POR ANDRÉS FELIPE SOLANO

Al fin y al cabo mi madre era tan solo eso, una madre. Y aun así tenía la necesidad imperiosa de hablar sobre ella, como tantísimos otros, porque estoy convencido de que, tarde o temprano, todo aquel que escribe se mirará en el espejo materno

El tambor de guerra de su voz es lo primero que surge, luego aparece su cuerpo trozudo y por último la tiza con que anotaba sumas y restas en el tablero, perdida entre sus manos enormes, de jornalero. Nos sentíamos diferentes con él, envidiados. Era el único profesor varón de la primaria y estaba a cargo de nosotros, los de Segundo B. A su lado sentíamos que el camino a convertirnos en hombres era más corto. Tenía los ojos azules, precisó mi madre cuando me contó que a veces la llamaba por teléfono a la casa. Uno o dos timbrazos al mes, siempre en las noches, mientras mi padre veía las noticias. ¿Qué tal el trabajo, Gloria? Pues muy bien, mi jefe se fue de viaje, regresa la próxima semana. Y así pasaban diez, quince minutos hablando de todo, menos de mí, entre risas ocasionales o silencios largos. Sabía desviar la conversación cuando él quería conducirla por terrenos escarpados. Llevaba tantos años haciéndolo con otros, prácticamente toda la vida, que ya no le costaba mayor esfuerzo. De no ser por su confesión apenas hace unos días en un restaurante árabe, frente a un arroz con almendras y una limonada bajita de azúcar, jamás me habría acordado de aquel profesor. Pantalones apretados, camisas muy bien planchadas. Se deslizaba cortés por los pasillos, regalando sonrisas de colección a sus compañeras. Si no estoy mal, era el capitán del equipo de baloncesto de profesores. Cuando íbamos a la entrega del boletín de calificaciones con tu papá, era como si nada. Habían transcurrido casi cuarenta años de aquello. Amigos telefónicos, de ahí no pasó. ¿Y por qué no me lo dijiste antes, madre?, le reclamé, habría sido perfecto para el libro. Alzó los hombros, se llevó un gran bocado y empezó a masticar lentamente para no tener que hablar más, para dejar morir el tema ahí. En la mesa no se habla con la boca llena. El tenedor a la boca y no la boca al tenedor. Cuidadito con los codos sobre la mesa, eran frases que repetía cuando cenábamos en familia. Me pregunto cuántas de esas noches se habrá sentado en el comedor con todos después de charlar con Miguel. Así se llamaba mi profesor de matemáticas.

*

Como de un sombrero sin fondo, mi madre aún sigue sacando este tipo de pequeñas distorsiones en su vida para sacudirlas en mi cara, entre divertida e ingenua. Lo ha hecho desde que tengo memoria. Si sabías qué … así empieza casi siempre. Sus historias son tan disímiles de lo que es hoy, una señora jubilada con serios arranques hipocondríacos, que me cuesta creer que no son inventadas.

Debió suceder alrededor de los catorce años. En ese momento de transición, seguramente me di cuenta de que la mujer que me daba un abrazo antes de ir al colegio, había tenido una vida que no estaba en lo absoluto atada a mi existencia. Desde ese entonces quedó plantado en mi mente, sin saberlo, uno de los kōan que los maestros zen budistas usan para entrenar a sus discípulos en el ensanchamiento de la realidad. Por lo general es una pregunta que debe responderse tras una meditación constante, a veces de años o décadas. ¿Cuál era la cara de tus padres antes de que nacieras? Ese y no otro, era el kōan que me correspondía, como me ayudó a entenderlo un amigo muy cercano, que conoce bien de estos asuntos, después de que me oyera hablar en público del libro que escribí sobre mi madre.

A lo mejor aquel fue el deseo último, intuido mas no comprendido, que me llevó a ser escritor. El temor a que aquellas imperceptibles distorsiones o anomalías se perdieran para siempre, así como cuando quemamos un papel y vemos sus restos desaparecer frente a nosotros en el aire. Ese temor agudo y acerado a que la nada se las tragara debió ser mi principal motivación, quizás porque en esas escenas, aparentemente banales y sin interés para otros, yo veía cómo tomaban forma los cuarzos definitivos en la vida de cualquier latinoamericana de clase media educada en los años cincuenta, no solo en la de mi madre. Además de llamadas telefónicas a deshoras, en ese ir y venir suyo, es posible tocar las marcas rugosas que deja un país como Colombia (o Perú, o Brasil, o Guatemala): un padre muerto en un duelo entre conservadores y liberales en una plaza de pueblo en los años cincuenta; los destrozos de un carro bomba sobre su máquina de escribir de empleada pública a finales de los ochentas; o la urgencia por abandonar un país desguazado al promediar los noventas.

En todo caso, solo fue hasta mi séptimo libro que sentí en las coyunturas que ya no me era posible escurrirle más el bulto a estas historias.

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Ni botánica, ni alpinista, ni vendedora de empanadas, mi madre nunca abandonó a su familia para unirse a una guerrilla maoísta, no se fugó de ninguna cárcel, no se alcoholizó, no enloqueció después de su primer parto, no intentó suicidarse. Ni siquiera la cubre el aura virtuosa de una profesora de provincia, el ánimo derrochador de una cosmopolita excéntrica o la tristeza inefable de un ama de casa. Mi madre simplemente trabajó de joven unos meses en los laboratorios fotográficos de AGFA en Nueva York, luego como empleada de aduanas veinte años en Bogotá y, ya mayor, un par de años como ama de llaves en la mansión de una familia de judíos que resultaron ser los amos de la peletería de la costa Este de Estados Unidos. Yo no veía una posible novela ahí. O mejor, no ansiaba algo parecido. Nada más cansino que rellenar los años estériles con fortunas o reveses inventados, trucar el tedio por viajes no realizados o encuentros prohibidos, o coser anécdota tras anécdota con hilos de plata o plomo. Y sobre todo, no me atraía convertir una caída en un trauma. Por otro lado, mi madre no padece de ninguna enfermedad grave. No he tenido que enfrentar la pérdida de su memoria o que sus días sean una cama (los libros sobre madres enfermas o agonizantes son casi un género en sí mismo. Para la muestra dos obras de tiempos y proveniencias tan distantes: Mi madre (1975) de Yasushi Inoue y No he salido de mi noche (1997) de Annie Ernaux en los que se retratan los meandros del Alzheimer. A Ernaux, de hecho, no le bastó un libro sobre su madre. Diez años antes había publicado Una mujer).

Al fin y al cabo mi madre era tan solo eso, una madre. Y aun así tenía la necesidad imperiosa de hablar sobre ella, como tantísimos otros, porque estoy convencido de que, tarde o temprano, todo aquel que escribe se mirará en el espejo materno. No es un asunto nuevo, no es un rito de paso de estos tiempos, por más de que el mercado editorial lo haya empaquetado al vacío y lo ofrezca en las góndolas de los supermercados, al lado de los arroces identitarios y las naranjas racializadas; como escribir sobre la muerte, la guerra o el poder no son temas que surgieron con los teléfonos inteligentes. Y si no lo hace, si un escritor no menciona a su madre por ningún lado, creo que su silencio igualmente es una manera de referirse a ella.

A veces un par de líneas bastan. Si bien Jorge Luis Borges vivió casi toda la vida con su madre, no escribió directamente sobre ella –o por lo menos no en sus cuentos, ensayos o poemas más importantes-, pero le dedica nada menos que sus Obras Completas (1974): «A Leonor Acevedo de Borges. Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos».

Es inevitable que la madre aparezca en la página o proyecte su sombra sobre ella. Muy al final, como en Borges, o muy al principio –y libre de explicaciones edípicas manoseadas–, como le sucedió a Natalia Ginzburg con su ópera prima, El camino que va a la ciudad (1942): «Recordaba que cuando mi madre leía una novela demasiado larga y aburrida siempre decía: “¡Menudo rollo!”. Hasta ese momento nunca me había dado por pensar en mi madre cuando escribía. Y si lo había hecho, siempre me había parecido que no me habría importado mucho su opinión (…) Por primera vez sentí el deseo de escribir algo que le gustara a mi madre».

*

Madres que sobrevuelan voraces, acusadoras, posesivas, manipuladoras, violentas, tacañas, mártires. O todas en una, como la del poema de Raymond Carver:

Mi madre me ha llamado para desearme Feliz Navidad.

Y para decir que si la nevada continúa

intentará matarse. Quisiera decirle que

no estoy bien esta mañana, que por favor,

me dé un respiro. Quizás tendré que ir al psiquiatra de nuevo.

Ese que siempre me hace la más fértil de las preguntas:

“¿Pero… qué sientes realmente?”

En vez de eso, menciono que una de nuestras lámparas de techo

tiene una gotera. Mientras estoy hablando,

la nieve se derrite en el sofá. Le digo

que ahora que me cambié al cereal All-Bran

no necesitará preocuparse nunca más

de que me dé un cáncer

o de que su dinero se esté acabando.

Me oye. Luego me informa que está

a punto de abandonar este maldito lugar. Como sea.

La única vez que quiere verlo de nuevo, o a mí, es

desde su ataúd (…)

*

Con esta idea atravesada en la garganta como espina de bacalao, la de escribir acerca de mi madre, empecé a recolectar libros para tantear los caminos recorridos por otros. Así fue como encontré en una librería de segunda mano en Tel Aviv, una vieja edición de El libro de mi madre (1954) de Albert Cohen. Publicada por Santiago Rueda Editores-Buenos Aires, seguramente proporcionó consuelo a un hijo o una hija en un viaje trasatlántico de semanas o meses. A ese libro primordial se le fueron sumando algunos publicados varias décadas atrás, como La Lengua absuelta (1977) de Elías Canetti. O no hace mucho, como Entre ellos (2018) de Richard Ford, Apegos Feroces de Vivian Gornick (que no es precisamente una novedad, se imprimió por primera vez en 1987) o Canción de tumba de Julián Herbert (2011). En los dos últimos las madres salen despellejadas, aunque el enjuiciamiento palidece ante el fuego arrasador de El desbarrancadero (2001) de Fernando Vallejo, en el que a la madre se le apoda La Loca: «La Loca era más dañina que un sida. Sus infinitas manos de caos se extendían hasta los más perdidos rincones de la casa como el pulpo de Víctor Hugo en «Los Trabajadores del Mar». Era la encarnación viviente de las leyes de Murphy: todo en mi casa siempre podía salir mal porque para eso siempre estaba ahí ella, su incontrolable presencia. Así la mano incapaz de alargarse para apagar una lámpara metía solícita el pescado al congelador. Su mano era una pata (…) La Loca era el filo del cuchillo, el negror de lo negro, el ojo del huracán, la encarnación de DiosDiablo».

Con el tiempo, a las madres difuntas, viudas, crucificadas o prostitutas, se arremolinaron las madres asesinadas, las que rondan fantasmales por las cunetas del espíritu, como la de Mis rincones oscuros (1996) de James Ellroy: «Tu muerte define mi vida. Quiero encontrar el amor que nunca tuvimos y explicarlo en tu nombre. Quiero hacer públicos tus secretos. Quiero quemar la distancia entre nosotros. Quiero darte aliento», le dice Ellory a su madre enfermera, violada y estrangulada en 1958, cuando el escritor tenía diez años.

Casi todos los libros con que me fui encontrando tenían algo en común: se trataban de memorias ensayísticas. Y ya que no me apetecía en lo más mínimo novelar, y con esto quiero decir hacer uso de ningún A, B, C, D o 1+2-3=0, fue así como en un principio armé el mío. Eso sí, se me ocurrió construir un libro híbrido, en el que aparte de recomponer y comentar algunas de las historias salidas del sombrero de mago de mi madre, la idea fuese poner a hablar a todas esas otras madres ya escritas. En la mitad me descubrí tapiado por lado y lado. Me encontré con un armazón lleno de tabiques, de escaleras que conducían siempre al mismo lugar, un patio enyerbado donde una pregunta se repetía en bucle: ¿Por qué a alguien le interesaría leer sobre mi madre?

Los libros recogidos durante esos meses únicamente me sirvieron para aclarar que solo hay dos opciones cuando se escribe acerca de esto: hacerlo desde la vida o desde la muerte. Entonces me trepó por la espalda una pregunta aterradora, de ave carroñera: ¿debería esperar a que mi madre muriera para escribir sobre ella y reclamar de inmediato mi salvoconducto en la ventanilla indicada? Un huérfano adolorido es intocable.

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Tendría unos doce años. Mis padres habían ido un viernes a una obra de teatro en el café-concierto La Gata Caliente, recuerdo el nombre porque el aviso de neón se veía al costado de una glorieta bogotana: una gata con un blanco en la parte trasera, como los que se usan para practicar tiro. Llegaron las diez, las once y no regresaban. A la una de la mañana entró una llamada. La recibió mi abuela, que había ido a cuidar de mi hermano y de mí. De regreso a casa en el Renault 18 familiar, una moto se incrustó contra la puerta de mi madre a la salida de una estación de gasolina. El motociclista quedó a sus pies, pero no hubo ni un rastro de sangre. Apenas quedaron estupefactos viéndose a los ojos por varios segundos, comprobando el milagro. Por ese entonces ella estaba embarazada de mi hermana y un millón de vidriecitos quedaron regados como sal gruesa sobre su panza de cinco meses. Al otro día mi padre, todavía tembleque por lo que había sucedido, me pidió el favor de que aspirara el Renault 18. Hice lo mejor que pude, pasé la aspiradora varias veces, traté de que no quedaran rastros de esa noche, pero durante varios meses siguieron apareciendo cristales diminutos en el piso del carro. Cada uno de ellos me decía: podría estar muerta. También recuerdo el grado de excitación macabra al pensar que el lunes llegaría al colegio y les contaría a mis amigos que mi madre estuvo a punto de morir en un accidente.

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Peter Handke empezó a escribir sobre su madre siete días después de que se suicidara. Tituló su libro Desgracia impeorable (1972).

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Fue el bendito Sergio Pitol con su “Vindicación de la hipnosis”, un ensayo autobiográfico que hace parte de El arte de la fuga, quien vino a sacarme de las arenas movedizas a donde había caído y de las que pensaba para entonces que no podría salir sin hacer alguna trampa novelera

Una tarde cualquiera me dio por ojear de nuevo lo escrito por Albert Cohen y desde los primeros párrafos supe que regodearme en el dolor lacerante o la tristeza abismal sería traicionarla. Además, haría del libro de mi madre, uno insoportablemente grave, lo privaría del asombroso desenfado con el que le ha hecho frente a todo lo incómodo, desde profesores de matemáticas hasta hijos escritores.

Fue el bendito Sergio Pitol con su «Vindicación de la hipnosis», un ensayo autobiográfico que hace parte de El arte de la fuga, quien vino a sacarme de las arenas movedizas a donde había caído y de las que pensaba para entonces que no podría salir sin hacer alguna trampa novelera. Curiosamente no fue el fragmento final del texto, en el que habla de cómo súbitamente a través de la hipnosis, a la que había recurrido para curarse de su adicción al tabaco, recordó una escena de su infancia que lo taponó de tristeza y furia por décadas. Tenía lugar pocos días después de la muerte de su madre, ahogada en un río cuando tenía cinco años. Traer a la memoria el momento exacto en que estaba con su hermano en una terraza mientras se celebraban los funerales, le ayudó a recorrer el camino de vuelta del dolor. Pero dije que nada de esto tenía que ver con mi asunto. El trozo que me tiró el salvavidas definitivo está en la primera página: «Me sentía incapaz de describir de modo directo una acción cualquiera, por elemental que fuese. Dije que eso podían lograrlo otros narradores, lo que no implicaba que fuera yo más inepto que ellos. En mi caso, una exposición monda y desnuda, sin añadiduras, sin demoras, ni ecos ni tinieblas, disminuía de manera fatal la eficacia del relato, lo convertía en una mera anécdota, en una vulgaridad a fin de cuentas».

Yo tenía la anécdota, de eso estaba seguro. La anécdota ideal, platónica. La desenterré a partir de una frase que leí en una entrevista al cantante argentino Sandro acerca de sus decenas de miles de fanáticas: «¿Qué miran esas chicas? ¿Qué necesidades tienen? ¿Qué vacíos? Me intrigan». Con esas palabras en mente, mi deber entonces tan solo era dejarme guiar por la antorcha de Pitol.

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Mi madre había sido una de esas chicas. El 11 de abril de 1970 asistió a un concierto de Sandro de América en el Madison Square Garden. Tenía veinte años y vivía en una Nueva York cargada de estática. Sandro fue el primer cantante hispanoamericano en cantar en ese lugar consagratorio. La leyenda dice que también fue el primer espectáculo en la historia en ser transmitido en directo, vía satélite.

Dejé que la anécdota tomara innumerables formas, como una nube gorda y perezosa en lo alto del cielo, es decir, permití que la literatura y no el novelar a la tolondra, entrara con su fuerza ambigua y cargada de misterio, en medio de un mundo ansioso hasta el agotamiento por saber si aquello es verdad o es mentira. Encontré la respuesta al kōan.

El libro resultó de un motivo literario simple: un día en la vida de Gloria. Dieciocho horas en las que se cifran todos los demás días, los pasados y los venideros. Dieciocho horas en las que me propuse rescatar la música de las cosas perdidas, al decir del crítico italiano Pietro Citati, hablando de Scott Fitzgerald: «Para la mayoría de la gente, las cosas se pierden sin remedio. Pero para él, dejaban una música. Y lo esencial en un escritor es encontrar esa música de las cosas perdidas, no las cosas en sí mismas».