Antonio López Ortega
Diario de sombra (extractos 2004-2005)
Editorial El Estilete, Caracas, 2017
123 páginas
16.00 €
A la escritura diarística, uno de los géneros de nuestro tiempo, suele asociársele o exigírsele la revelación de la intimidad, la proyección de los estados de ánimo en relación con lugares, circunstancias y momentos concretos, la pulsión de bucear en las estancias secretas de la conciencia para extraer las perlas desconocidas del más resguardado espacio interior del mundo. Los diarios del venezolano Antonio López Ortega (Estado Falcón, Venezuela, 1957), al menos los extractos de 2004 y 2005 que ha dado a conocer bajo el título Diario de sombra, cumplen con todas estas premisas: encontramos en ellos, casi siempre vinculadas con el espacio lejano y apacible de su casa en Isla Margarita, reflexiones sobre sus paseos, azarosos encuentros en la playa, contemplaciones del mar innumerable, descripciones de una arrebatadora cornucopia de flora y fauna locales, capaces de lograr que la conciencia se pierda como en una hipnosis propiciada por los tristes trópicos caribeños. Extracto algunos ejemplos que lo demuestran: «¿Esta tarde dilatada para cerrar el año? ¿Estas nubes esponjosas? ¿Este viento marino desde Los Frailes? Las pinceladas van del bermellón al naranja. Esta quietud en la playa, de agua tibia pero de olas imponentes. Este estar del Caribe, esta pausa para los caminantes, para los bañistas. Niños con tobitos, un padre que refuerza el muro de un castillo de arena, una abuela que es llevada en brazos para que las olas le mojen los pies, dos parejas jóvenes que toman ron. Esta cornucopia precisa, este relieve, esta yuxtaposición. Algo de esto no merezco, no digiero, me sobrepasa. Algo de la instantaneidad se me aleja. Por eso clavo una silla en la arena y me someto a lo que ya es el pasado. Soy parte del olvido, de una estampa no confirmada, y este rostro se borra lentamente, conforme se deshace cualquier nube (31 de diciembre de 2004)».
O bien, ya en 2005, el 4 de febrero: «Nuevo salto a Margarita aprovechando la pausa carnavalesca. Días solares, de una luminosidad prodigiosa. Poca gente en la playa y en las carreteras. El mar de playa El Agua está sereno, con olas pronunciadas pero sin resaca. Recuerda agosto, que es la temporada en que el mar más parece aquietarse. He penetrado esa transparencia por horas, como buscando llenar mi cuerpo de otra esencia, de otra certeza. Me hundo frente a las olas rompientes o me alzo frente a las que aún no revientan. Es un ejercicio infinito, plácido, ciego. Llega un momento en que uno desaparece, en que nos volvemos como un madero flotante en medio de la inmensidad. Piso la suave arena y siento un pequeño bulto entre los dedos de mis pies. Hundo el brazo, mi mano toca lo que parece ser un caparazón y saco a superficie una especie de mejillón abierto, pero más grande y grisáceo. Sobo ahora el nácar de la concha interna porque es dorado y porque su brillo se multiplica cuando la luz incide. Me he quedado maravillado con el hallazgo y lo he hecho mío, tesoro propio e íntimo».
Al leer estos fragmentos, se observa de inmediato la prosa certera, a la vez copiosa pero increíblemente precisa, de Antonio López Ortega. Nos trasladamos con el autor allí, al centro de una playa en Margarita, o al mar caribeño capaz proporcionar los más suntuosos regalos, por medio de unas palabras que están llenas de vida intensamente vivida. Esos fragmentos, espigados libremente del conjunto del libro y leídos de forma exenta, podrían hacernos pensar en la descripción de un mundo idílico, casi exterior al tiempo (a pesar de que a veces se ponen de manifiesto grandes variaciones climáticas).
Sin embargo, lo que resulta perturbador en este apretado cuaderno, iceberg de un conjunto mayor comenzado, según declara el autor, en 2002, y presumiblemente mantenido hasta la actualidad, son las otras dos líneas de escritura que conviven con esta más «predecible» de la exploración de la intimidad: que conviven con ella y, lo que es más importante, la contaminan. Me estoy refiriendo a un implacable análisis de la situación del país en esos años de consolidación del chavismo y a la reflexión sobre la decepcionante connivencia entre determinada clase intelectual y el contaminado poder político.
El libro comienza desde una posición extraterritorial: la del autor en Grenoble, al pie de los Alpes, en permanente conexión con su país, pero divisándolo desde lejos, a través de las noticias de los periódicos o de los recuentos de los amigos. En una de las primeras páginas surge ya un certero dictamen sobre esos intelectuales que «como tantos otros, revelaron ser figuras inmaduras, usadas, que creyeron ver la utopía donde sólo ha habido una férrea voluntad de poder, por demás corrupta y abrasiva, que persigue políticamente a los pocos que disienten y no entiende que la alteridad es consubstancial a la democracia». Este análisis inicial se constatará en numerosas ocasiones posteriores a lo largo del diario: jornadas o congresos en los que se censura a escritores no adeptos del régimen, ataques personales al autor por parte de antiguos compañeros de estudio entregados hoy a la causa chavista, casos concretos de intelectuales que sucumbieron a la parafernalia oficialista con el fin de obtener prebendas, reconocimientos o tan sólo un salvoconducto de supervivencia, historias, en definitiva, de una claudicación que el autor contempla y describe desde un sentimiento que tiene más que ver con la melancolía que con la rabia, con la impotencia que con el resentimiento. El autor llega a declarar que es precisamente esta pulsión de escritura, la que confronta la clase intelectual venezolana con el poder, la que le produce «el mayor grado de perturbación». El 28 de marzo de 2005 López Ortega escribe un pasaje desolador que resume el estado de ánimo al que lo han conducido todas esas capitulaciones observadas en los demás: «El estrecho mundo de la hipocresía. Los tristes afanes humanos. Hay quien te habla pero no te habla. Hay quien promete algo (sin que nada hayas pedido) y nunca cumple. Se embarra en su propio pozo seco. ¿De quién es esa risa que celebra en falso? ¿A quién respondes como figura interpuesta para que el otro (¿tu semejante?) te pise y pase a mayores? Por allá va un enjambre de vasallos, ronroneando frente al ingrávido, frente al traslúcido. Surge desde la lejana infancia la imagen inalterable de una rana platanera que no te abandonaba. Nadie te llamará, nadie te pedirá nada, nadie consultará tu opinión. Este es tu presidio de cal desvaída. Y da gracias de que al menos tengas estos barrotes… que son en verdad tus páginas».
Sin embargo, existen, por suerte, multitud de contraejemplos. Son ellos los que iluminan los tiempos sombríos con su emblemática voluntad de resistencia y disensión. Figuras como las de Guillermo Sucre, Rafael Cadenas, Eugenio Montejo o Yolanda Pantin circulan por estas páginas con la lucidez de quienes han sabido plantarse ante las coacciones del poder y se han constituido en faros para toda una generación de intelectuales reacios a la peste de la cultura oficialista, entreverada de militarismo, clientelismo, depauperación intelectual y férrea censura. Desde las catacumbas físicas y simbólicas de ese encierro obligado por el toque de queda de una ciudad violenta despoblada a partir de ciertas horas, la resistencia civil ha ido construyendo una especie de ciudad alternativa, o país alternativo, en el que el presente prefiere ser sustituido por las sombras del pasado añorado ante la amenaza de lo que se vislumbra como un futuro aún más atroz. Unas líneas de agosto de 2005, hacia el final del volumen, me parecen suficientemente representativas a este respecto: «Me adelanto a todo porque todo lo que viene traerá mayor pesar, mayor incertidumbre. El presente deja de ser una dimensión apetecible y es preferible vivirlo como si ya hubiera pasado, pues los recuerdos son menos punzantes que los hechos que tienes encima y que día a día te hieren, te rebajan. Es mejor ser pasado, no importar para el presente, y vivir en los recuerdos. Eres el recuerdo de ti mismo y caminas por la playa sin saberlo».
El tercer eje de la armazón sobre la que se levantan las páginas de este diario es la constatación de la destrucción de Venezuela por parte de un régimen tiránico. Se ofrecen datos, cifras, documentos, artículos escritos por periodistas o filósofos, vivencias personales sobre la situación en Caracas, la ciudad capital que, en contraste con la «idílica» calma de Margarita, se describe como un lugar militarizado, caótico, despoblado, entumecido, siniestro, burocratizado, una auténtica casa tomada en la que los espacios habitables son cada vez menos, más estrechos, y del que se acabará siendo expulsado por unos invasores bárbaros, apenas visibles pero ubicuos. Sirvan como ejemplo estas líneas demoledoras del 24 de marzo de 2005: «Caracas se ha hecho invivible y todo el mundo permanece encerrado. La instancia pública se angosta a unos niveles inimaginables y sólo la soledad refuerza sus razones. En el ambiente intelectual, sé que muchos amigos escriben: diarios, novelas, poemas. Es una época de creación fulgurante pero no veremos esas obras en breve. Se cosechan para un futuro desconocido, que forzosamente se sueña distinto al presente, o al menos con más lectores. Es curioso lo que la instancia pública ha producido: más y más encierro».
Me parece que Diario de sombra es un libro absolutamente fundamental por la lucidez con que se analiza casi en sus comienzos un régimen que poco menos de quince años después se ha recrudecido hasta situar a Venezuela al borde de un abismo. La sombra que se proyecta sobre cada una de las páginas no existiría sin esa luz situada en algún lugar del pasado, pero también en espacios cada vez más recónditos, como la Isla Margarita, o la propia escritura (concebida también, es verdad, como una cárcel de horizontales barrotes), que atesoran empecinadamente las fuentes luminosas, cada vez más frágiles, como en un cuentagotas. El final demoledor del libro nos habla claramente de la inevitabilidad de toparse con esa sombra que poco a poco lo va devorando todo en esa casa-vida-país-memoria: «Cierras una puerta y abres otra, pero todo está oscuro en la habitación en la que entras».