Federico Jeanmaire
La banda de los polacos
Anagrama
194 páginas
Ninguno de los personajes de La banda de los polacos nació en Polonia. La mayoría de los protagonistas, de hecho, ni siquiera sabría ubicar Polonia en el mapa. ¿Qué clase de polacos son estos, entonces? Pues de los que abundan en Argentina: personas muy rubias rodeadas de otras que no lo son. Durante las migraciones masivas de Europa a este país sudamericano, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, y a causa de curiosas metonimias culturales, todos esos rubios comenzaron a ser llamados polacos, del mismo modo que los sirios, libaneses y palestinos pasaron a ser turcos, los judíos fueron rusos y todos los españoles —sin importar su región de procedencia— se tornaron gallegos.
Los polacos de la nueva novela de Federico Jeanmaire viven en una villa, un barrio muy pobre, el equivalente argentino de las favelas o los barrios de chabolas. Lo que los reúne es, precisamente, su condición de polacos, de «rubios blanquitos», rasgo excepcional en lugares donde la gran mayoría de la población es morena. Los ha convocado una chica, la única del grupo, que «no era rubia como los demás polacos», sino «pelirroja y bien blanquita, la más blanquita de todos, hasta con pecas» (p. 13). No por sus rasgos físicos sino por su carácter, es ella quien asume el liderazgo de ese grupo de jóvenes que, al encontrarse, todavía no es una banda. «Para convertirnos en una banda —explica ella— tendríamos que tener algún motivo, alguna razón, algún deseo común, algo que robar o algo por lo que luchar» (p. 16).
Y encuentran ese motivo, ese deseo común que los convierte en una auténtica banda: un objetivo que desde las primeras páginas se intuye ligado de algún modo con el origen y el rasgo étnico que los asocia. Así empiezan una aventura que los lleva al terreno religioso y a vincularse con el cura del barrio y con el obispo («iban a ser conocidos en la villa como los Wojtyla», porque «aunque también amaban al papa argentino, amaban todavía un poco más al papa [polaco] ya muerto», p. 31), cuyo entramado el relato va dejando entrever muy poco a poco y sólo se revela hacia el final. Esta intriga es una de las virtudes de la novela, una de las causas de que sea difícil soltarla después de empezar a leer.
Otro de los grandes méritos de La banda de los polacos reside en narrar la pobreza cercana a la miseria y la situación de marginalidad en las que viven los personajes con un tono que en ningún momento se desvía hacia la estigmatización, el paternalismo o cualquier clase de pretendido realismo de denuncia, vicios en los que a menudo caen los relatos que se proponen retratar a estos grupos sociales. El estilo de Jeanmaire —ya inconfundible, desarrollado a través de una veintena de novelas— le permite al narrador utilizar muchos términos que en realidad son propios de sus personajes («careta», «perrita», «rescatarse», «cachivachear») sin que la naturalidad del discurso se resienta.
A propósito del narrador, hay que decir esta novela es, en un sentido, muy borgeana. Y de un modo bastante literal: la novela comienza con una frase que «el viejo Borges», «el propietario del kiosco más concurrido de la villa», le ha dicho a uno de los jóvenes del grupo: «Me tapé los ojos y vi una banda de polacos». Que no es otra cosa que el principio de una versión alternativa de Argumentum ornithologicum, el texto del otro Borges, Jorge Luis, cuya primera línea reza: «Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros». A lo largo de la novela, el kiosquero Borges no deja de anotar sus cosas en un cuadernito y desempeña el papel de oráculo para los jóvenes polacos. Y funciona también una suerte de demiurgo, un dios detrás del cual otro dios u otros dioses la trama empiezan.
La banda de los polacos se inserta en la tradición argentina del grupo de pibes que se complotan para llevar a cabo un plan secreto y en el borde, o por fuera, de la legalidad; una tradición en la cual El juguete rabioso, de Roberto Arlt, se erige como exponente mayor. Jeanmaire, uno de los autores más personales de la literatura argentina de las últimas décadas, sigue edificando una obra que además de sólida es prolífica: sus lectores —como en su momento les ocurría a los amantes de las películas de Woody Allen— esperan cada año su nuevo libro con ilusión.