José Daniel Moreno Serrallé
Un sol inocente
Renacimento, Sevilla, 2019
212 páginas, 11.90 €
POR MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ

 

 

Hay en la poesía de José Daniel Moreno Serrallé algunas particularidades que lo distinguen no sólo de su generación, acaso más ligera o insustancial, sino de la propia imagen que se desprende, en apariencia, de su poesía, y que vincula sus poemas, la figura misma del poeta, con esa tradición romántica que expele al poeta de la creación y lo sitúa, como el Cain de Byron, y antes el Lucifer de Milton, en una marginalidad que es también la marginalidad del médium, del maldito, de un ambicioso y maltrecho Prometeo. En Un sol inocente, editado por Renacimiento, se recoge una muestra importante de la poesía de Serrallé, ya conocida por tres libros anteriores: Salón de embajadores, Luna en la niebla y Aves nocturnas (sus Arcadias sevillanas son un excelente libro de prosa poética, aplicada a la elucidación de otros poetas), y a la cual vienen a añadirse diez poemas inéditos, cuyo tenor es el mismo, pero cuyo carácter sumario y elegíaco adquiere, ardida ya la braña de la juventud, un mayor relieve, más reposado y solemne.

Digo, pues, que la poesía de Serallé tributa con claridad a una estirpe robusta y escogida: Stevenson, Cernuda, Gil de Biedma, Brines, su maestro y amigo José María Álvarez. Pero también la oscura rigurosidad de Borges y aquellos padres tutelares del xix: Keats, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, a quienes el poeta pagará su óbolo, sin embargo, con la secreta intención de traicionarlos. En todos ellos encontramos cierta idea de la fugacidad, vinculada a la derrota, al fracaso civilizatorio de Babel y Nemrod; en todos ellos —pensemos en Stevenson, en Baudelaire, en la memoria ajardinada de Verlaine—, ha penetrado el deseo de un Edén cuya fisonomía, cuya posibilidad geográfica, quizá difieran. Cuando el poeta escribe, en los versos finales de Skerryvore: «pon rumbo a donde la claridad / sea nueva, grata la compañía, profunda / la noche: allí te esperan / como altos faros las páginas amadas. / Un día —y por ello también esto / es literatura— el tiempo derribará / tu cuerpo y borrará las páginas». Cuando el poeta, repito, concluye el poema, está señalando las tres vías principales de su poética. Una poética, insisto, heredera de aquel adanismo decimonono que ya había empezado, no obstante, en el xviii de Fragonard y Rousseau, y que llegará intacto a la generación del 27. Dichas vías, junto a la nostalgia de una Edad de Oro, serán la urgencia y la necesidad del viaje, prestigiada por Salgari, por Verne, por Robert Stevenson (aquel «Anywhere Out of the World» que Baudelare tomará de Poe, y ambos de Hood), así como una consecuencia necesaria de ello, y que ambos, Poe y Baudelaire, han rigorizado en sus obras: la invención de la urbe, la geografía de la modernidad como una expresión nocturna o diurna de la metrópoli. A ello debe añadirse, naturalmente, la literaturización de cuanto el poeta es y cuanto el poeta siente. Pero debe destacarse, en mayor modo, y aquí empieza la viva singularidad de Serrallé, el exorbitado vitalismo con que se construye su obra.

No estoy seguro de que esta expresión, «exorbitado vitalismo», sea la adecuada para describir la naturaleza última de una poesía que se quiere elegíaca —que es profunda y abrumadoramente elegíaca—, pero que, no obstante, ha declinado la posibilidad de ofrecerse, melancólicamente, en holocausto. Si el xix todo escogió, tanto para cantar la urgencia caudalosa e intrépida de las ciudades, como el corazón numinoso de la naturaleza, un tono melancólico que confiere al hombre, al poeta, una nobleza ajada —la nobleza del exiliado, del errante, del maldito—, en la poesía de Serrallé, sin desdecirse en absoluto de esta marginalidad del poeta, ha escogido el timbre de la voracidad y el picor de lo nuevo para inmiscuirse, no sabemos si vanamente, en la vida. Es decir, no se trata de seguir a un fray Antonio de Guevara, consejero del césar Carlos, cuando acomete su «menosprecio de corte y alabanza de aldea», y a cuyo adanismo hortícola, aún hoy, no le faltarían adeptos; y tampoco nos hallamos ante la elusiva búsqueda de un más allá que, en el desdichado caso de Conan Doyle, otro autor predilecto de Serrallé, se quiso datar con literal escrúpulo. El adanismo de Serrallé es, en este sentido, anómalo. Y lo es por dos cuestiones de inmediato visibles: tanto por la forma en que el poeta regresa a una idealidad difusa —la «Sendra» de su infancia— como por el lugar donde esa fantasmagoría se opera.

Véase, en este sentido, cómo termina su Todos los vientos el viento: «en lo más hondo de la tristeza os digo, / tienen que brillar unas cuantas / luces empujándonos / a ser felices. / Después de todo la felicidad / no parece tener otra esencia / que vivir».

Antes ha escrito, sin embargo, en Pasar la juventud envejeciendo (perdóneseme la profusión de citas): «Ah, vosotros, oídme, ángeles / de la memoria: en el vértice / de vuestro vuelo permanezca / aquella alegría siempre / presente, sus doradas / cenizas, el mejor de todos / nuestros desasimientos».

Queda clara, pues, la estrategia del poeta para volver, de algún modo, a una alegría pretérita. Esta estrategia es vivir, vivir atropelladamente y sin resuello, mientras el tiempo arde en nuestro pecho. No hay desplazamiento geográfico (el exotismo decimonono y su decantación oriental); no hay una ponderación del pasado («el Medievo enorme y delicado» de Verlaine; las golondrinas viajeras de Bécquer, que se llevaron, junto a la dicha, nuestros nombres). Tampoco hay un yo infantil, a quien se requiere inútilmente. Con mayor practicidad, el poeta ha establecido una forma concreta de adanismo: un adanismo, ya se ha señalado, cuya eficacia, cuya felicidad, «no parece tener otra esencia / que vivir». Una vida, por lo demás, que no habrá de desarrollarse en una lejanía propicia, vagamente virgiliana, sino en el ardiente callejero de la ciudad del poeta. También en el de otras muchas ciudades, Venecia, París, la Edimburgo de Stevenson y De Quincey, pero cuyo vínculo con este nuevo Adán posmoderno es el mismo: en Poe, en Baudelaire, el hombre de la modernidad habrá de encontrarse vertido ya en la multitud, hecho él mismo escalofrío, agotador y masa indistinta. Para este poeta impar que es José Daniel M. Serrallé, el hombre es hombre en tanto que recuperado, en tanto que reconstruido por las líneas de un ordenado laberinto. Y es Adán por cuanto se quiere hombre primero, retrepado a su nostalgia; pero es hijo de la infecta y gloriosa Babilonia, porque sólo viviendo en sus calles ha encontrado el poeta una forma, quizá la única, de convocar y duplicar, extraña hechicería, la silueta y el bulto de todos nuestros fantasmas.

Que esto sea una novedad no quiere decir, necesariamente, que tal innovación sea valiosa. Y, sin embargo, estas líneas van dedicadas a subrayar dicha valía, así como el extraño hallazgo de una imparidad gozosa y ambulante, cruzada, en ocasiones, por una alegre y educada ferocidad. Vale decir, por un violento y desgarrado entusiasmo. Proust, llevado de Freud, y ambos de Morelli y Ruskin, idearon esa extraña forma de reconstrucción, centelleante y «vana» (vana porque era un fragilísimo sortilegio aquello que la sustentaba), que pudiéramos llamar «impresionismo» literario, y que no era sino una refinada inducción, erigida desde un detalle significante, pero que servía para convocar, ya el tembloroso mundo de Guermantes, ya la Venecia del siglo xiii, extraída de los relieves de un capitel, ya la voluta oscura de nuestro subconsciente, que Freud representará, no por error, como una dura y anfractuosa arqueología. Nada hay en estos formidables esfuerzos que oculten la naturaleza elusiva de sus frutos. Nada hay, en suma, que niegue su carácter especulativo. Todos ellos, por lo demás, han rebajado el rango del hombre, como hijo último de la divinidad, como afligido médium de una naturaleza, cuyo mensaje, no obstante, ya no alcanzamos a entender. Comenzado el xx, esa misma derrota es la que nos presentan, a un tiempo, Perutz y Hofmannsthal. Este Serrallé de ahora, sin embargo, sabe ya que el único modo de convocar un esplendor antiguo, la felicidad juvenil, es reproduciendo, de algún modo, sus condiciones. Esto es, saliendo a buscar, como en un museo nocturno, la pieza y el resplandor soñados (recordemos la visita nocturna del Sire, armado con antorchas, y fingiéndose en una gruta romana, a la soberbia escultura del Laocoonte, rapiñada en las guerras napoleónicas).

Es aquí, pues, donde debemos reconocer, antes de que se agoten las presentes líneas —y antes de que se extinga la atribulada paciencia del lector—, que la poesía de Serrallé es una poesía de fuerte intelectualismo. Pero un intelectualismo, un ejercicio de minuciosa indagatoria, presentado con un gracioso gesto de cordialidad y desgana. Los versos de Serrallé son, por lo común, de periodo largo y enormemente matizados. Recuerdan, así, la compleja arboladura poética e intelectiva de Cernuda. Porque es el tiempo, su brillo y su reflujo, el modo mismo en que el hombre, en que el poeta, se despliega y opaca entre sus agujas, lo que aquí se resuelve. Qué cosa sea el tiempo, y qué forma de perdurabilidad adquiere, si la adquiere, y la belleza son acaso los temas principales de una poesía, repito, vivida a ultranza. El poeta Serrallé es poeta en tanto que vivo, en tanto que melancólicamente urgido por una luz y unos cuerpos. De sus poemas últimos, quizá se desprenda una mayor conformidad con la injuria del mundo y con la paradójica marcha de los días. Es, sin embargo, el áspero reobrar del tiempo, su arquitectura en hélice, la que se presenta otra vez ante el lector, de la mano del poeta: «Cerca y lejos, como si de repente / sintieras el cuerpo —hace tanto ido— / de la infancia, otra vez sobre las aguas / verdes y frías que llevan al castro […]». Destaquemos, en fin, que es también la amistad, como un vino alborotador y honesto, aquello que José Daniel M. Serrallé ha querido salvar en sus poemas. Poemas donde el amor, el dolor, la hermosura del mundo han encontrado un eco reposado, un lugar preeminente y como al trasluz, y donde el hombre es heredero del hombre, no su angustiada sombra. Poemas, por esto mismo, cuya solemne precisión remite a un orden mayor, a una nervadura secreta; bajo cuyo imperio, el escritor y la tropa ambulatoria y encendida que lo acompaña no acaban de imaginarse como extraños.