Marc Fumaroli
La extraordinaria difusión del arte de la prudencia en Europa
Traducción de José Ramón Monreal
Acantilando, Barcelona, 2019
176 páginas, 16.00 €
Hubo un tiempo en el que la literatura española influía de manera determinante y extensa en la francesa (Corneille, coetáneo de Calderón, como ejemplo mayor), algo que tuvo su crisis aguda en el último tercio del siglo xvii. Como es sabido, nuestro teatro (sobre todo Calderón) tuvo influencia en los románticos alemanes. Y los franceses en concreto estuvieron muy atentos durante el siglo xvi y comienzo del siguiente a lo que se producía en castellano. Pero vayamos a nuestro hombre: Baltasar Gracián y su Oráculo manual (1647), traducido y profusamente anotado por Amelot de La Houssaie en 1684, cuando este erudito era secretario de la Embajada de Francia en Venecia. Dicha traducción se reimprimió seis veces antes de 1700. Gracián era Jesuita (una orden, por cierto, sobre la que mi paisano el poeta Lugones escribió un libro memorable), y Amelot profesó un claro antijesuitismo. La traducción la tituló, y aquí comienza toda la historia de este estudio minucioso de Marc Fumaroli, L’Homme de Cour, con lo cual lo incardinaba dentro de las educaciones de príncipe. Antes de esta traducción, el libro del aragonés conoció una versión italiana en 1670 (por Mario Vigna), pero fue a través de la traducción francesa que el Oráculo se difundió por Europa, bien en lengua francesa, bien en versiones a través de ésta, olvidando que el libro era español, porque de hecho se hacía con el mismo título de Amelot, por ejemplo, en inglés (The Courtier’s Manual Oracle). Ya a comienzos del siglo xix Schopenhauer lo tradujo directamente del español y, como se sabe, lo consideró una obra de gran importancia, y a través de él llegó a Nietzsche.
Todavía a mitad del siglo xvii, el español era una de las lenguas de las élites europeas. Fue a partir de Luis XIV, tras la Paz de los Pirineos, en 1659, que la cultura francesa y su lengua comenzó a extenderse de manera ubicua por toda Europa.
El Oráculo manual expresa lo más granado del humanismo y del catolicismo elitista del siglo xvii. Para este conceptuoso moralista, el mundo moderno que le tocó vivir, junto con su crecimiento artístico y urbanístico, se había hecho más malvado. Propone la sabiduría, la voluntad y la virtud como valores para afrontar y superar el fango de su tiempo. Propone, tanto a los príncipes, a los soberanos y héroes, como a los discretos, un saber vivir filosófico. A diferencia del jansenismo, al que satiriza de manera indirecta pero contundente en El Criticón, el jesuita Gracián cree que, a pesar de la naturaleza caída por el pecado original, nos es dada la suficiente gracia para merecer la salvación a través de nuestros actos y saber. También expresa algo de incertidumbre filosófica y teológica. Era una llamada a la «preocupación de sí». Por otro lado, es una obra que toma partido a favor de la ciudad terrenal y, por lo tanto, contra el agustinismo. El jesuitismo enciclopédico reconoce el mundo natural y civil con el fin de hacer hincapié en su relatividad y someterlo al juicio apostólico del magisterio eclesiástico. Lo curioso es que Gracián compuso un libro donde defendía una prudencia civil que era incompatible con su propia religión. Se trata de la obra de un defensor de la Reforma, de esto no cabe duda, y también es evidente su actitud patriótica y la apelación a nobleza de sentimientos intramundana. A Gracián le preocupaba el mundo civil y político, y es heredero de las guerras de religión (Reforma y Contrarreforma, fundamentalmente) que durante un siglo había movido, agitado y, en parte, definido al mundo europeo. Por cierto, en cuanto a El Criticón, Fumarolli habla de ella como novela de formación, y de hecho eso es porque cuenta la iniciación desarrollo y siguientes etapas hasta llegar al desengaño, en una peregrinación por varias ciudades de Europa, y que influiría, según Fumaroli (y muchos otros) en Fénelon, Lesage, Swift, Voltaire, y en el Wilhelm Meister de Goethe.
El meollo de este libro de Fumaroli tiene que ver con las peculiaridades de la traducción que hizo Amelot del libro de Gracián. Veamos el asunto. De la vida de este Amelot de La Houssaie se sabe muy poco, ni cuándo ni dónde nació. Bayle lo cita siempre en su Diccionario vinculado a Maquiavelo. No fue preceptor, algo muy común en eruditos de su época, ni fue secretario de tal. Al parecer se ganó la vida durante un tiempo como copista al servicio de los regentes jesuitas del colegio Clermont de París. Lo cierto es que les tuvo tirria a los jesuitas. Se sabe que en 1667 entra en el cuerpo diplomático y estuvo en Lisboa y luego en Venecia. Luego fue expulsado por divulgar documentos, pero para entonces era valorado como archivero y erudito. Vuelto a París, fue corrector y copista de Fréderic Léonard, librero del rey, con quien trabajó hasta la muerte de este en 1693. Es autor de una Histoire de la République de Venise (1676), algo que le ocasionó el encarcelamiento en la Bastilla durante seis semanas. En dicha historia colaboró traduciendo textos italianos y latinos y fijando notas, la hija de Léonard, con la cual se le supone a Amelot algún amorío (a pesar de que ella estaba casada). Muerto Léonard, nuestro hombre pasa a otra biblioteca, la del abate Henri de Fourcy, donde entre sus innumerables libros trabajó hasta su muerte en 1706. ¿Qué más? Pues que le gustaba mucho Tácito, historiador apasionado por los entresijos de la corte de los emperadores romanos. El muy sabio Fumaroli nos cuenta que la Histoire fue muy consultada y notada por Napoleón y lo inspiró para abolir en Antiguo Régimen aduanero en 1798, para sustituirlo por la administración austriaca. Finalmente: fue un erudito católico pero galicano (tendencia a la autonomía de la religión en Francia respecto a la jurisdicción de Roma) y antipapista, que publicaba en París con privilegio real como en Ámsterdam sin él, vale decir: su traducción anotada, en 1683, de El Príncipe de Maquiavelo, a quien vio como un discípulo de Tácito, autor éste, por cierto, redescubierto a comienzos del siglo xvi en Roma.
Hay un fondo teológico, de origen medieval, la disputa sobre la libertad y la gracia, que los españoles se plantearon con agudeza y que en el siglo xvii encontró una respuesta exaltada en el París del siglo xvii, en la que los teólogos jesuitas, tomistas y jansenistas afinaron sus dialécticas para cortar separar y perseguir. Todo esto estaba precedido por el libro de Maquiavelo, El Príncipe (1535), donde situaba la política como un arte humano, relativo al poder, y que no debían ajustarse a las premisas morales y religiosas, sino a la oportunidad, defensa de la integridad de la nación y eficacia. En Francia, Jean Bodin defendió en su tratado Los seis libros de la República (1576), donde defendía el principio natural de conducta del soberano laico, cuyo imperativo es anteponer el interés superior del Estado a las demandas morales de su conciencia personal, anteponiendo la política a la religión. Desde Lutero, los intentos de la iglesia reformista por independizarse de Roma. Las acusaciones de maquiavelismo (ciudad del diablo contra ciudad de Dios) se cruzaban entre bandos. La razón de Estado, más allá de su inmoralidad, acentuaba un orden histórico, social, defendiendo un orden civil. Y aquí comienzan a perfilarse nuevos aspectos, la urbanidad, el saber vivir, la cortesía, el arte de la conversación, o sea la «prudencia civil». Gracián se hizo eco de maestros de la moral laica como Du Vair, Montaigne y su discípulo Charron. Lo que hizo Amelot con su traducción anotada del Oráculo fue atraerlo hacia «la órbita francesa de las «morales del gran siglo», afirma Fumaroli, quien define bien la pretensión del libro: «Se trata de uno de los más atrevidos esfuerzos que se hayan intentado para enseñar a los laicos católicos cómo su “tipo ideal” puede atravesar en la práctica, singular e indemne, con estilo, el mundo civil, común y vil, de los modernos, y cómo, por medio del ejercicio ingenioso y victorioso de su libertad, puede hacerse digno, burlando eventualmente al demonio con sus propias armas, de la gracia suficiente de la que su naturaleza, cultivada por las artes liberales, ha sido dotada por Dios».
Lo que hace Amelot, según Fumaroli, en lo que se refiere al título, eliminar el horizonte teológico y antropológico molinista, suareciano e ignaciano, rebajando el arte de la prudencia de Gracián a una colección de estrategias apoyadas en Tácito o en Maquiavelo. Y apunta nuestro autor que «Cabría sostener que la traducción de Amelot restituía, en cierto modo, a Francia un bien, modificado, que Gracián había tomado prestado de ella, para responderle al francés Charron, y que los lectores franceses de Amelot reencontraron en L’Homme de Cour una versión más sorprendente y menos didáctica de De La Sagesse del teólogo amigo de Montaigne, con una resonancia de la larga amplitud en el siglo xviii». En definitiva, que gracia a esta traducción y las notas de Amelot, hasta el siglo xx los franceses, y no sólo ellos, leyeron el Oráculo como si fuera un manual encriptado, concebido «por un jesuita enmascarado», donde se expresa una ética mundana que exime «a los particulares —igual que a los jefes de Estado habían sido eximidos por El Príncipe de Maquiavelo— de las normas naturales de conducta y de los fines espirituales de la vida auténticamente cristiana». Sin embargo, hay que recordar que, en el Criticón, a la razón de Estado la califica «razón de establo», alejándose del cinismo de Maquiavelo y, sin duda, también de Jean Bodin.
El contexto (y los entresijos culturales y políticos) de esta obra de Fumaroli nos muestra la inexorable deriva hacia un distanciamiento de la sociedad civil de los mandatos teológicos cristianos, y del poder jurisdiccional de Roma. El pensamiento reformista y moralista, desde Maquiavelo, Erasmo, Tomás Moro, Montaigne, Charron y Bodin, al que se suman discretamente algunos españoles erasmistas, pero sobre todo este Oráculo a la manera francesa de Amelot (L’Homme de Cour), abren la sociedad moderna del libre examen y de la ciudad no del demonio, opuesta a la de Dios, según san Agustín, sino de la de los hombres, no menos endemoniada.