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Simon Leys
Breviario de saberes inútiles. Ensayos
sobre sabiduría en China y literatura occidental
Traducción de José Manuel Álvarez-Flórez y
José Ramón Monreal
Acantilado, Barcelona, 2016
592 páginas, 36.00 €
POR JULIO SERRANO 

 

Ezra Pound decía que es extremadamente importante que se escriba, pero que quién lo haga es una cuestión indiferente. El sinólogo y escritor belga Simon Leys (Bruselas, 1935-Canberra, 2014) se llamaba en realidad Pierre Ryckmans, sólo que se sintió más cómodo enmascarado tras un seudónimo que significó para él una protección, como veremos, y un guiño al protagonista de la novela René Leys (1915), del poeta, novelista, arqueólogo, doctor naval y orientalista Victor Segalen. René Leys fue un ficticio profesor de chino que trazó puentes entre dos mundos, Oriente y Occidente. Simon Leys fue un crítico literario, novelista, amante de la navegación en velero, riguroso traductor de textos clásicos chinos y un agudo ensayista que merece ser revisitado.

Adoptar un seudónimo le otorgó la libertad de hablar alto y claro sobre asuntos delicados. Con la publicación de su obra Los trajes nuevos del emperador Mao (publicado en 1971 por la editorial parisina Champ Libre y en español en 1976 por Tusquets) se convirtió en uno de los primeros intelectuales europeos en denunciar la barbarie de la Revolución cultural con la que Mao Zedong azotó China a mediados de los años sesenta. Ya nadie pone en duda que el comunismo maoísta fue un régimen genocida, pero no puede dejar de asombrarnos la bendición de la que gozó por parte de la intelectualidad en Occidente. Por cinismo, desinformación, ciego idealismo tal vez o por cobardía, la denuncia de Leys a comienzos de los años setenta supuso una agria revelación que pocos tuvieron intención de considerar. Situarse a contracorriente tiene sus ventajas, aunque, normalmente, no a corto plazo. Quizá sea por eso que, con seudónimo o sin él, nos resulta, a una gran mayoría, un completo desconocido y que, al leerlo, supone una revelación. Tras la agresividad inicial con la que fueron sus obras recibidas, pasó con rapidez a un segundo plano polvoriento y amnésico. El ser católico y liberal le añadió un barniz poco sugerente y pronto fue simplificado con unas etiquetas que le ciñeron un traje demasiado estrecho o, más bien, que le colocaron un traje que no le corresponde.

Un año después de la muerte de Franco, Tusquets editaba en España Los trajes nuevos del emperador. Ignoro si es mucho pedir que hubiésemos digerido bien en ese momento de nuestra historia una obra como ésta. Antonio Muñoz Molina, en un artículo periodístico recientemente publicado, se lamentaba de no haber leído en su juventud a Leys, pues señala que le habría sido de gran utilidad, ya que lo considera «uno de los espíritus de verdad libres del siglo pasado, de la estirpe de Orwell, de Camus, de Cioran, de Miłosz». No sabemos qué lectura habríamos hecho del libro en aquel momento, si lo habríamos ninguneado por reaccionario. La autoridad que nos da la confirmación de la historia, el que podamos asegurar que Leys tenía razón, es una «lucidez inútil por retrospectiva», afirma Muñoz Molina. Cuando le decían a Leys que había tenido razón desde el principio con respecto a la china comunista, invitaba a no engañarnos: «Los hechos que he estado describiendo durante estos últimos veinte años […] eran del dominio público». Es cierto que, a diferencia de muchos intelectuales europeos —como Roland Barthes y su grupo de amigos de la revista Tel Quel, cuya visita a China en 1974 evidenció una anestesiada capacidad de indignación—, Leys hablaba chino a la perfección, leía la prensa china y vivía a finales de la década de los sesenta en Hong Kong. No obstante, no tuvo acceso a una realidad sumamente intrincada e invisible. Estaba al alcance de cualquier mirada que no se esforzase por protegerse de la verdad, por ingrata y desagradable que ésta fuera. Atento siempre a los silencios —su ensayo «El arte de interpretar inscripciones inexistentes escritas con tinta invisible en una página en blanco» es buena muestra de ello—, de Barthes nos dice que, «en lo que calla, pone de manifiesto una indecencia extraordinaria». Con respecto a las Analectas de Confucio (que tradujo), pone el acento en lo que no se dice, «lo cual es un recurso característico de la mentalidad china», como ya hiciera por otra parte Elias Canetti en el ensayo que escribió sobre el pensador chino.

Podemos aplicar a Leys una frase del calígrafo Liu Xizai, citada por el autor, en la que decía que, «en caligrafía, lo difícil es no complacer. El deseo de complacer hace la escritura trillada, y su ausencia la vuelve inocente y veraz». Esa autenticidad impregna la obra de Leys. Baste para ello el libro que hoy nos ocupa, Breviario de saberes inútiles. Ensayos sobre sabiduría en China y literatura occidental, en el que podemos ver una muestra del crítico literario sumamente chispeante e ingenioso que fue, del sinólogo que analiza aspectos de la realidad cultural china, del agudo observador de su tiempo y del lector de temas vinculados con el mar y la navegación, de donde podemos extraer algunas buenas recomendaciones.

Cuando uno lee las palabras «saberes inútiles» en un título funciona como un imán: ya sabemos que hay trampa. Para un amante de los reversos, la inutilidad puede ser un don. Nos cuenta Leys dónde se hizo doctor en este talento de lo inservible: acudió a la Escuela de la Inutilidad, que no era sino una chabola en una empobrecida zona de refugiados de Hong Kong donde, durante dos años, convivió con un calígrafo, dos estudiantes de posgrado, un filólogo y un historiador. El calígrafo había colgado un bello letrero a la entrada que ponía Wu Yong Tang, «Escuela de la Inutilidad». Esos años intensos y autodidactas hicieron nacer el germen de una actitud vital en la que «aprender y vivir eran lo mismo». De esa fuente beben estos ensayos sobre literatura, sobre China y sobre el mar, tres de sus pasiones. Sus denuncias maoístas no le facilitaron la vida un ápice, por lo que podemos reconocer cierta inutilidad práctica en el asunto de ver lo que uno tiene delante de las narices.

La famosa afirmación inicial de Tristes trópicos, «Odio los viajes y a los exploradores», del antropólogo Lévi-Strauss, es una paradoja que hace más interesante cualquier afición, la dota de autocrítica y señala un camino: el que no queremos transitar. El Leys ensayista desdeñaba la crítica literaria académica. Su ensayo acerca del Quijote no es el propio de un experto, cierto, pero es fresco y ocurrente en un tema en el que resultaría muy fácil que lo dicho fueran ecos de ecos de otros estudios. Lo que le incordia del academicismo es la percepción de «que en realidad a estos críticos no les gusta la literatura; no disfrutan leyendo». Leys es un escritor que recurre abundantemente a las citas, no por pedantería, sino porque convive con los personajes de sus autores frecuentados, y, sobre todo, tiene la prosa del que disfruta escribiendo. Se podría trazar un pequeño perfil por el tipo de citas que escoge y se podría ver cuánto hay de lector gozoso en ellas. Baste el ejemplo del inicio una obra de Chesterton, al que admiraba de manera intensa, que comienza así: «La especie humana a la que tantos lectores pertenecen…».

Lo puedo imaginar fácilmente persiguiendo una idea en estado de gozosa concentración, disfrutando al aportar un brillo malicioso a su ensayo o buscando juegos de ingenio que hicieran su texto seductor. Su crítica se saborea como un bocado apetitoso (no sé bien si para el erudito, que lo es como sinólogo, aunque no en literatura occidental), pero la precisión del experto es una excelencia que no siempre juega con la forma del texto, con la arquitectura de un ensayo en verdad creativo. Leys hace distinción entre los que saben y los que entienden. Por ejemplo, nos dice que «algunos sinólogos que saben mucho y entienden poco se han reído de las traducciones que Pound hizo del chino clásico». Si bien reconoce que Pound sabía poco chino y «que sus traducciones están llenas de errores absurdos», matiza que «las traducciones de Pound pueden ser filológicamente disparatadas, pero logran a menudo una estructura y un ritmo mucho más próximos al original chino que otros intentos mucho más eruditos». No desdeña el conocimiento, aunque tiene en más alta estima la intuición profunda.

Sus ensayos literarios son una suerte de perfiles o reflexiones en torno a un punto de partida singular. Destacan los de Balzac, Victor Hugo, André Gide, Simenon o Chesterton. En el ámbito chino, su introducción a Confucio amplía los tópicos incrustados en el conocimiento medio del personaje y su dura crítica disfrazada de elogio a Zhou Enlai, uno de los más destacados políticos del Partido Comunista Chino, tiene una construcción de espejo deformante esclarecedora tanto por lo que dice como por el cómo lo dice. Eso sí, no endiosa a nadie. Pueden ser sus maestros en muchos aspectos, pero a Leys le gusta, o más bien le divierte, ver las luces y las sombras. Y, normalmente, empieza por las sombras. De Balzac comienza diciendo que «[su] prosa […] está plagada de ocurrencias absurdas, metáforas heterogéneas, lugares comunes y diversas muestras de ingenuidad y mal gusto»; de Malraux tiene una opinión bastante nefasta, que puede resumirse en la sentencia «era esencialmente un farsante». También disfruta informándonos del duelo de estocadas entre unos escritores y otros, como las que propinó Henry James a Victor Hugo, o del sutil antisemitismo del voluble André Gide, o lanza duras críticas, ya en su ámbito, a algunos supuestos expertos en el mundo chino. Parece tener presente la frase de Montherlant, que él mismo señala, de que «todos los escritores son unos monstruos». Como un perfil de varias capas, ve lo execrable y lo excelso, lo que supone un ejercicio razonable, teniendo en cuenta que rara vez somos uno. Y, reconozcámoslo, como lectores, es bastante jugoso entregarnos a una lectura humana, demasiado humana, juguetonamente malévola con el descubrimiento de ciertos delitos y faltas. Su crítica literaria oscila como una balanza en la que, por una parte, analiza la patología de la creación literaria y, por otra, saborea la literatura como el más delicioso de los manjares a su alcance.

Ahora bien, ya que no todo es excelso, ni en los más grandes pensadores, rescatemos este juego del que disfrutaba Leys y aireemos una estupidez suya pescada en estos textos, vinculada, quizá, con lo más rancio de su catolicismo. Nos dice en su ensayo sobre André Gide en el que reflexiona con respecto a lo natural de la homosexualidad: «Es evidente que se pueden acreditar científicamente ejemplos de vacas homosexuales y de ballenas homosexuales o mariquitas homosexuales; al fin y al cabo, ¿no es la naturaleza el mayor espectáculo de monstruos del mundo?».

Señalar lo obtuso no debería empañar su figura. Pero esa visión del monstruo que nos subyace la podemos compartir también con él mismo. Al fin y a la postre, ¿no pertenece también a la estirpe de los escritores?