Andrés Sánchez Robayna
Por el gran mar
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2019
90 páginas, 11.00 €
Con su nueva entrega poética, Por el gran mar, Andrés Sánchez Robayna lleva otra vez a sus lectores a los confines y misterios pelágicos. Este poemario prolonga lo iniciado con El libro tras la duna (2002) por sus motivos, reminiscencias e inquietudes. Se trata de un libro breve, compuesto de treinta y cinco fragmentos sin título, que sólo tienen una numeración, lo que significa que forman un contínuum como las piezas de un mosaico que sirve de relato para una meditación con elevada ambición. Este poema largo condensa en un tejido luminoso y sensorial un pensamiento nutrido por la pérdida del ser querido y la voluntad de un «volver a empezar» que el poeta saca de sus retornos «al mar de la infancia» (12). Huelga decir que el mar, con su telón de fondo insular, cobra un valor simbólico con un protagonismo que sitúa al poeta canario en la estela de las reflexiones de Gaston Bachelard en El agua y los sueños. Nunca A. Sánchez Robayna se ha sometido a un realismo pictórico, pese a cultivar la sensorialidad que difunde la luz insular, poniendo en contraste los elementos naturales: viento, barranco, playa, palmera. Pues, aquel «gran mar», convocado y celebrado a través del libro se explicita como referente metafísico en el poema final como «el mar del que venimos y al que regresaremos» (85). Este mar pensado como una totalidad, que lo absorbe todo, es algo que fascina al poeta y alimenta su intranquilidad, pero no lo capta como la nada sino como el enigma impenetrable de la trascendencia, en un mundo en que Dios no existe (apenas unas alusiones a un «dios» desacralizado: 43, 63, 67, 71), o ha sido sustituido por la única ley que manda: el tiempo. Se acaba el libro con el sintagma aclarador: «el gran mar del tiempo» (85). Dicha frase echa una luz sobre lo que fue el destino del poeta: infancia (II), madurez y vida de pareja (XIV, XXIX, XXXI), vocación de poeta (XVI, XIX). Frente al tiempo, puede decirse que Robayna adopta una actitud estoica; sabe perfectamente el poeta que la busca del tiempo perdido es inútil; este tipo de sueños lleva tan sólo a la ensoñación, pero no permite rescatar las ocasiones perdidas.
La temporalidad que llama la atención del poeta es la en que lo finito nunca es definitivo; y esto supone la posibilidad, no de volver a encontrar todo lo que pudiera haber sido sino de no echar de menos las ocasiones perdidas ante el porvenir, y volver a caminar por la senda aventurera de la existencia. In fine, la meditación que Sánchez Robayna sustenta a partir de su experiencia no se pierde en los meandros de lo absurdo existencialista de Sartre, que define la esencia humana como un ser-para-la-muerte. Al contrario, Robayna se siente más atraído por el ser-para-la-vida de Levinas, empujado por una fenomenología del eros que lo lleva a contemplar las actitudes sensibles del hombre entre las cuales consta: la compasión, la generosidad, el placer, la soledad, el amor, el cariño, el pudor. Nada más que recordar como sensación la importancia que el poeta concede a la «caricia» o el «tacto», detalle no tan frecuente en la lírica española. La sensación descrita, aunque procede del sueño, tiene una fuerza insuperable. Cabe interpretar cómo la sensibilidad hacia un objeto concreto se extiende al mundo entero, que se ofrece en su total desnudez. Cito un fragmento del poema XX como botón de muestra de la fenomenología del eros que sugiere el discurso robayniano: «Te vas y estás presente, y otra vez / llevas tu mano suave hasta los mangos, / toco contigo el fruto, es como si los árboles / buscasen ese tacto, como si, / apacible, la piel del mundo ansiara / ofrecerte su entraña, y el deseo / de su pulpa entregarse a ti, tan viva / como lo más viviente, sin asomo / de finitud, presencia ardiente, pura» (55-56).
Lo que logra el poeta es comunicarnos sensaciones, de manera no tan barroca como lo hacía Quevedo con su «amor constante más allá de la muerte», sino con una intensidad que colma la ausencia, como si el sueño facilitara posibilidades, en el momento en que la ausencia es constitutiva del ser. El parentesco que existe entre Sánchez Robayna y el filosófo Emmanuel Levinas es aquí patente. En Totalité et infini, el filósofo dice a propósito de la caricia que «consiste en no hacerse con nada, en solicitar lo que viene escapándose de su forma hacia un porvenir —que nunca llega a ser porvenir—, en solicitar lo que huye como si aún no fuera».[1] Para volver a la caricia que es una modalidad del tacto cargada de erotismo, ésta se pierde en un ser que se desvanece como en un sueño. La expresión del cariño que conlleva la caricia es asintótica, huidiza, evanescente. Pero tiene la profundidad vertiginosa de lo que no es aún, ni pretende ser el avatar de lo que es. Cito el poema XXI, que en su brevedad logra sugerir, más allá del recuerdo, la permanencia de una relación excepcional que desde el punto de vista de la lógica formal es un imposible; no obstante, en este caso tiene la misma efectividad que consiste en conservarle su misterio a lo oculto, puesto ahora en plena luz: «Siento aún el calor de su mano en la mía / y aunque el cielo dejó de protegernos / su mano me acompaña ah dime dime/ hacia dónde nos llevas negros hombros / [del tiempo» (57)».
El lector de la obra poética de Sánchez Robayna está acostumbrado al discurso tensional en el que el autor plasma su pensamiento, este ir y venir entre polos opuestos que sintetizan la paradoja, el oxímoron, la antítesis. Y sigue manejando esta retórica propia en este libro en beneficio de un ahondamiento del pensar que aglutina los mecanismos de la memoria. Varias veces asoma en el poemario el binomio «muerte y deseo» que es una manera de acotar lo infinito, acaso de domesticarlo: «El recuerdo no yace: gira y gira, / o soy quien gira acaso en él. / Y alrededor de ese recuerdo gira / la noche matinal de las campanas» (19).
Tal inversión sólo es pensable en el intento de formular una idea de lo infinito. Una insensatez si quedamos pegados al empirismo. En realidad, A. Sánchez Robayna sitúa el infinito en lo finito, lo más en lo menos. El deseo no está pensado como posesión de lo deseable, sino como el deseo de infinito que activa el deseo en vez de satisfacerlo. Tratase, por lo tanto, de un deseo totalmente desinteresado, situación que predispone al hombre a abrirse al otro, contemplarle el «rostro» —según la expresión de Levinas en Totalité et infini—, que no se puede reducir a una mera «imagen plástica» sino que es «expresión», o sea, vector de un discurso que se absorbe en la forma y contenido de mi relación con el otro. Llega a escribir Robayna, al recordar la ausente: «Regresas a mis ojos, a mis manos, / el sueño se entreabre a la presencia, / nada se ha roto, voy hasta tus ojos / que me contienen […]» (56), explicitando acaso el epígrafe final sacado del Cántico espiritual: «Ya sólo en amar es mi ejercicio» (87).
Este libro de poemas resulta, en definitiva, ser un diálogo permanente con la mujer fallecida, nunca nombrada, ni con un artificio cualquiera, pero perfectamente diseñada hasta conformar la «figura ausente», que cobra consistencia y presencia a través de un «relato en sueño». Varias veces, el poeta apunta el marco desde el cual se asoma un rostro, se oye la voz de la ausente, deleznable y penetrante a la vez, hasta manifestar una dinámica de la presencia sobre un fondo virginal que recuerda la poesía de los místicos españoles: «Vuelvo a verte en el sueño, a hablar contigo, / me llamas con palabras que sonríen, / a unos pasos la noche se disuelve, / ahí afuera, en la grava silenciosa, / y renace el jardín con el rocío» (55).
Gracias a la magia de la palabra, A. Sanchez Robayna logra sugerir con intensa emoción el flujo íntimo de la conciencia que le permite restaurar parcelas del pasado: memoria de la infancia, memoria de la pareja. No sería abusivo hablar en este caso de una conquista de significantes fundamentales que armonicen nuestro ser y el lenguaje, ya que el poeta está invitado a buscar «un lenguaje / para nuestra ignorancia» (43). Ahí surge una temática frecuente en la obra de Sánchez Robayna: las reflexiones sobre el lenguaje, sus poderes y límites, su dimensión ontológica (véanse VIII, IX, XV).
Acaso un tema nuevo se diseña en este libro por su presencia recurrente y alto valor simbólico: los tañidos de la campana (II, III, IV, XII, XVIII, XIX), sea desde los recuerdos de la niñez cuando el tintineo acompasaba tareas y quehaceres, sea el doblar de las campanas en los días aciagos, sean las vibraciones de una lengua interior, una nueva «música callada» que tiene la particularidad de colmar las deficiencias de la vista, el misterio de lo invisible y de lo inaguantable. Si el simbolismo general de la «campana» es significar cuanto queda colgado entre tierra y cielo, facilita por lo tanto la comunicación entre ambos mundos. Pero en la lengua de Sánchez Robayna tiene una significación más personal, que abarca su percepción del mundo y la reversibilidad fenomenológica de las sensaciones, resumida en el final del poema III: «Habito la campana y el tañido / igual que ellos me habitan, / trozo de duración disipado en lo eterno» (16).
Acaso el tañido, igual que la abubilla, ave emblemática de Robayna, convocada en El libro tras la duna, al cruzar el aire, permite saltarse el abismo, o el vacío y alcanzar las orillas de lo deseado, oponiéndose al desvanecimiento de todo lo que el amor recuerda sin cesar desde el traspaís del viajar: «¿Cómo puede, ahora, el júbilo / del bronce en mí sonar, más interior / que lo mío más íntimo?» (16). Véase también el poema XII que viene a ser glosa y explicitación de esta misma cita.
Andrés Sánchez Robayna comparte con Yves Bonnefoy una sensibilidad afín y una percepción del mundo con muchos puntos comunes, especialmente en la manera de acotar lo vivido mediante lo inestable de la palabra, porque ésta siempre se va más acá o más allá de su referente. No obstante, el poeta con su arte pretende suplir las deficiencias del lenguaje, buscando los puntos de contacto con lo que ya no puede ser el objeto de su decir, sino el remate por la palabra de una presencia que no se puede alcanzar fuera de un apego cordial. Criticando la postura de Mallarmé, Yves Bonnefoy le reprochaba el hecho de «chercher des “essences”, des “notions pures” là où dans le manque, la nuit, il faut aimer des présences».[2] Estableciendo un paralelo entre el trabajo del pintor y el quehacer del poeta, Andrés Sánchez Robayna explicita, acumulando fórmulas «oximorizadas», la capacidad del poema en «traspasar la materia del mundo» (29), aunando «palabras que funden lo oculto y lo visible» (29): «Como el pintor que pinta tan sólo lo que ve, / pero pinta también el ser de las cosas, / es decir, atraviesa lo invisible / por encima de todas las formas que limitan / la visión, y se entrega, y lo invisible, entonces / muestra su realidad, del mismo modo / unas pobres palabras, en un solo latido, / traspasan la materia del mundo […]» (29).
Sánchez Robayna no manifiesta una propensión excesiva al culto de la metáfora. Su escritura enfoca un paisaje para hacerlo «tierra», dejar que se oiga la elocuencia muda de la roca, que se vea el solar del deseo humano que encuentra su razón de vivir y un sentido a la existencia en la esperanza y el amor.
Tal vez, se encuentran en esta etapa de la obra poética de Robayna unas reminiscencias de la teoría romántica del símbolo que establece entre poesía y materia una absoluta continuidad, y disuelve el concepto de poesía en la idea de «poesía natural». Una ejemplificación de esta teoría ocupa la totalidad del poema inicial: setenta y siete versos que forman una frase única, hecho de versos, muy breves los más, pero cuyo movimiento mimetiza la continuidad entre el paisaje y su formulación literaria hasta convertirse en «memoria de los rostros, / memoria de los días / y las noches» (11), un desarrollo frástico que recuerda el oleaje, una réplica de las compulsiones de la memoria que se repercuten en el conjunto del libro. En otras partes, el autor se ciñe a cierto clasicismo estrófico (XV, XVII, XXIV, XXV) o avanza con acentos quevedianos (XXXII) desde una forma pulida cuya composición se asemeja mucho al soneto con estrambote. No cabe duda de que con esta entrega, Andrés Sánchez Robayna ofrece una muestra cabal de un arte plenamente dominado y sugerente, alejado de los artificios de poca monta, pero abocado, sin ilusiones, a lo profundamente humano.
[1] Levinas, Emmanuel. Totalité et infini. Paris, Le livre de poche, LGF, 1990, p. 288.
[2] Y. Bonnefoy. Le nuage rouge, essais sur la poétique. Paris, Mercure de France, 1972, p. 210).