Juan Marsé
Viaje al sur
Fotografías de Albert Ripoll Guspi
Edición e introducción de Andreu Jaume
Lumen, Barcelona, 2020
POR ANA RODRÍGUEZ FISCHER

 

Desde que las corrientes intelectuales de inspiración regeneracionista impregnaron el pensamiento y las letras españolas de finales del siglo xix, la literatura de viajes experimentó un cambio radical con respecto a las sendas o modelos anteriores. Lejos de los intereses que movían a los románticos, ya no será el pintoresquismo costumbrista, ni el exotismo, ni la herderiana volksgeist, ni la belleza artística o las huellas y el sueño del pasado lo que interesa a los escritores viajeros, sino la exploración del presente, a menudo articulada a través de crónicas y reportajes propiamente dichos que informan sobre cualquier acontecimiento o novedad de interés: la inauguración de un tramo ferroviario o la aparición de otros ingenios fruto del progreso técnico pero también las novedades y la moda en sus múltiples manifestaciones. Y cuando eligen explorar la realidad, lo hacen desde una mirada y una conciencia críticas, sin apenas detenerse en las grandes ciudades monumentales, sino recorriendo infatigablemente los caminos de España en busca de la intrahistoria y del pueblo, como lo hará por ejemplo Galdós, quien viajaba en tercera por España para entrar así en un mundo todavía nuevo, original y espontáneo, «por comunicar con el pueblo y por oírle hablar», según decía Luis Bello.

Traigo a colación esta referencia porque el Viaje por las escuelas de España, que en 1926 publicó Luis Bello, aparece a menudo mencionado por Juan Marsé en su Viaje al sur y fue sin duda uno de los escasos referentes del género que tuvo en cuenta el novelista barcelonés al escribir un libro del que, en el prólogo de 1963, nos advierte: «esta obra no es un ensayo socialagrario del sur, sino la nerviosa historia de un rápido viaje, de una ilusión cumplida a medias, y, sobre todo, de un intento de comprensión para con un paisaje y unos hombres» (p. 74).

No entraré aquí a detallar las peripecias que llevaron al feliz hallazgo final de un manuscrito que durante mucho tiempo se dio por perdido. Lo hace minuciosamente Andreu Jaume, que culminó una aventura emprendida antes por otros —incluida la propia agente literaria del escritor, Carmen Balcells— y responsable de esta edición que, además de las fotografías de Albert Ripoll Guspi —que también viajó con el autor y con Antonio Pérez—, contiene un apéndice con un buen puñado de cartas intercambiadas entre Juan Marsé y su editor José Martínez —uno de los directores de la recién fundada Ruedo Ibérico—, que tratan de los preliminares, las condiciones del viaje, la posterior elaboración del libro, el entusiasmo y la satisfacción que siente Marsé conforme avanza en la escritura —«Según mi parecer, la cosa está quedando formidable. También es la opinión de muchos» (p. 346); «es el mejor que he escrito hasta la fecha. En estos momentos lo tiene Carlos Barral, y está encantado» (p. 349)—, la entrega del manuscrito en persona y el desolador silencio que sigue hasta la comunicación final, en carta fechada a 11 de enero de 1965, y firmada por un tal A. González (no identificado por el editor Andreu Jaume), que concluye: «Sentimos muy sinceramente que su labor de autor no se vea coronada» (p. 355).

Aparte de las dificultades económicas que atravesaba la editorial según sus responsables, Andreu Jaume opina que el desconcertante silencio de José Martínez se explicaría «por la falta de compromiso político claro que la crónica de Marsé transmitía» (p. 50), o mejor dicho, la ausencia de partidismo maniqueo o de una visión sesgada, pues hay denuncias severas y críticas durísimas, dirigidas también contra la abulia o la sumisión de los oprimidos. Así, en la campiña jerezana señala el inmovilismo y apunta que «la mayoría de los hombres que están aquí son apolíticos por temperamento y, además, profundamente trabajados por la propaganda franquista» (p. 106). En Algeciras, «en las calles próximas al mercado hay hombres sentados en las aceras leyendo novelas del Oeste; otros haciendo nada, con las manos en los bolsillos, inmóviles, mirando cualquier cosa, una mancha sobre el asfalto, el tronco de un árbol…» (p. 236). Al editor tampoco le gustaba el título, que cambió y quedó registrado en la editorial como Andalucía, perdido amor, obra firmada por Manolo Reyes —nombre del personaje de Últimas tardes con Teresa, el Pijoaparte— pues Marsé era muy consciente de que le convenía publicar su libro amparándose en un seudónimo, según anuncia en carta del 15 de julio de 1963.

1962 fue un año clave, tanto en la historia de España como en la trayectoria del joven escritor. Como indica Andreu Jaume, recientemente «el Gobierno de la dictadura había promulgado el Plan de Estabilización Económica con el que se resignaba a acabar con la autarquía nacionalista que había regido durante la posguerra, abriéndose a los mercados, permitiendo la inversión extranjera y abonando el terreno para disparar el crecimiento en las dos décadas siguientes, gracias también a la emigración masiva de desempleados al norte de Europa y a la eclosión del turismo» (p. 16). En cuanto a Marsé, había publicado una primera novela —Encerrados con un solo juguete (1960)—, tenía acabada la segunda —Esta cara de la luna (1962)— y moldeaba ya Últimas tardes con Teresa, que presenta curiosas analogías con Viaje al sur.

El viaje, realizado en compañía de Antonio Pérez y del fotógrafo Albert Ripoll Guspi, dura un mes escaso, y los viajeros se desplazan básicamente en tren o en coches de línea. Arranca el 29 de septiembre de 1962 con una breve estancia en Sevilla —donde conocen al escritor Alfonso Grosso— y prosigue fundamentalmente por la provincia de Cádiz —Jerez de la Frontera, Sanlúcar de Barrameda, Rota, El Puerto de Santa María, Cádiz, Chiclana de la Frontera, Véjer de la Frontera, Barbate de Franco, Tarifa y Algeciras— y Málaga —Ronda, Marbella, Fuengirola, Torremolinos y Málaga—. Casi todas las entradas del libro, fechadas al modo de un diario, van enmarcadas con una selección de titulares o breves notas extraídas de la prensa nacional y local —ABC, Pueblo, Córdoba, Sevilla, Ayer, El Correo de Andalucía, España, Alcázar, Diario de Cádiz, Sur o La Tarde— que dan cuenta de la actualidad española y extranjera, y que al autor le parecía que «son formidable fuente de interés con vistas al libro» (p. 328). Así, la tragedia de las inundaciones del Vallés, la crisis de los misiles en Cuba, el Congreso Europeo de Múnich, «la conjura izquierdista contra España», etcétera. Acierta Jaume al indicar que Marsé «fue muy hábil a la hora de contrastar sus impresiones vivas de la realidad social andaluza con el relato oficial de la política nacional e internacional que se iba construyendo en los periódicos de la época, creando un juego de espejos políticamente desafiante y arriesgado» (p. 45). Pero además, este recurso es un rasgo clave porque contiene un código interpretativo al operar al modo en que poco después lo harán las citas que encabezan los capítulos de Últimas tardes con Teresa: como contrapunto que implica una voluntad de distancia, a menudo marcada por una nota sarcástica e incluso jocosa, como la del 17 de octubre: «Ocurre también una cosa que nadie debe olvidar: que Roma está en Italia (Pemán)», (p. 238). Basta fijarse en los contenidos de algunas —«Después de seis años, Puskas abraza a su madre» (15 de octubre de 1962)— o calibrar los códigos lingüísticos para advertir el abismo que media entre la retórica triunfalista de la crónica oficial y el relato de lo visto u observado y lo oído: «España no abandonará las provincias africanas a las apetencias de otros» (20 de octubre de 1962); «España no tiene interés por estos territorios; pero hay algo más fuerte que los intereses materiales: es la conciencia ante el cumplimiento de un deber».

El propósito de Juan Marsé es sin duda ofrecer una radiografía veraz y crítica de la realidad que recorre: esa parte de Andalucía en 1962. En este sentido su libro puede alinearse con otros títulos de aquella hora: Campos de Níjar (1960), de Juan Goytisolo; Caminando por las Hurdes (1960), de Armando López Salinas y Antonio Ferres; o Por el río abajo, viaje a lo largo del delta del Guadalquivir realizado también en 1960 por Alfonso Grosso y Armando López Salinas. Ahora bien, Marsé tiene una clara conciencia de que no repetirá un esquema ni pautará premisas ajenas, y así se lo aclara a su editor en carta del 24 de noviembre de 1962: «si todo sale como tengo pensado, tú podrás disponer de un libro de viajes algo sólido para empezar esta colección de que me hablaste, y a ver si sentamos precedente y se acaban de una vez los “recorridos sentimentales” de señoritos y el miserabilismo» (p. 336). Y también se lo expone al propio lector, en la entrada del 5 de octubre, en Rota: «Para nosotros, el problema no consiste tal vez en recorrer Andalucía con mentalidad de turistas ni de sociólogo. No somos ni una cosa ni otra. Con cierto aire de irrealidad, se desliza uno constantemente por calles nuevas, paisajes desconocidos, horizontes y gentes que uno había mitificado un poco, que había soñado mal y que, a medida que va alcanzando, despoja de misterio» (pp. 130-131).

Una firme voluntad de estilo se aprecia ya con rotundidad en este libro, y le lleva incluso a formular dudas y vacilaciones cuando estas se le presentan: «Nos hallamos en la médula del dulce escándalo. Torremolinos es la nota más aguda y estridente de ese largo y alucinante grito compuesto de miles de exquisitas voces que es la costa del Sol» (p. 284). Mas la estrategia expresiva apenas flaquea, firmemente anclada como lo está en la impresión visual y en el lenguaje. Y tampoco vacila Marsé a la hora de seleccionar y enfocar la materia que compondrá su libro: la vida real captada en el deambular callejero o también descubierta por azar. Todo tiene una cualidad dinámica y vivísima, en parte porque oímos hablar a muchos personajes, entre ellos a los guías y cicerones que se les ofrecen a los viajeros. Junto a esta polifonía que enriquece el relato, encontramos también la más genuina marca de la escritura de Juan Marsé: el predominio de las imágenes. Hay retratos agudísimos de personajes muy bien tallados, esbozos y siluetas de tipos representativos, estampas corales y múltiples escenas que se representan con la cercanía y la inmediatez de lo teatral, además de la pintura de atmósferas y ambientes. Personajes inolvidables son El Niño del Lunar, El Cojo, Ana María de Ronda o El Chato, que podría haber inspirado al Pijoaparte, como también lo harán los guapos mediterráneos de Marbella (y que el autor había visto antes en Sitges o en la misma Barcelona). La cita es extensa, pero creo que vale la pena: «En esta época del año empieza a vérsele solitario y pensativo, lleno de nostalgia, sentado en terrazas vacías invadidas ya por el viento, o colgado en la barra de bares de lujo […] y escuchando un disco de la sinfonola, una música que él conoce muy bien, que está cargada de recuerdos, de paseos nocturnos abrazado a una sueca, de diminutos locales donde hasta hace muy poco flotaba una favorable atmósfera de diversión y felicidad, de whisky, risas de nórdicas, de piel dorada, de amorosas y divertidísimas ancianas inglesas de frágiles hombros despellejados, una cotidiana náusea de ojos azules, de senos de fresa, de labios y muslos con sabor a mar y de espaldas de oro con un dulce olor a crema para la playa. // En todo eso debe de pensar ahora mientras pasea por la orilla del mar con las manos en los bolsillos y un palillo entre los dientes, mezclando un poco los sueños y la realidad según su costumbre…» (p. 269).

Tanto este como otros muchos personajes representan una forma de ser o de vivir: los chiquillos maleteros, los eruditos locales o ciertos poetas andaluces, señoritos y caciques o damas caritativas iguales a las ricatólicas que aparecen en La oscura historia de la prima Montse (1970). Además, por estas páginas transitan ciegos, putillas, gitanos, vagabundos, guardiaciviles, pescadores, turistas, vendedores ambulantes, niñas artistas que quieren ser Marisol, emigrantes potenciales, obreros o campesinos que, «bajo el sol pálido y rojizo de la tarde, regresan a Jerez en bicicleta, a lomos de burra o a pie, por caminos polvorientos. Hay grupos lentos y desmembrados de mujeres campesinas que tienen manos de hombre, de niños con cara de viejo, con una voz y una gravedad de viejo, de muchachas con pantalones de pana debajo de la falda —pantalones del marido o del hermano, con bragueta y todo, muy útiles en las faenas de recolecta del algodón—» (p. 117). Y como no podía ser menos, si consideramos el referente de Luis Bello, los niños están omnipresentes en este Viaje al sur, pues del mismo modo que se atiende al mundo del trabajo —sea en las fábricas, en los tajos, en los comercios y talleres, en el mar o en el campo—, se visitan escuelas y se enfoca el problema de la educación y se formula un alegato explícito: «Ángel García, cinco años, monaguillo de la iglesia de Nuestra Señora de la O, que no sabe todavía restar pero sí sumar, nos indica el camino de un castillo que no nos interesa en absoluto. Lo que nos interesa es su colegio, pero dice que hoy no tiene que ir» (p. 123); en Rota, «vagando como sonámbulos entre las mesas de las terrazas en torno a los americanos hay niños desarrapados que miran con odio, con ojos inyectados en sangre, con manos callosas y rostro de hombres acabados. No hacen nada, se pasean y miran, fijamente, durante largo rato, escupen, dan media vuelta, desaparecen y vuelven a aparecer» (p. 144).

Los espacios y escenarios son tan múltiples y diversos como los personajes que acogen y enmarcan: casinos y palacios, ferias y bodegas, playas, arrabales suburbanos y enclaves de barracas —El Perchel (Málaga), El Zapal (Barbate)—, tabernas, cabarés, pensiones, calles y plazas… Y quedan también fijados los modos de vida, los ritos y costumbres, el ocio y la mentalidad de las gentes.

Viaje al sur es un abigarrado y a la vez finísimo retablo de aquella Andalucía que Juan Marsé fijó con mirada de artista y una depurada voz que contiene tonos espléndidos: algunos poéticos, otros trágicos y, aunque en menor medida, también hay notas irónicas y sarcásticas, además del tono llano y natural con que recoge y plasma la prosa de la vida.