«El año 2018 marcaba el final de esta historia y el comienzo de otra todavía por escribir. Sabía, sabíamos, que las minas iban a cerrar porque se acababan las subvenciones europeas para la producción de carbón»

POR  NOEMÍ SABUGAL

Todas las historias tienen un principio pero la que iba a escribir tenía un final. 

Esta historia estaba ahí desde siempre, aunque entonces no lo sabía. Había algunos indicios: los pulmones fatigados de silicosis de mi abuelo José, las cicatrices azules bajo la piel de las manos de mi abuelo Santos. Y el recuerdo, muy lejano, de haber visto a mi padre salir del turno, en una noche apenas ahuyentada por luces artificiales. Bajo ellas, mi padre o alguien parecido a mi padre, con la cara negra, el casco blanco y el mono azul, aunque esto último me lo imagino, porque era imposible ver ese azul. 

El carbón. Ésta era la historia. 

Es la historia. Las de las cuencas mineras como en la que nací, en el pueblo de Santa Lucía, la santa que lleva en una bandeja sus ojos arrancados, en el valle de Gordón, en la montaña central de León, en el noroeste de España. Las últimas estadísticas dicen que en Santa Lucía de Gordón hay 387 vecinos. Cuando era niña, este número se multiplicaba por cuatro. Un pueblo colmado, bullicioso. Bares con la máquina de café siempre caliente, tiendas, una buena biblioteca pública. Y un griterío de niños subiendo y bajando de los dos colegios -ahora cerrados- que había en uno de los extremos del pueblo, al final de una cuesta larguísima que se helaba en invierno. En esa cuesta, sobre esas placas de hielo, nos caíamos y sangrábamos por la nariz. En el colegio nos ponían un poco de agua oxigenada con un algodón y nos enviaban enseguida a clase.

Es un territorio duro. De luz cruda. Pueblos entre nieves y crestas calizas, bosques de robles y ríos profundizando los valles. Y bajo los pies, una tierra agujereada, recorrida día y noche por topos humanos que conocían los sonidos de los intestinos de la tierra, que a veces los devoraba. Hombres-topo, mineros, que eran nuestros abuelos, que eran nuestros padres, que después seríamos algunos de nosotros, los hijos del carbón. 

El año 2018 marcaba el final de esta historia y el comienzo de otra todavía por escribir. Sabía, sabíamos, que las minas iban a cerrar porque se acababan las subvenciones europeas para la producción de carbón. Dos años antes, la gran empresa minera en la que habían trabajado mi bisabuelo, mis abuelos y mi padre, la Hullera Vasco Leonesa, había entrado en liquidación. Se malvendía lo que quedaba. Casi pueblos enteros creados por la empresa, como Ciñera de Gordón, en el que se ponían a la venta un centenar de casas de mineros, el economato, las piscinas, el cine, el campo de fútbol. Hace pocas semanas estuve allí. El campo de fútbol ya es solo campo y entre los resquicios de las gradas han crecido espinos que engordan sus escaramujos en otoño.

-Voy a contar la historia de las cuencas mineras -le dije a mi padre.

-En menudo lío te has metido -contestó.

Así empezó Hijos del carbón, este libro-viaje, la crónica de un fin.

***

Novalis escribió que todo recuerdo es el presente. Tenía muchos recuerdos en la caja de la infancia y por ellos empecé, porque esta historia que comienza por el final también necesitaba un inicio. Por mis abuelos empecé, por el abuelo José y por el abuelo Santos. José había entrado en la mina con catorce años. Santos había tenido un accidente y había estado a punto de morir. Después de eso, dejó la mina y él y mi abuela Teresa vivieron de vender la leche de sus vacas a una fábrica de quesos.

Novalis escribió que todo recuerdo es el presente. Tenía muchos recuerdos en la caja de la infancia y por ellos empecé, porque esta historia que comienza por el final también necesitaba un inicio

El camino salía de la puerta de mi casa, pero me proponía desbrozar otros senderos. No iba a escribir desde el sofá familiar sino a superar el recibidor de mi historia y a cruzar la puerta hasta llegar al resto de las cuencas mineras y a las historias de otras familias. Iría de lo personal a lo colectivo. Mi voz estaba ahí pero, como con la sal, abusar de ella haría el plato intragable.

Para entender esta historia había que explicar muchas cosas. La primera: la mano helada de la muerte sobre los pueblos mineros. Miles de muertos por grisú, el gas asesino de las minas de carbón, o por derrabes o por caídas de costeros. Los muertos del carbón, sus nombres grabados en las placas de mármol y de granito de los memoriales, desde las cuencas carboníferas del norte de España hasta las del sur. Un escalofrío compartido: la sirena de la mina que suena a deshora, que no anuncia que uno de los turnos de trabajo se termina, sino que ha ocurrido un accidente. Compartido también el miedo de la espera de las familias junto a la bocamina. Padres, madres e hijos que confían en ver a los suyos, asustados pero vivos, saliendo de la jaula, el ascensor que sube desde el estómago de la tierra.

No siempre ocurre así. A veces la mano de la muerte se lleva a alguien en el puño. En mi valle se contaron las últimas muertes de mineros del carbón en España. Sus nombres: Manuel Moure, Juan Carlos Pérez, José Antonio Blanco, Orlando González, José Luis Arias, Roberto Álvarez. Fue el 28 de octubre de 2013. Desde entonces -ocho dolorosos años- las familias esperan a que se celebre el juicio que determinará cómo se produjo el accidente, el porqué de esa tromba de grisú que se llevó en un soplo el oxígeno de sus pulmones.

Era algo sobre lo que tenía que escribir. Algo sabido pero que conviene recordar: en la mayoría de las familias mineras hay un muerto o un accidentado. Sus fotografías duelen en el aparador del salón. Esa mano helada sobre la nuca. 

El padre de Tamara Espeso, Luis Antonio Espeso Mencía, Zape, murió -en las cuencas se dice se mató- junto a otros trece mineros en el pozo Nicolasa, en Asturias, en 1995. Tamara tenía quince años ese verano, marcas de sol por el bikini, un novio, un nuevo curso a punto de empezar. Cuatro años después, contra la voluntad de su madre, Tamara se hizo minera. Y le tocó trabajar en el mismo pozo en el que había muerto su padre. 

Tamara es una de las voces que, en el libro, mejor cuenta la relación con la muerte en las cuencas mineras, esa aterradora cotidianeidad. Metida en su mono azul con bandas reflectantes en las perneras, a la entrada del pozo Nicolasa, me dijo: llevo la misma vida que llevaba mi padre. Tras ella giraban las poleas del castillete del pozo. Un movimiento circular, repetido, el de esas poleas. Igual que era circular, repetida, la vida de Tamara, la de su padre, y la de los territorios del carbón, con una generación tras otra, abuelos, padres e hijos, entrando por el mismo agujero sin luz.

***

Este libro ha sido una carrera contra el tiempo, eso también. Había voces a punto de desaparecer. La última ha sido la de Máximo Álvarez, Maxi el Grillo. Murió tres meses después de que se publicara. Me dio tiempo a llevarle un ejemplar a su casa en el pueblo de Casetas, en Sabero, León. Máximo estaba en un sillón, tapado con una manta, flaquísimo y amargado después de un mes en el hospital. Se había sentido muy solo, apenas había podido tener visitas debido a la pandemia del coronavirus. Me dijo: me hubiera tirado por la ventana. Ochenta y siete años y nunca había estado ingresado. Isabel, su mujer, nos hizo uno de sus cafés, tan buenos -lo muele a mano-, y todavía tuvo ánimos Máximo para hacer alguna broma que nos recordara su carácter burlón y cantarín, que por eso lo del grillo. Máximo se había librado -de casualidad, como ocurren las cosas importantes en la vida- del accidente más grave de la minería en León, el de Casetas, ocurrido el 10 de junio de 1954. Catorce muertos. Máximo estaba a punto de entrar en la mina después de ir a domar a un buey. Vio cómo la explosión salía de la galería y cómo desbarataba una línea de vagones y dejaba debajo de algunos, vivo, al hombre que los conducía, y cómo el fuego quemaba un bosque entero de robles. Máximo se salvó entonces de esa mano helada que lo ha alcanzado sesenta y seis años después. 

Porque ésa es, como dice Leila Guerriero, la única decisión que importa: qué mirar

Las voces de Tamara y de Máximo y todas las demás voces se oyen directamente en el libro. Quería que los ojos escucharan sin intermediarios. Así lo hice: hay un guion y después la voz. Aunque yo escriba las palabras, éstas salen separadas de mí, igual que fueron dichas. Al leerlas me parece que estoy con esas personas allí donde me contaron sus historias, en cocinas de azulejos amarillentos, junto a pozos mineros, en salones con mantelitos de ganchillo, en una calle cualquiera de un pueblo minero de Asturias o de Teruel. Son voces que treparon a los cordales fríos de las montañas palentinas, voces que quedaron enganchadas en la horca de piedra del monte Pedraforca, en la comarca barcelonesa del Berguedà. Voces de mineros, de mineras, de carboneras, de trabajadores de centrales térmicas, de historiadores. Voces que perseguí mientras navegaban por el Ebro, entre Mequinenza y Fayón, por donde antes pasaban barcas carboníferas, los llaüts, arrastradas después río arriba, con cuerdas, por hombres que recorrían los caminos de sirga. Voces que busqué en la devastación oscura del Cerco Minerometalúrgico de Peñarroya, en Córdoba, y que bebí mezcladas con el agua agria de la fuente de Puertollano. Voces que se escabullían a veces o bien que aparecían de pronto, como la de Beatriz Melcón, en Espina de Tremor, hija de uno de los presos-mineros del franquismo, esposa de picador, hermana de un hermano muerto en la mina. 

Una historia llevada por voces. 

Una historia que arraigaba en los lugares de los que venían esas voces y recorría con el dedo un mapa de castilletes mordidos por el óxido, de cristales rotos en vestuarios mineros abandonados, de carteles de SE VENDE en casas vacías. Una desolación que debía mantener a raya durante la escritura para que el texto no se desbordara en lamentos, para que las letras mantuviesen su fijeza en la página y no acabaran, derramadas y temblorosas, en las manos de los que las leyeran. Pero una desolación que había que mirar y que contar. Porque ésa es, como dice Leila Guerriero, la única decisión que importa: qué mirar.

Conocer esos lugares requería unas botas resistentes y algo de dinero para los hostales más baratos que pudiera encontrar en los tres años y medio que iba a durar este libro-viaje en busca de los hijos del carbón. Contar el trabajo del trabajo es una coquetería de los escritores y de los periodistas, pero como este texto es la crónica de una crónica puedo echar un vistazo a la trastienda. Alumbrar muy rápido, solo por un momento, aquello que no tiene focos: el cuentakilómetros del coche, los papeles arrugados, los libros apilados en el suelo, la taza de té sobre la mesa, con su círculo líquido iluminado por la luz del flexo. No hay nada extraordinario ahí: muchas horas de lecturas, otro montón de horas de escritura y de dudas. Ningún misterio. Así van saliendo las palabras, se van completando las páginas y, al fin, el libro. Y, sin embargo, una cierta magia. Siempre.

Total
191
Shares