Ricardo Menéndez Salmón
Los muebles del mundo
Seix Barral
272 páginas
POR JAIME PRIEDE

Sidney Lumet decía que «estilo» es la palabra peor usada después de «amor», pero no encuentro otra forma de verificar lo que me sugiere la narrativa de Ricardo Menéndez Salmón que haciendo referencia al estilo. Si hay algo perceptible como principio abarcador en su narrativa es un alto concepto del estilo. Una novela suya es reconocible por ambición conceptual, elipsis y depuración verbal que eleva el lenguaje a una categoría artística difícilmente imitable. Hay en ello un proceso de elaboración arduo, pero no costoso, seguramente placentero. Se trata de una escritura elaborada que no se permite ningún descuido, alumbrada con la intensidad de un respeto honesto y entregado al arte de narrar.

Dispersos hasta ahora en ediciones difíciles de localizar, los cuentos que integran Los muebles del mundo tienen una nueva vida en la que se les reconoce la misma ambición, dominio de la elipsis y maestría en el tratamiento artístico del lenguaje que comentaba de sus novelas. Aunque a simple vista parezca una paradoja, esto ocurre porque no hay evolución en su narrativa, como tampoco la hay, por ejemplo, en la de Eloy Tizón. Se podría decir que son escritores inspirados, pero lo que son desde el inicio, desde su primer libro, no viene del aire que respiran sino de cómo lo respiran. Cada cuento incluido en Los muebles del mundo tiene una fecha al pie que lo remite a su primera publicación y que sitúa a buena parte de ellos en zona de aprendizaje, pero bien podría ser el libro escrito por RMS después de Horda (2021). Es difícil escribir mejor de lo que está escrito un relato como «Las noches de la condesa Bruni», por ejemplo, que data de 2006, o ser más certero en el tratamiento de un tema tan complejo como la doble identidad de lo que está hecho en «Los caballos azules», que data de 2003.

Los muebles del mundo es un engranaje meditado desde un título ajeno a cada uno de los relatos, pero sintonizado con la imagen de portada, el óleo sobre lienzo titulado Cluster por su autor, el pintor fotorrealista neozelandés Jeremy Geddes. La pintura muestra un conglomerado, como una pelota escolar hecha con papeles retorcidos, formada por hombres vestidos con idéntica camiseta y pantalón de pijama. La irónica cita de Foster Wallace que abre el conjunto termina de redondear la idea: «Estamos tan presentes que ya hemos perdido todo significado. Somos medioambientales. Los muebles del mundo». El libro adquiere un sentido pleno y unitario desde la portada. Si avanzamos, un eco lejano de Dante, una estructura tripartita, ordena los cuentos bajo tres palabras: «Lamentos», «Aleluyas» e «Iluminaciones», con siete cuentos en cada una de ellas.

El conjunto nos interpela desde perspectivas diversas en el tiempo y el espacio que los enmarca. Una comedia humana a base de fragmentos de vidas dispares que se complementan más allá del tiempo y la cartografía. Comedia en el sentido que le dio Dante al término por lo que tiene de viaje del alma humana y en el sentido que le dio Balzac de «retrato» exterior, a pie de calle, pero desde la perspectiva de un escritor europeo del siglo XXI que indaga en la identidad, el amor, la muerte, el poder del arte y las diferentes vidas que vivimos en el tramo de una sola mediante secuencias de vidas ajenas que transcurren en el Renacimiento italiano, la Rusia del XIX, la Alemania nazi, las dos Américas, el palacio bostoniano, el adosado, tu casa, la mía. En la apuesta van piezas maestras propiciadas por una imagen perturbadora que se intuye como desencadenante, los caballos que se hunden en el hielo hipnotizados por la música, el hombre en llamas que en silencio corre hacia la piscina, la pareja que se grita sin lenguaje, desde el amor más puro que nos remite al origen de lo humano, la amanecida de unos músicos de jazz en una playa, un vestido rojo extendido en la hierba, una mirada una noche en la Toscana. Los muebles del mundo es un homenaje al orador, al portador de la antorcha que nos reúne en torno al fuego.