Diamela Eltit
Falla humana
Periférica
160 páginas
POR EVA COSCULLUELA

Cuando en 1970 Salvador Allende llegó al Gobierno de Chile, uno de los puntos fuertes de su programa era el referido a la vivienda, un derecho básico que no debía estar sujeta a la especulación del suelo ni a las leyes del mercado. Puso en marcha un proyecto de viviendas sociales para ciudadanos desfavorecidos con el que pretendía ofrecer una solución habitacional a las familias y evitar la segregación entre ricos y pobres y la creación de guetos; para ello, priorizó el arraigo al territorio en el que esas familias habían vivido y que la mayoría de las veces estaba cerca de sus puestos de trabajo, que solían ser empleos al servicio de familias pudientes, con lo que eso implicaba: muchas de estas viviendas estarían en medio de barrio ricos, inasumibles para estos ciudadanos de otro modo. De este proyecto surgió en 1972 la Villa San Luis, veintisiete edificios que alojaban a 1038 familias en la colonia de Las Condes, una de las más ricas y selectas de Santiago. Pero en 1973, tras el golpe de Pinochet, las viviendas sociales fueron desalojadas para entregárselas a familias de militares afines al régimen, a pesar de que sus ocupantes estaban pagando por la propiedad de las casas. No podían soportar que los pobres vivieran junto a los ricos; suponía, para ellos, un error inadmisible, una falla social, económica y, sobre todo, humana. Este desalojo se produjo de la manera más humillante posible: sacaron a la gente de sus casas de madrugada y los transportaron en camiones de basura a colonias marginales en el extrarradio de la ciudad.

Lo ocurrido en la Villa San Luis es el germen a partir del cual Diamela Eltit (Santiago de Chile, 1947) construye una novela sin espacio ni tiempo, que crece más allá de aquellos sucesos y traza el relato de las diecisiete noches previas al desalojo de una cuadra cualquiera de una ciudad cualquiera, con veinte viviendas sociales cuyos vecinos se reúnen para armar una estrategia que impida la expulsión de sus hogares.

Es una búha posada en la rama de un alto baobab quien cuenta la historia de estos vecinos, últimos habitantes de la cuadra, que temen la llegada de los camiones de la basura para su desalojo en medio de la noche. Cual Sherezade en Las mil y una noches, la búha —las búhas, pues son más de una, que se van sucediendo en este continuum temporal— cuenta cada noche una historia, escribe una nueva «página de vida», con el objetivo utópico de entretener a los conductores, ganar tiempo al tiempo y evitar lo inevitable: «Ya sé que los choferes de los camiones de basura se preparan para cumplir la orden de realizar la deportación nocturna de cada uno de los habitantes. Así lo ordenó el Directorio de la Compañía luego de determinar que los vecinos de la última cuadra ocupan un espacio (un tenue milimétrico indetectable fragmento de la tierra del mundo) que, aseguraron, arruina y anula la fortaleza de la totalidad del prestigio geográfico. La Compañía se precipitó a proyectar allí un edificio diseñado para realzar el lujo de sus socios. Dijeron que la falla de esos cuerpos era inadmisible». Cómo soportar en medio del lujo esos cuerpos castigados, enfermos, faltos de las condiciones más elementales para vivir.

Por las páginas que escribe la búha pasa la vida de estos vecinos: la vocera, portavoz de los habitantes de la cuadra ante la Compañía, que no sólo es la más joven, sino que parece ser también la única que tiene cierta elocuencia para defender sus intereses y, sobre todo, el empuje para hacerlo porque, aunque lo saben utópico, ellos mantienen la esperanza de detener su desalojo; Alicia, que tuvo una aventura con un ayudante de electricista que resultó trabajar para la Compañía y que «midió los pasos, denunció las conversaciones, grabó los suspiros», y provocó continuos cortes de luz para hacer el lugar invivible; las tres monjas de un convento situado al final de la cuadra, de las que el resto del vecindario sospecha, que deciden colgar los hábitos; también está Carmen, que «habita el pánico de la cuadra» y que habla con la ausencia de su gordo; o Eduardo, un joven con impulsos paranoides que proyecta en grandes conspiraciones de la Compañía…

Todos ellos habitan en precario: sus casas tienen los tejados estropeados, a punto del derrumbe; las paredes son tan finas que todos están al tanto de lo que se habla en el resto de casas… Pero por muy precarias que sean, son suyas y es lo único que poseen. En los cimientos de la pirámide de carencias que tienen los vecinos de la cuadra está la «falta de sal», que genera todo tipo de enfermedades y problemas. Nadie se atreve a completar la frase que repiten una y otra vez, a mencionar que se refieren, en realidad, a la falta de salario. En la cuadra faltan muchas otras cosas: faltan redes de apoyo, cuando estas redes eran mucho más poderosas precisamente entre quienes más necesitados estaban; falta intimidad, y las miserias de todos ellos quedan expuestas; faltan tiempo y energías para cualquier otra cosa que no sea la supervivencia más primaria: si se ponen todas las fuerzas en asegurar los tejados ante la amenaza de unas lluvias fuertes o en encontrar alguien que cuide de un familiar enfermo el tiempo que duran las reuniones vecinales, pocas quedarán para la protesta. Las andanzas de los ocupantes de las veinte casas muestran un retrato poderoso e incisivo de la violencia que genera la pobreza contra quienes la sufren y de una sociedad cada vez más individualista donde todo se mide con dinero y que expulsa a quien no lo tiene. Los vecinos de la cuadra son muy conscientes de ello: «Las ratas caen y también nosotros caemos como las ratas que somos para desaparecer de la cuadra, perdernos, sí, del espacio que la poderosa Compañía decretó que no, no nos merecíamos porque manchábamos el suelo hasta la destrucción, un suelo preciso que nunca debimos habitar, pues somos lo que somos, ¿cómo nos decían?, mujeres sueltas, borrachos, ladrones o ladronzuelos, morenos, flojos, y así nos retrataron, nos nombraron para señalarnos. Dijeron a viva voz que éramos los hijos malformados de los mil días. Los cuerpos malformados de las más de mil noches; eso nos gritan ahora sus voces atildadas mientras nos empujan al interior del camión de basura».

Para trazar este crudo retrato realista, Eltit se ayuda de la magia y de lo simbólico, muy presente desde la primera página con la elección de una búha —un animal que representa la sabiduría y, en derecho, la comprensión de la ley, y que además es la encarnación de una mujer— que preserva la memoria de lo colectivo, del vecindario, de la calle y de sus habitantes, y con ello guarda la memoria de tanta gente que no tiene nada más que su dignidad. En realidad, esta búha es una sucesión de ellas, pues hay una genealogía de mujeres que han transmutado en ese animal vigilante y sabio. En el transcurso de la novela, la autora nos presenta a una búha futura, la hija de una de las mujeres desahuciadas esa aciaga noche, que está marcada por la tristeza de su madre, por la furia y la violencia que guarda dentro tantos años después y que todavía siente al contárselo a su hija.

A este libro no se puede entrar de cualquier manera: cada frase se mastica, exige atención plena en cada línea para no perderse en una historia que salta en el tiempo adelante y atrás, que contiene muchas referencias veladas y que resulta en algunos momentos un tanto críptica. Una lectura desprovista del trasfondo histórico y del vínculo de la narración con los hechos sucedidos en los años 70 permitirá que el lector disfrute de una prosa punzante que vibra y que arrastra, y de un retrato muy poco favorecedor de una sociedad deshumanizada y gobernada por el capital y las nuevas tecnologías —que no es poco—, pero no alcanzará la profundidad que adquiere cuando se tienen ciertas coordenadas de la historia real que anclan el tono onírico y sirven de marco para esta ficción.

Emparentada de algún modo con otras obras de Eltit —quizás la más evidente sea Fuerzas especiales—, Falla humana da la voz a los desheredados, los desposeídos, los invisibles para una sociedad que ha perdido sus valores, que mastica y engulle a quienes se quedan en los márgenes. En el lugar donde estaba la Villa San Luis queda el esqueleto de uno de los bloques, abandonado hace años, y hay hoy un memorial que rinde homenaje a quienes fueron despojados de sus casas y de su vida, pero, sobre todo, fueron despojados de su dignidad en aquella noche vergonzosa. Inspirándose en ella, Diamela Eltit trae al siglo XXI aquella hermosa utopía que Salvador Allende intentó hacer realidad y que una dictadura que resuena amenazante en toda la novela se encargó de desmoronar.