Jorge Bustos
Casi
Libros del Asteroide
192 páginas
POR LUCAS MARTÍN JURADO

En el ejercicio, cada vez más ensimismado, del periodismo, y más cuando se practica con pretensiones literarias, existe un denodado mecanismo de reingreso y de pureza que curiosamente no deja de ser el mismo que en su escala más primaria determina el acercamiento a una buena historia. Un proceso que, con más obstinación entre los profesionales azotados por el éxito y la rutina, tiene mucho de reflexión íntima y previa y, sobre todo, de carambola del azar. A Jorge Bustos (Madrid, 1982) existen pocos seguidores de la actualidad informativa que no lo conozcan en España y quizá todavía menos que no lo tengan etiquetado en alguna de esas categorías maniqueas con las que a todo el que opina sobre política se le constriñe públicamente en este país tan encenagado en sus propias costumbres. Y eso que, en su caso, el reduccionismo resulta todavía más meritorio, dada la multitud de géneros en los que ha ido adquiriendo visibilidad en los últimos años: desde la crítica literaria a la subdirección de un diario, la televisión o la tertulia del deporte. O, dicho de otro modo, la plana mayor de la cercanía con el poder y sus candilejas, que es un veneno tan concentrado y exigente que apenas deja espacio para la reconciliación con lo más primitivo y a la vez vivificante del oficio: la vuelta al cuaderno, a la necesidad de ver y escuchar y seguir el rastro a un estímulo que a menudo se manifiesta por el camino menos presumible de todos.

En más de una ocasión, y ya hablando de Casi, su último libro, el autor ha confesado que hace tan sólo unos años jamás se le habría ocurrido escribir sobre temas sociales. Mucho menos aún sobre la realidad de los sintecho, a los que apenas -y como casi todos, no nos engañemos- se atrevía a sostener la mirada por la calle. Fue al mudarse cerca del madrileño Centro de Acogida San Isidro, en las inmediaciones de Príncipe Pío y del Palacio Real, cuando tomó conciencia de algo que sólo los cínicos y los solidarios por control remoto son capaces de soslayar: el rechazo que inspiran, quién sabe si por miedo o por falta de identificación -quizá también por el pavor a llegar a sentirse reconocido- las personas que viven a la intemperie. Una epifanía periodística que, acelerada por la coexistencia en el barrio, le llevó a interesarse por la residencia asistencial e inquirir de un modo no exento de autocrítica en la vida de la población con menos recursos de todas, así como por las razones de su invisibilidad y el exiguo lugar que ocupan en nuestras lenitivas conciencias. Incluyendo la cotidianeidad de los trabajadores, con los que convivió durante una investigación que se prolongó durante un año, procurándole el contacto directo con un ecosistema tan omnipresente como silenciado en su inmediatez y en sus sorprendentes singularidades. Incluso cuando éstas son enunciadas neurálgicamente desde un edificio con tanta llaga e historia como el de San Isidro, conocido en la jerga como el Casi, el mayor y más antiguo hogar para los que no lo tienen de España y uno de los más prominentes de Europa.

A pesar de asentarse en el terreno comúnmente colindante a la crónica -novela, señalaban la teoría de la recepción e investigadores como Manuel Alberca, es todo lo que debajo del título y del nombre del autor lleva escrito la palabra novela- el nuevo trabajo de Bustos, publicado por Libros del Asteroide, es tan inclasificable dentro del ensayo y el periodismo peninsular como la casuística que le inspiró a concebirlo. Quizá, por lo poco que se subsume en las artimañas de moda. Bustos, y eso queda claro desde la primera página, no se acercó al Casi con la intención de adoctrinar a nadie. Tampoco de proponer un diagnóstico de la exclusión atrincherado en la elocuencia de los datos, que, si bien aparecen y contextualizan la narración, no aspiran a sentar una cátedra que si reluce por algún pliegue es por la vía mucho menos acotada de la emoción y del relato de la suma informe de experiencias individuales. La de las religiosas de las Hijas de Caridad que todavía residen en el centro y que evocan un pasado de penitenciaria y de complejo de atención a la masa heteróclita de desesperados a los que se les aplicaba la ley de vagos y maleantes. La de los profesionales actuales, que, con el edificio como punto cardinal, abarcan una escalera de funciones que va desde la labor en el exterior del Samur Social a la puerta de diagnóstico del edificio y su derivación a sus dependencias satelitales. Y, por supuesto, la de los usuarios, que sólo tienen en común haberlo perdido todo y bracean al fondo de un abismo que con frecuencia desdibuja los componentes más básicos de la identidad. También, por supuesto, el lenguaje, que, como insinúa el autor, únicamente existe en su presupuesto comunicativo y volitivo. Es decir, cuando alguien está dispuesto a escuchar a alguien. Privilegio y tal vez epifenómeno de la condición de estar vivo que, entre los sin hogar, la mayoría de las veces no se cumple.

¿Cómo utilizar el lenguaje para hablar de los que apenas tienen lenguaje? ¿Cómo interactuar con ellos sin caer en la trampa y perder el mínimo control de lo que se pretende? Bustos, y en eso también consiste la honestidad de estilo, se pregunta por ello una y otra vez y no siempre explícitamente. Y eso le confiere al libro un valor adicional que seguramente se remonta a sus fases iniciales y prosigue su propio viaje tanto en los hechos que narra como en la digestión posterior. Cualquiera que haya trabajado en el periodismo sabe lo difícil que es entrevistarse con alguien que sufre sin sentirte morosamente culpable. Sobre todo, porque el que pregunta, aunque sea de manera bienintencionada, persigue un fin que no tiene por qué ser concedido por el otro: el de la información, que, en este caso, discurre entre el dolor de relatar golpes tan personales como salvajes, la desconfianza hacia los demás y al mismo tiempo la satisfacción de sentirse escuchado. Un reto que Bustos aborda con una filosofía que acaso en sus horas previas vino impulsada por el respeto y el desplazamiento total del interés hacia la gente del Casi y que posteriormente desembocó -y no por razones artísticas- en una actitud que tiene mucho de Herzog y del derribo de la cuarta pared y de El desencanto de Chávarri: la asunción de que es imposible eludir la autoconciencia y que la presencia de un periodista también modifica la actitud del que cuenta. Y más en el contexto de las poblaciones sin hogar, en el que las historias, en contra de todo patrón dickensiano, presentan también zonas borrosas, cuando no directamente en blanco, para sus propios protagonistas.

La verdad es belleza y la belleza, verdad, como sostenía, entre otros, Keats. Incluido en sus fases intermedias de intención y búsqueda, lo que traducido a la investigación de Bustos otorga a este relato un tono que, tanto en su énfasis como en su depuración, elude la condescendencia y la cursilería. Bustos compone un poema alejado de la afectación en el que los personajes desfilan con un rumor sorprendentemente galdosiano, con escenas como la excursión a Soria e historias como las de Jesús, el pintor de El Retiro, Gonzalo el lector del Faulkner, el asiático que ha perdido el habla o el periodista que conoció a Warhol, que remiten a ratos a Buñuel, Hamsun y hasta a Beckett. Especialmente, en el registro de una anomia y una diversidad que es justamente la que se le escapa a la horda de creadores atraídos por el género y el tribalismo. Gente impredecible, fuera del código compartido, capaz de lo mejor y de lo peor, que no resiste los elementos de juicio habituales en la sociedad precisamente porque habita en sus márgenes. Aunque con una gran diferencia: si Coleridge decía que adentrarse en la ficción implicaba suspender voluntariamente la incredulidad, los personajes del Casi, con la intermediación de Bustos, logran sin pretenderlo, y quizá también por ser reales, el efecto humano que codicia con sus mejores armas la literatura. Y de paso llevan a reflexionar sobre ese holocausto inclemente de simultáneas víctimas y victimarios que sucede frente a nuestros ojos sin que seamos capaces de alzar la vista. Mucho menos, bajo el velamen resultón de los maximalismos. Priorizando lo particular -qué otra cosa, en el fondo, es el hombre- frente a los vaporosos y tentadores axiomas de la sociología. Casi’ traza un homenaje a la dignidad desde el único lugar en el que la dignidad puede ser verdaderamente entendida: la vida de los que no la tienen y buscan recuperarla. Esa épica que revienta las costuras de la moral, que a menudo ni siquiera aporta grandes lecciones y que resulta, en suma, consustancial, con toda su saña y arbitrariedad, al acontecimiento más bobo e incomprensible de todos: la vieja partida de dados de existir, su grandeza e impudicia.