos que precisamente en esas partes ininteligibles podía haber un lenguaje distinto, una música que no habíamos escuchado antes … como esos lectores que cargan amuletos con inscripciones terribles o visionarias… fuimos acumulando escritos en unas carpetas azules, criticándonos, alentándonos, maldiciéndonos y forjando un halo de excepcionalidad entre los miembros de nuestra familia».

Los hermanos leen como si se estuvieran fugando al espacio exterior.

La falla los llevará directo a una colisión. Pienso en la falla geológica de San Ramón, que abarca cincuenta kilómetros y atraviesa seis comunas de Santiago. Allí se levanta además el único centro de energía nuclear que hay en Chile. Cada terremoto actualiza la posibilidad de que la falla se active. Los científicos alertan a los medios, a los gobiernos; resulta tan oneroso el traslado que los y las ciudadanas se acostumbraron a vivir sabiendo que en cualquier momento pueden volar por los aires. 

La entrada 23 comienza justamente con el temor que el hermano siente a que los caminos adultos los arrojen lejos de la literatura, que sería como arrojarlos fuera de la falla en la que viven, y explotar por los aires. Aunque sigan por un tiempo más a Rimbaud, a Hölderlin, Beckett, aunque salgan a la calle creyendo que tienen un destino y en ese destino podrán mirar y sentirse como poetas, el hermano comprende que para eso se requiere «de una voluntad que nosotros no poseíamos».

He leído muchas veces esta sensación de fracaso retrospectiva del hermano. Miente cuando incluye a la hermana en su renuncia. No se bien por qué. Ximena Rivera se convertirá en una excelente poeta, aunque no se siente reconocida más allá de los y las jóvenes que la leen y difunden, llegará a publicar cuatro buenos libros de poesía y dos antologías, una de ellas póstuma. En una entrevista que circula por Youtube, una animadora le hace las típicas preguntas y ella responde con otra sintaxis, otras asociaciones, otras capas de profundidad, en un lenguaje que parece nuevo. «Yo no veo muy claro las cosas, pero las pienso mucho. Veo detalles con profundidad… No veo el cuerpo completo de algo y creo que eso me ha hecho una relativamente buena poeta».

Lo que hace buena poeta a Ximena Rivera es una forma de leer que traspasa y evade los controles, las mediciones, la aprobación. La digresión se convierte en desvarío, el desvarío la hace poeta. Ves, me dice mi espíritu dubitativo, la institución pone la carreta delante de los bueyes.

La detonación del hermano va en el sentido opuesto al de Ximena e implicará una renuncia a la forma de leer fugada que ambos practicaron. También ocurre en una escena de lectura. Está en un cyber del centro de Viña del Mar, un local propio de los años noventa, con cabinas y máquinas viejas. Le llega un correo de que fue aceptado para un puesto en una maderera. Siente un escalofrío. El puesto le parece la confirmación de algo tremendamente erróneo y desalentador. A continuación escucha un grito y ve salir al gordo propietario con un bate a sacar a una jauría de perros que se coló en el local. El hermano describe el momento posterior. «Por un momento, las cosas volvieron a estar como antes, salvo por el hombre gordo que había empezado a llorar».

En la entrada 24 el hermano entra a la maderera. Era «la ausencia de destino, el grado cero del destino llegando antes de tiempo». Paralelamente, en la casa de 2 Poniente se instala la enfermedad. Ocurre de un verano a otro, la hermana empieza a cambiar. «No dormía y escuchaba voces. Adelgazó, se depiló las cejas y no podía dejar de caminar. Hablaba de Harar y del fantasma de Valeria que se paseaba de noche, sin abrir la noca, recorriendo la casa». A partir de ahí «los sentimientos más simples se van trastocando hasta quedarnos frente a la mesa sin decir nada».

En esa mesa el hermano escribirá un poema que nunca muestra. Somos sus primeros lectores y comienza así: «Mi hermana habla como Scardanelli».

Scardanelli es el nombre que se da Hölderlin en sus momentos de desvarío.

Faltan años para que el hermano termine 2 Poniente. En un momento de gran confusión, decide mostrarle lo que lleva escrito de 2 Poniente a su esposa, que es poeta y profesora de música, para que le dé una opinión. «Me dice que los personajes están fuera de sí». Leo varias veces esta frase. ¿Le dice que están fuera de sí porque leían literariamente y querían vivir lo que escribían? ¿Es todo lector alguien fuera de sí? ¿El hermano estuvo dentro de sí cuando decidió que no tenía la voluntad para mirar y sentir como un poeta? ¿O eso lo puso fuera de sí?

«Te diré que llegar aquí es difícil, hay una suerte de tiranía en el acceso. No sé cómo lo hice, las coordenadas cardinales y geográficas no las sé, pero sé el camino, cómo me conduje aquí. Llegas a este especie de avenida, y a la gente de este lugar le fluye algo por los ojos que no logro definir», escribe la hermana en su último libro, Casa de reposo, y continua: «Pero me pregunto: ¿qué ven cuando me ven?/ ¿Ven acaso el desequilibrio, este aplanamiento, estas ausencias, este hundimiento de la realidad?».

¿Es de ese hundimiento que la digresión tiene miedo? ¿Es por el temor a la falla que la digresión corre a refugiarse en la institución y la institución la convierte en un procedimiento evitando así que los lectores fallidos podamos volar por los aires?

En la última entrada del libro, todos en la familia han muerto, excepto el hermano y una prima. La casa de la infancia está a la venta. Guillermo decide volver al lugar donde la historia comenzó. Se siente como si entrara disfrazado, reconoce el diseño gastado de la alfombra, las aldabas, los bordes de las ventanas, los pomos de las puertas, imagina la mesa del comedor, las tazas blancas, la mantequillera… Llegado a este punto de la memoria, nos confiesa: «No sé qué sentir».

Y es ese estadio de puro presente lo que al fin nos conmueve.

Lo que aparece en el campo visual no es la digresión. Es la lectura digresiva, no la factura digresiva, lo que crea la digresión y, en su calidad de puro presente, incapaz de ser controlado, moldeado, medido. La digresión es un hermano que no puede leer su vida y la de su hermana con los modos homogéneos. «La solución, la única solución, escribe Pauls, es profundizar el problema, desplegarlo como un mapa».

Ayer le escribí a mi profesora de estiramiento para felicitarla porque en sus clases, lejos de dar instrucciones sobre la parte mecánica de los movimientos, describe el hueco que vas a sentir en el sacro al estirar el tobillo hacia abajo y los dedos hacia el cielo. Aunque no sientes ningún hueco, su voz es tan persuasiva que te convence de que sí está ocurriendo, y lo sientes. Espero, a falta de argumentos, haber sido persuasiva. En la entrevista de Youtube Ximena Rivera dice: «La belleza existe y es perturbadora porque puede necesitar que yo no exista para que ella se haga presente y es perturbador que uno no exista para que otro exista».